Las grandes ideas, innovaciones, revoluciones sociales o saltos creativos -el progreso tanto personal como colectivo- suelen nacer de la incomodidad.
Rebeca Montoya
Cambio 16 -03/07/2025
La incomodidad tiene mala fama. La evitamos como si fuera un error del sistema. En una cultura obsesionada con la búsqueda de placer inmediato y confort, cualquier roce incómodo parece una falla que hay que resolver cuanto antes. Sin embargo, tal vez la incomodidad sea, precisamente, la chispa que necesitamos para evolucionar.
Estar incómodo fue algo criticado durante décadas. De hecho, hace apenas 50 años, el ideal de vida de muchas personas era alcanzar la comodidad. Si alguien tenía lo suficiente para vivir tranquilo y cómodo, se le consideraba exitoso. La comodidad era sinónimo de triunfo.
No es casualidad que toda la revolución tecnológica se haya sostenido sobre esa premisa: hacernos la vida más cómoda. Automóviles, electrodomésticos, pantallas táctiles, asistentes virtuales… cada avance promete ahorrarnos esfuerzo, tiempo y complicaciones. En teoría, más comodidad equivale a una vida mejor.
Pero cuando hablamos de energía, propósito y bienestar real, la ecuación cambia. La comodidad prolongada puede volverse un enemigo silencioso. Una relación cómoda, por ejemplo, muchas veces pierde su chispa. Un trabajo demasiado cómodo se vuelve aburrido. Una rutina cómoda anestesia la curiosidad. Estar demasiado cómodo puede, sin darnos cuenta, adormecer las ganas de crear algo nuevo.
La incomodidad, en cambio, sacude. Nos obliga a preguntarnos: ¿qué puedo elegir diferente? ¿Qué más es posible? ¿Qué no está funcionando? Es la alarma que interrumpe la zona de confort y nos invita a movernos, a crecer, a atrevernos.
Detrás de cada incomodidad hay una pista. A veces señala que estamos en un lugar que ya no es congruente con nuestra energía. Otras veces revela que hay algo dentro de nosotros que necesita ser revisado: un límite que no hemos puesto, un miedo que ya es hora de enfrentar, un deseo postergado que pide salir.
Podríamos decir que la incomodidad es el lenguaje secreto del cambio. Cuando todo está perfectamente cómodo, nada se mueve. Pero cuando algo roza, duele o incomoda, aparece una oportunidad: elegir quedarse igual o moverse. Y moverse no siempre significa huir; a veces significa quedarse y mirar de frente lo que duele.
El progreso, tanto personal como colectivo, suele nacer de la incomodidad. Grandes ideas, innovaciones, revoluciones sociales o saltos creativos se encendieron gracias a alguien que no pudo —o no quiso— seguir cómodo. En lo cotidiano, también ocurre: cambiamos de hábitos, mudamos de ciudad, rompemos moldes cuando algo dentro se vuelve insoportable de ignorar.
Por eso, tal vez deberíamos reconciliarnos con la incomodidad. Reconocerla como una brújula. Una alerta. Un motor. Y preguntarnos: ¿qué parte de mi vida se ha vuelto demasiado cómoda? ¿Qué posibilidad estoy sacrificando para no incomodarme?
No se trata de buscar el sufrimiento por deporte. De hecho, la incomodidad no es sufrir. Estar incómodo se trata de ir más allá de los límites autoimpuestos. Nadie quiere vivir en un sufrimiento eterno. Así que se trata de honrar esa molestia que, cuando se escucha, puede transformarse en impulso. A fin de cuentas, la incomodidad construye.
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