Hoy, la embriología no solo nos permite entender cómo nos formamos, sino que también abre la puerta a nuevas tecnologías, como la reproducción asistida y la edición genética.
Descubre en exclusiva un extracto del primer capítulo del libro "Embriología humana", de Daniel Pellicer y Adrián Villalba, y sumérgete en la fascinante historia de cómo la ciencia desentrañó los misterios del desarrollo humano.
Así juega la naturaleza con el ADN antes de que nazcas. Foto: Istock / Christian Pérez (composición)
Christian Pérez
Redactor especializado en divulgación científica e histórica
Creado: 28.02.2025
Durante siglos, la humanidad ha intentado descifrar el enigma de la vida con teorías que hoy nos resultan sorprendentes, cuando no disparatadas. ¿Cómo surge un nuevo ser humano? ¿Qué sucede exactamente desde la concepción hasta el nacimiento? Antes de que la ciencia tuviera las herramientas necesarias para responder con precisión a estas preguntas, las explicaciones sobre el desarrollo embrionario oscilaban entre la especulación filosófica y la imaginación más desbordante.
Una de las creencias más llamativas surgió en el siglo XVII con la teoría del homúnculo. Según esta hipótesis, cada espermatozoide contenía en su interior un diminuto ser humano, completamente formado, que solo necesitaba crecer en el útero hasta alcanzar el tamaño de un bebé. Esta idea, aunque errónea, dominó la biología de la reproducción durante décadas y dividió a la comunidad científica en dos bandos: los espermistas, que defendían que el homúnculo se encontraba en el esperma, y los ovistas, que creían que estaba en el óvulo y que el semen masculino solo actuaba como un desencadenante del desarrollo.
Estas teorías eran reflejo de su tiempo. En una era donde la religión y la ciencia aún caminaban de la mano, la idea de que toda la humanidad había estado "encajada" en los espermatozoides de Adán tenía un atractivo lógico y teológico. Sin embargo, no explicaba fenómenos como las diferencias entre hermanos, la variabilidad genética o las malformaciones congénitas. Fue necesario un cambio de paradigma para que la embriología comenzara a consolidarse como una ciencia basada en la observación y el método experimental.
El nacimiento de una ciencia
El verdadero avance llegó con la invención y perfeccionamiento del microscopio. Antonie van Leeuwenhoek, comerciante holandés y pionero en la microscopía, fue el primero en observar espermatozoides en 1677. Su hallazgo generó una revolución en la forma de entender la reproducción, aunque todavía faltarían siglos para que se comprendiera el papel real de estas células en la fecundación.
A lo largo del siglo XIX, la embriología humana comenzó a sistematizarse gracias al trabajo de científicos como Wilhelm His y Franklin Mall, quienes recopilaron y analizaron miles de embriones en diferentes etapas de desarrollo. Su labor culminó en la creación de la Colección Carnegie, una base de datos fundamental para el estudio del desarrollo humano. Más adelante, en el siglo XX, los avances en la genética y la biología celular permitieron descifrar con precisión los procesos que regulan la formación de un nuevo ser humano.
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Hoy, la embriología no solo nos permite entender cómo nos formamos, sino que también abre la puerta a nuevas tecnologías, como la reproducción asistida y la edición genética. Desde el descubrimiento de los espermatozoides hasta la secuenciación del ADN, el conocimiento sobre el desarrollo humano ha crecido de manera exponencial, derribando mitos y revolucionando la medicina.
Para entender a fondo cómo la ciencia pasó de la teoría del homúnculo a la embriología moderna, ofrecemos en exclusiva un extracto del primer capítulo del libro Embriología humana, de Daniel Pellicer y Adrián Villalba, publicado por la editorial Pinolia. Esta obra nos sumerge en un fascinante recorrido por los procesos que dan forma a la vida, desde la primera célula hasta el nacimiento.
Jugando a la ruleta genética, escrito por Daniel Pellicer y Adrián Villalba
Los bebés vienen de París, o al menos eso se suele decir. Si los trae una cigüeña, aparecen espontáneamente en el contenedor de la basura o se compran a un vendedor ambulante, tan solo es un paso intermedio en la cadena de manufactura humana. El director de cine José Luis Cuerda llegó a proponer en su película Amanece que no es poco (1989) que nacían en el huerto, como si fuesen girasoles. Cualquier excusa es buena para evitar tratar temas incómodos con los niños y niñas que se cuestionan nuestra existencia demasiado pronto.
