Enriqueceos
Por: Alfredo Molano Bravo
Una de las razones que justifican la democracia –aunque sea en el papel– es su capacidad para controlar –aunque no para erradicar– el negocito. En México y en Colombia se ha excluido y perseguido a todo sector político que se opone a los privilegios reservados a un partido o a una coyunda entre ellos. Razón que explica la corrupción y, dentro de ella, el narcotráfico. El narcotráfico es criatura y mamá de la corrupción y ésta, consecuencia del monopolio del poder, tal como se ha visto en el caso de la parapolítica. En México ese será el siguiente capítulo. Quizá por eso matan y matan narcos. O los extraditan; así sus socios o protegidos no son puestos al descubierto.
El Uribato –que parece seguirá en el poder– es un brutal régimen autocrático. Los intereses del Presidente –nunca transparentes– son los intereses de su clientela, y los de su clientela los hace pasar por el interés nacional. La corrupción del aparato uribista es simplemente escandalosa y en nuestra reciente historia, el caso más patético. Los sobornos para obtener contratos del Gobierno suman 3,9 billones de pesos, unos 1.500 millones de dólares, cifra superior a la inversión extranjera, que es el argumento principal usado por Uribe para reprimir a diestra y siniestra; es el doble de lo que EE.UU. paga para sostener a punto de ebullición la guerra interna –ya casi externa–. Más claro: con esa plata se pagarían dos años de Seguridad Democrática. Dicho de otra forma: hagamos la guerra para que los contratistas, es decir, la clientela uribista, sigan beneficiándose de la corrupción. Corrupción que, por detrás, alimenta la guerra en cuyo campo el soborno debe ser rey; ahí los negocios son aún más secretos. Los contratistas pagan en promedio el 13% del valor del contrato a los empleados públicos –altos, medios y bajos–, que es con lo que engordan las cuentas bancarias los altos empleados, pagan las deudas los medios y comen los bajos. El 10% de los empresarios confiesa pagar sobornos. La cadena de favores y sobornos se engorda hacia arriba y se adelgaza hacia abajo. Ella es el eje vertebral de la gobernabilidad y el secreto del Uribato. Según Transparencia Internacional, el índice de percepción de corrupción era bajo en 1998: 2,2 sobre 10, y desde el 2006 hasta hoy el promedio se sostiene en 3,8. Entre 180 países, ocupamos el honroso puesto número 70 en corrupción. Es tan dramática la situación, que una empresa que no soborna es mal vista, y a un político que no robe le voltean la espalda.
El poder legislativo es actor principal de la cadenita de oro. Aquí el lobby, o sea la intriga, la palanca, la mordida, está a la orden del día. No hablo del maridaje de la parapolítica ni de los vínculos de las pirámides con el referendo, ni de los Odines, Villamizares, Teodolindos –escándalos tapados con otros ya olvidados–, sino del chanchullo simple y llano que se comienza a sospechar en las relaciones denunciadas por la revista Cambio entre el presidente del Congreso, senador Javier Cáceres, y la Empresa Territorial para la Salud (Etesa), que regulaba y vigilaba juegos de azar. Cáceres perteneció al Polo Democrático y ahora es senador de Cambio Radical –transfuguismo llaman en España–, tiene en su ficha técnica haber suspendido el debate que adelantaba el senador Robledo sobre corrupción de AIS en el Ministerio de Agricultura. Un grupo de dueños de casinos afirma, según El Tiempo, que “hay una Etesa y una Etesita. La segunda, la paralela, hace trámites a mitad de precio y la plata se va al bolsillo de una red coordinada por un puñado de delegados regionales. También está metido un alto funcionario de Bogotá y se escudan en un senador para presionar los pagos”. Juega la bolita.
Alfredo Molano Bravo