Pensamos que ser felices significa no tener problemas, no enojarse, no sentir tristeza, cuando en realidad la vida se compone de todos esos matices
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09/0)/2025
Vivimos en una época donde la felicidad no se siente como un derecho natural, sino como una obligación disfrazada de meta. Si alguien no sonríe en la foto, enseguida parece que “algo anda mal”. Si no posteas frases motivacionales o no agradeces públicamente por cada logro, pareciera que estás fuera de la jugada. Lo curioso es que cuanto más intentamos proyectar felicidad, más nos alejamos de sentirla realmente.
Lo que antes era un estado espontáneo, ahora se convirtió en una especie de checklist emocional: ¿agradeciste hoy?, ¿meditaste?, ¿posteaste algo positivo?, ¿estuviste alegre en la reunión? Y cuando no cumplimos con esa lista invisible, lo que aparece no es felicidad, sino culpa. Un cansancio profundo de no poder alcanzar esa versión idealizada de bienestar que nos venden en cada esquina, en cada aplicación, en cada charla de superación personal.
La fatiga de la felicidad es silenciosa. No se nota de inmediato porque se esconde detrás de frases como “tengo que ser positivo” o “todo pasa por algo”. Pero por dentro va creciendo la sensación de que estamos actuando, de que hay una distancia entre lo que mostramos y lo que realmente sentimos. Y mantener esa actuación, día tras día, agota más que cualquier rutina de trabajo.
La felicidad es hija de la imperfección, no de la exigencia.
El problema es que confundimos felicidad con perfección. Pensamos que ser felices significa no tener problemas, no enojarse, no sentir tristeza, cuando en realidad la vida se compone de todos esos matices. La alegría genuina aparece muchas veces después de un momento difícil: el alivio de superar una pérdida, la risa nerviosa después de un error, la calma tras un día de caos. La felicidad es hija de la imperfección, no de la exigencia.
Además, la industria del bienestar ha reforzado la idea de que “hay un camino correcto” hacia la felicidad: comprar el curso, leer el libro, usar la app, seguir la dieta, repetir afirmaciones frente al espejo. Y aunque muchas de esas herramientas pueden ser útiles, cuando se convierten en imposición pierden su poder. No es lo mismo meditar porque lo sientes que meditar porque “tienes que hacerlo para ser feliz”. La primera opción expande, la segunda encierra.
La paradoja más grande es esta: la felicidad no se alcanza persiguiéndola. Cuanto más corres tras ella, más se escapa. En cambio, suele aparecer en los momentos donde bajas la guardia: al compartir una comida sencilla, al escuchar una canción que te mueve por dentro, al descansar después de mucho esfuerzo. Esos momentos no suelen ser instagrameables, y sin embargo son los más reales.
Quizás lo que necesitamos no es más esfuerzo por ser felices, sino más espacio para ser auténticos. Reconocer que hay días grises, que el enojo también es válido, que el cansancio merece respeto. La autenticidad descansa, porque no te obliga a fingir. Y desde ahí, curiosamente, la felicidad se cuela de manera natural.
Aceptar que no vinimos a estar felices todo el tiempo es liberador. Nos quita la presión de rendir emocionalmente y nos devuelve la oportunidad de vivir con verdad. Tal vez el nuevo bienestar no sea sumar más sonrisas, sino aprender a habitar todos nuestros estados sin juicio. Porque la vida, en su complejidad, es mucho más nutritiva que un simple mandato de “sé feliz”.
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