Un aspecto común a todas las posibilidades que ofrecen las historias anteriores es que parten de la suposición de que el bebé se encuentra ya formado, casi por generación espontánea, y la única tarea de sus progenitores es adoptarlo a través de cualquier intermediario. Esta idea es casi tan antigua como nuestra civilización, pero seguramente tuvo su mayor auge hace unos 400 años. A finales del siglo XVI, el holandés Janssen ya había inventado el microscopio. Este instrumento permitía adentrarse en una dimensión hasta entonces desconocida, la de un mundo diminuto que escapaba al ojo humano. La verdadera revolución del microscopio vino de la mano de otro holandés, Van Leeuwenhoek, quien perfeccionó el sistema de lentes hasta tal punto que observar a través de él ya no requería tanta imaginación como en tiempos de sus predecesores. Imágenes nítidas, claras y en las que dos observadores se ponían de acuerdo fácilmente sobre lo que tenían frente a sus ojos. Este punto sería clave para que dos naturalistas, cada uno en una punta del mundo, pudiesen comprobar que el otro se encontraba en lo cierto. Bastaba con poner una muestra de sangre, pus o saliva bajo la lente.
Fue precisamente Van Leeuwenhoek quien, una mañana de 1677, corrió a observar su propia eyaculación. El neerlandés era un comerciante de telas que se dedicaba a la fabricación de lentes como pasatiempo. Ya había observado piojos y microorganismos bajo su gran lupa, pero carecía de conocimientos biológicos para entender lo que acabaría sucediendo. La observación de los espermatozoides estremeció al holandés, quien no esperaba encontrar «animálculos retorciéndose » en su propio semen. Escribió una carta al secretario de la Royal Society de Londres para dar cuenta de su descubrimiento: halló millones de animálculos del tamaño de un grano de arena, equipados con una cola más larga que su cuerpo, obtenidos de la eyaculación de individuos sanos y enfermos. El holandés pidió cautela y discreción acerca de sus descubrimientos. Temía que el sexo se relacionara con algo indecente debido a la cantidad de «animales pequeños» que podían transmitirse. Nada de esto sorprendió a la comunidad científica, que vio en estas observaciones la primera piedra de un campo prometedor que se convirtió en la biología de la reproducción.
Johan Ham, uno de sus discípulos, fue un poco más allá. Por aquel entonces no se conocían los mecanismos de la reproducción humana y los naturalistas se hacían la misma pregunta que muchos niños y niñas se hacen con tres o cuatro años: ¿de dónde vienen los bebés? Ahora que se habían descubierto los espermatozoides y sabiendo que el coito es imprescindible para la reproducción, Ham creyó haber encajado las dos piezas correctamente, rescatando una idea tan antigua como los filósofos de la Grecia clásica: el preformismo. Según esta teoría, cada individuo se origina a partir de un homúnculo —una especie de humano en miniatura— que crece en el útero materno hasta su nacimiento. De esta manera, los animales estamos preformados en un homúnculo diminuto, con su cabecita y sus pequeñas extremidades, que no hace más que crecer hasta alcanzar el tamaño del bebé. Ham rescató esta idea porque estaba seguro de haber visto una especie de homúnculo en la cabeza del espermatozoide. Así, postulaba que el espermatozoide viajaba durante el acto sexual desde el cuerpo masculino hasta el útero de la mujer, donde crecía durante el embarazo. No obstante, la imaginación humana no tiene límites. Otro microscopista, Hartsoeker, afirmó unos años después haber visto con su propio instrumento el homúnculo dentro del espermatozoide, identificando algunas de sus partes. Desde luego, no existe ningún hombre en miniatura que viva dentro de las células sexuales masculinas, pero ya había nacido una corriente preformista que tomó mucho impulso: la de los espermistas. A ellos se opusieron los ovistas, guiados por Regnier de Graaf, que descubrió los folículos ováricos donde se desarrollan las células sexuales femeninas. Para ellos, el homúnculo se encontraba en el útero materno y se activaba gracias a señales que se transmitían a través del semen.
