A propósito de la prédica de la “Dignidad” y del “Reconocimiento” entre los mercaderes de los Derechos Humanos
JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO
La prédica de la “dignidad” del hombre, tan constante en toda la literatura, la plástica y la filosofía del Renacimiento, contiene, al decir de José Luis Romero, (1987, 37) la impronta del mantenimiento de las condiciones de subordinación de los sectores populares al mandato de las clases dominantes que buscaban establecer los códigos de comportamiento de las masas, fijando frenos e impedimentos ante el posible desbordamiento de las nuevas formas de vida nacidas al abrigo del nuevo modo de producción. Siendo las clases altas las que reflexionan y escriben sobre el tema de la licitud de las recién descubiertas formas de esparcimiento, de voluptuosidad y de efusión erótica, son ellas mismas las que determinan ideológicamente sus límites y posibilidades. Por ello fijaron las normas y pautas de comportamiento que, en resumen, se centran en el concepto de “dignidad”, significando así que el hombre debe tener una conducta erótica y sensual apartada de todo naturalismo biológico, es decir, ajena a todo asomo de animalidad. Se llegó así al ideal del hombre metafísico y abstracto que tanto convocara a los imaginarios medievales y renacentistas…
Vale la pena reseñar ahora que el término “dignidad” también hace alusión a los supuestos altos cargos, empleos o funciones que desempeñan algunos funcionarios considerados especiales. Estos pueden tener u ocupar la “dignidad” de emperadores, de presidentes, de ministros, de cónsules, de magistrados o de senadores. La “dignidad” se refiere a los grados o rangos de la burocracia. Cada una de estas “dignidades” exige un comportamiento que debe estar a la altura del rol que desempeñan. Así, por ejemplo, la “dignidad eclesiástica” o la dignidad de educadores, reclaman determinadas apariencias o conductas sociales, que deben estar al nivel del pretendido valor moral que sacerdotes y maestros supuestamente representan. A los pobres también se les pide que se comporten con dignidad, esto es, que careciendo de cargos, actúen como si los tuviesen.
Por otra parte el acomodamiento y el oportunismo, en busca de “reconocimiento”, son hoy expresiones corrientes de un supuesto “activismo” político que convoca a un sinnúmero de parásitos del presupuesto oficial, no sólo en las diversas entidades de gobierno sino incluso en las universidades.
El transfuguismo es tradicional en nuestro país, nadie lo discute, no solo en cuanto a las militancias políticas, también en los quehaceres académicos. Práctica amañada que evidenciamos hoy en personajes como Lucho Garzón, Salomón Kalmanovitz, Antanas Mockus, Sergio Fajardo y muchos otros, y que en nuestro país tiene una larga historia, que podemos rastrear en “próceres”, “caudillos” y “prohombres” del pasado, como José Eusebio Caro, Tomás Cipriano de Mosquera, José María Samper o Rafael Núñez, quienes fluyeron constantemente -en busca de “reconocimiento”- de uno a otro partido político, sin que resultase afectado para nada su prestigio. Este fenómeno, coloquialmente llamado “lentejismo” (en alusión a la bíblica venta de la primogenitura por un plato de lentejas por parte de Esaú a Jacob), quizá corresponda a una especie de inconsciente colectivo de nuestros politiqueros, originado por la impronta histórica establecida por el general Francisco de Paula Santander.
Intelectuales, ayer comprometidos con causas revolucionarias y de izquierda, hoy marchitos e impotentes ensayan, desde el desencanto y la renunciación, opciones pragmáticas que les garanticen allanar el camino del “reconocimiento” por parte de los usufructuarios del poder -de cualquier poder- y así alcanzar contratos, cargos, o asesorías, ocultos tras el supuesto velo del “servicio a la patria”, de la “neutralidad investigativa”, de la cátedra, o de la promoción de los derechos humanos…
Romero J. L. (1987): Estudio de la mentalidad burguesa. Madrid: Alianza editorial
Julio César Carrión Castro
Universidad del Tolima
Julio César Carrión Castro
Universidad del Tolima