Aquí no ha pasado nada
Daniel Samper Pizano
En el Museo de los Horrores colombianos, enriquecido a diario por las atrocidades de narcotraficantes, guerrilla, paramilitares, fuerza pública y delincuencia común, los llamados falsos positivos ocupan pabellón especial. Parecería difícil añadir mayor ignominia al caso de 1.800 jóvenes que fueron engañados, disfrazados de guerrilleros y asesinados por militares para obtener beneficios y aumentar artificialmente el número de bajas rebeldes.
Pero nunca hay que menospreciar la capacidad de la perversión para superarse a sí misma. Hemos visto en los últimos días cómo quedan libres casi todos los militares acusados de estos delitos. Así, los falsos positivos galopan imparables hacia la impunidad. No salen los reos porque permaneciera intacta su inocencia, lo cual habría sido razonable y justo. Sino porque una nube de abogados a su servicio se valió de cuantos recovecos ofrece la ley para obtener su excarcelación por vencimiento de términos. En otras palabras, mediante jugarretas procesales está quedando sin culpable uno de los peores crímenes de nuestra larga historia de crueldad.
Lo peor no son, sin embargo, los asesinatos a sangre fría para inflar cifras y ganar recompensas, sino que semejantes horrores han pasado a ser legales. Los acusados no huyeron de prisión, ni se escondieron de las autoridades: están saliendo por la puerta grande, la de los procesos juzgados.
La combinación de la capacidad de hacer daño y la imaginación jurídica gesta así uno de los más temibles monstruos colombianos: la impunidad bendecida por la Justicia.
Ya se había creado la corrupción legalizada. Los afrentosos privilegios de Agro Ingreso Seguro a un número de consentidos del Gobierno eran perfectamente legales, según los ministros que repartieron las canonjías. Hace poco se produjo otro ejercicio de corrupción lavada, cuando, al examinar el proceso reelectoral, el Procurador reconoció que hubo reiteradas irregularidades, pero que ninguna atacaba el proceso porque eran de mero trámite o, en el peor de los casos, obedecían a fallas individuales. Aprobó entonces una criatura que nació deforme, creció acumulando anomalías y amenaza con devorar nuestras instituciones.
Pues bien: a la corrupción que incluye su propia viabilidad legal (lo cual duplica su condición corrupta) se agrega ahora la impunidad por inciso. Repito: habría sido un alivio ver que los acusados quedaban libres en un juicio honesto con la inocencia intacta. Pero degrada verlos abrazarse merced a armas dilatorias a las que el Consejo Superior de la Judicatura presta su infame ayuda.
¿Qué recursos legales tienen, en cambio, los parientes de las víctimas? Muy pocos, como lo muestra una conmovedora entrevista de Cecilia Orozco con la madre de una de las víctimas. El Gobierno no les cumplió, voces anónimas los amenazan y no tienen, literalmente, ni para el bus (la periodista tuvo que pagarle el pasaje a su entrevistada para que acudiera a la cita).
Pero la acumulación de afrentas no termina. Así como existe una corriente negacionista que sostiene con cínica frescura que durante la II Guerra Mundial no hubo holocausto de judíos y gitanos ni campos nazis de concentración, surge el negacionismo de los falsos positivos. Un columnista-propagandista de este diario sostuvo el miércoles pasado que los desempleados asesinados eran "delincuentes que, después de atormentar a sus vecinos de Soacha, se fueron a buscar mejores aires con las bandas armadas del narcotráfico en el Catatumbo". De este modo se pretende tapar una realidad reconocida por la ONU y hasta por el gobierno nacional. ¿Terminarán presas las acongojadas madres de Soacha?
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