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En 1695, el científico holandés Nicolaas Hartsoeker representó en sus dibujos lo que pensaba que residía dentro de un espermatozoide. Fuente: Wikimedia
Las propuestas preformistas pueden sonar dignas de un lunático, pero encajaban bastante bien con el contexto ideológico de su tiempo. Según esta teoría, cada homúnculo en miniatura contiene la existencia de la siguiente generación. Un humano minúsculo crecerá, nacerá y, a su vez, contendrá otros homúnculos en su cuerpo que originarán su futura descendencia. Así es como la naturaleza entraba en consonancia con algunas doctrinas teológicas: todos los humanos que poblamos la faz de la tierra estuvimos contenidos en el organismo de Eva. Esto se conoció también como teoría del encajonamiento, puesto que cada individuo se encuentra «encajado» dentro de su progenitor. Esta afirmación puede resultar útil para explicar por qué un hombre no puede engendrar un perro, pero también se utilizó para justificar, según la ley natural, que de un aristócrata nunca nacería un campesino. Ni cabe decir que el preformismo fallaba en su explicación de muchísimas observaciones que saltaban por los aires si suponíamos la existencia de homúnculos: ¿por qué algunos bebés nacen con uno u otro sexo? ¿Por qué somos diferentes a nuestros hermanos si cada individuo se contiene en su progenitor? ¿Por qué cambia nuestro cuerpo con el paso del tiempo si estamos predeterminados anatómicamente desde la concepción?
El preformismo fue confrontado por una teoría epigenetista que propone el desarrollo gradual del organismo desde una forma homogénea, que hoy llamaríamos embrión. Fue Wolff quien propuso esta teoría por primera vez tras descubrir que la anatomía de los embriones animales cambia considerablemente durante el embarazo. El naturalista e influenciador francés Buffon fue clave en la difusión del epigenetismo. Aunque esta teoría también se encuentra superada, le debemos la certeza de que ni óvulos ni espermatozoides son suficientes por sí solos para desarrollarse en un individuo. Así pues, para responder a la pregunta «¿de dónde vienen los bebés?», tenemos que hacer retrospección a la formación de nuestras células sexuales, también conocidas como gametos. El origen de la vida tiene lugar con un tango genético entre nuestros pares de cromosomas.
Barajando y repartiendo cromosomas
Cada una de nuestras células contiene 23 pares de cromosomas o lo que es lo mismo, un total de 46. Cuando nuestras células se dividen, transmiten la totalidad de sus cromosomas a sus dos células hijas. De esta manera, las dos células poseen el mismo número de cromosomas y la misma información genética que su célula de origen. Por lo tanto, podemos afirmar que todas las células de nuestro cuerpo son clones, ya que su información genética es idéntica. Este tipo de división celular se conoce como mitosis. En resumidas cuentas, la célula original duplica sus 46 cromosomas y los reparte entre las células hijas. Sin embargo, este mecanismo biológico tiene algunos inconvenientes. Si queremos originar células hijas que sean distintas, la mitosis no es suficiente, puesto que solo es capaz de originar células idénticas entre sí y respecto a la célula de partida.
¿Por qué motivo querría la naturaleza originar células diferentes? Para poder reproducirnos. La meiosis es el proceso de división celular que utilizan las células de los órganos reproductores. Si todos los óvulos o espermatozoides que produce un individuo fuesen idénticos, todos los hijos de dos progenitores determinados serían iguales. Para generar cromosomas con combinaciones de genes que no existen en la célula original, la naturaleza utiliza un mecanismo llamado recombinación homóloga. Este proceso consiste en barajar cada par de cromosomas (el que hemos heredado de nuestro padre y el de nuestra madre) hasta conseguir nuevos cromosomas resultantes de esta mezcla. Pero la cosa no acaba aquí, para asegurar que cada generación tenga el mismo número de cromosomas que la anterior, es necesario reducir a la mitad la dotación cromosómica. Así, para que el futuro embrión contenga 46 cromosomas, tanto el óvulo como el espermatozoide deben poseer únicamente 23. Durante la meiosis, se barajan y reparten nuestros cromosomas entre cada gameto producido. Luego, de entre todos ellos, tan solo uno (ya sea espermatozoide u óvulo) acabará fecundado el embrión. Así es como se asegura que cada hijo sea genéticamente distinto de sus progenitores. La razón es una cuestión evolutiva muy básica: cuanto más diversos seamos a nivel genético, mayor será la probabilidad de sobreponerse a una afrenta biológica que ponga en jaque a la especie (como una pandemia, por ejemplo).
Vamos a ver las fases de la meiosis para entender mejor cómo se mezclan los genes en la baraja cromosómica y se reparten durante la lotería genética. El punto de partida es una célula que se prepara para dividirse. Para ello, no solo debe acumular biomoléculas con el fin de obtener energía, sino que además debe duplicar sus cromosomas para repartirlos entre las células hijas. Esto sucede en la conocida fase S, llamada así por la síntesis de ADN. Seguro que muchas veces has visto el dibujo de un cromosoma con forma de X, con lo que llamamos dos brazos y dos piernas. Esta es la forma que tiene un cromosoma cualquiera durante la división celular; en cambio, cuando no está en división, se encuentra en un estado relajado que recuerda más bien a un ovillo de lana. En realidad, un cromosoma se encuentra formado únicamente por una de las dos partes, que se duplican durante la fase S. A cada lado del cromosoma, que contiene la misma información, lo llamamos cromátida hermana y se encuentran unidas entre ellas por un centrómero. Ahora que la célula ha duplicado su material, ya puede empezar el baile de cromosomas.
La primera etapa de la meiosis se conoce como profase I y es la más larga. Esta fase está altamente regulada y coordinada, puesto que cualquier error en ella puede conducir a problemas de infertilidad o incluso a defectos genéticos en el embrión, que podrían afectar gravemente a su salud. Existen puntos de control a lo largo de este proceso para descartar aquellas células que no hayan realizado correctamente la meiosis y evitar futuras células defectuosas. Durante la profase I, los cromosomas se condensan y vemos esa forma tan característica de X. Como mencionamos, en la fase S anterior se había duplicado el material genético, pero el ADN se encontraba tan relajado que su forma era más bien la de un ovillo de lana. Ahora, con el ADN condensado, la forma de X representa a un cromosoma con sus dos cromátidas hermanas. En el transcurso de la profase I, los cromosomas homólogos se alinean, es decir, cada par de cromosomas que tenemos. Tenemos 23 pares, lo que quiere decir que para el cromosoma 1 tenemos un cromosoma que heredamos de nuestro padre (paterno) y otro de nuestra madre (materno). Esto sucede para cada uno de los 23 cromosomas. Una vez que se alinean, entran en contacto físico, formando lo que se conoce como sinapsis, lo que da lugar a la recombinación. Una serie de proteínas se encarga de orquestar los entrecruzamientos entre las cromátidas no hermanas (es decir, la cromátida del cromosoma paterno con la del materno) para intercambiar material genético entre ellas.
La profase I está constituida a su vez de otras cinco fases. La primera de ellas, conocida como leptoteno, en la que los cromosomas se condensan. Dejan de ser el ovillo de lana que mencionamos anteriormente para adoptar su característica forma de X. Aquí intervienen unas proteínas llamadas cohesinas. Podemos imaginarlas como una especie de coletero que sirve para recoger el pelo. De esta manera, el cabello deja de estar suelto cuando pasa a través del coletero y se condensa formando una coleta. En esta analogía, las fibras de ADN harían del cabello que se recoge en el coletero formado por cohesinas. Una vez que los cromosomas se han condensado, inicia la fase de cigoteno. Aquí se forma la sinapsis, que ya vimos en el párrafo anterior. Esta sinapsis consiste en el apareamiento de los cromosomas homólogos (los paternos y maternos), de manera que cada cromosoma número 1 del genoma se alinea con el otro, y así para cada uno de los 23 pares que contienen nuestras células. Para ello, una serie de proteínas forma el complejo sinaptonemal, una especie de cremallera que se cierra uniendo los cromosomas homólogos entre ellos. Una vez estos cromosomas se encuentran apareados, da inicio la fase de paquiteno, en la que se produce la recombinación. Proteínas como RAD51 o DMC1 se encargan de producir pequeños cortes a cada lado de los cromosomas para facilitar el intercambio genético. Esta es la etapa más delicada de todo el proceso de la meiosis, un cortar y empalmar genético con resolución a nivel molecular. Estas cadenas de ADN, que se acaban de empalmar y ya están recombinadas, se separan en la etapa de diploteno. Aquí es donde los cromosomas empiezan a separarse físicamente. Todavía queda una última etapa de la profase I, llamada diacinesis, en la que se disuelve la membrana nuclear para facilitar la metafase I, en la que los cromosomas empezarán su viaje a través del interior celular.
Una vez los cromosomas se encuentran entrecruzados, arranca la siguiente fase, conocida como metafase I. Aquí es cuando los cromosomas homólogos se dirigen al centro de la célula, donde una estructura conocida como placa metafásica se encarga de orientarlos para repartirlos equitativamente. En la etapa conocida como anafase I, la placa metafásica tira de cada uno de los cromosomas homólogos —como si se tratase de hilos que los arrastran en dirección opuesta— hacia un extremo de la célula. Finalmente, en la telofase I, la membrana de esta célula se divide por la mitad, dando lugar a dos células distintas con sus cromosomas homólogos repartidos y bien barajados.
Ahora, cada célula tiene la mitad de los cromosomas que la célula original: 23 cromosomas en vez de 46, puesto que los homólogos se han repartido en dos células. Sin embargo, estos cromosomas están formados por cromátidas hermanas que no son idénticas, ya que cada una se ha recombinado con otra cromátida distinta del cromosoma homólogo durante la profase I. A continuación, hay que repartir estos cromosomas de cada célula en otras dos células hijas, a través de una serie de etapas conocidas como meiosis II, que contiene una profase II, metafase II, anafase II y telofase II. De forma similar a las fases anteriores, esta vez sin recombinación, el objetivo es separar cada cromátida hermana en otras dos células. Así, el resultado total de la meiosis es la formación de 4 células con la mitad de los cromosomas que la célula original y una información genética distinta.
La meiosis es un proceso precioso en el que nuestras células hacen de crupier para barajar sus cromosomas y repartirlos en distintas manos, cada una con una información distinta a la que se encontraba en la baraja original. Es como si este crupier tuviese que repartir sus cartas a cuatro jugadores distintos, pero quiere que cada uno tenga cartas nuevas y únicas que no se encuentran en la baraja original. Para lograrlo, decide romper por la mitad el dos de corazones y enganchar una parte al siete de tréboles y la otra al as de picas. Hace algo parecido con unas cuantas cartas y luego las reparte. Cuando cada jugador encuentra cartas «híbridas», resulta que no puede reconstruir la baraja original porque su mano contiene cartas que antes no existían. ¿De dónde viene una carta formada por el dos de corazones y el ocho de rombos? De dos cartas distintas de la baraja original que el crupier ha mezclado de forma inverosímil. Esa es la belleza de la naturaleza, como la biología juega sus cartas para que, con el mismo juego, las posibilidades sean siempre distintas.
La meiosis se encuentra regulada de una forma muy precisa. Si los cromosomas homólogos no se llegan a recombinar bien en la profase I o no se pueden separar de forma equitativa en la metafase II, entonces la célula decide abortar misión y no continuar adelante. Esto evita la transmisión de defectos genéticos a la descendencia, ya que cada una de estas recombinaciones acabará formando parte del futuro individuo. Sin embargo, la meiosis no solo se encuentra regulada en el espacio, sino también en el tiempo. A lo largo de nuestra vida, las etapas de la meiosis se suceden con un tempo determinado y en unas localizaciones concretas de la anatomía humana. A este ritual celular lo conocemos por el nombre de gametogénesis.
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La meiosis es el proceso que baraja los genes para que cada ser humano sea único. Foto: Istock
Tirando los dados
La meiosis es el proceso en el que una célula mezcla y reparte sus cromosomas, originando cuatro células genéticamente distintas a la original. Sin embargo, la meiosis no se produce de la misma manera en mujeres y hombres, puesto que los gametos son completamente distintos. Así, la gametogénesis recibe dos nombres diferentes según la célula sexual resultante: llamamos ovogénesis al desarrollo de óvulos y espermatogénesis al de espermatozoides.
El disparo de salida a la ovogénesis arranca hacia las veinte semanas de gestación, esto es en el segundo trimestre de embarazo, cuando el individuo todavía es un feto. Ahí es cuando se forman las ovogonias, las células madre que residen en los ovarios y darán lugar a todos los futuros óvulos que produzca ese organismo. Las ovogonias son diploides, lo que significa que todavía contienen los 46 cromosomas. Durante el segundo y tercer trimestre de gestación, las ovogonias se dividen por mitosis originando ovocitos primarios. Esto significa que se amplía el número de células con capacidad de llevar a cabo la meiosis. Los ovocitos primarios empiezan la meiosis y entran en suspensión en la profase I, etapa en la que coloquialmente decimos que se encuentran arrestados. Hacia el momento del nacimiento, existen alrededor de 3 millones de ovocitos primarios arrestados en profase I, de los cuales tan solo llegan 150 000 a la pubertad, cuando salen de este arresto meiótico y continúan el proceso.
Los ovocitos primarios que ya han entrado en profase I reactivan su actividad cromosómica durante la pubertad. Se encuentran en el ovario, formando una estructura conocida como folículo primario, que contiene células de la granulosa encargadas de proporcionar energía al ovocito durante todo su desarrollo. Este folículo primario también se bautizó como folículo de Graaf, en honor a su descubridor y a quien ya leímos hace unas páginas como teórico del preformismo. En cada ciclo ovulatorio, se activan los ovocitos primarios gracias a la acción de hormonas como la FSH, superando su arresto en profase I para continuar con la meiosis. Durante cada ciclo ovárico, se activan varios folículos primarios, aunque tan solo uno de ellos se desarrolla por completo, es al que llamamos folículo dominante. Al terminar la meiosis I, el ovocito primario ha originado un ovocito secundario y un corpúsculo polar. Tan solo el primero continuará hacia la segunda división meiótica, mientras que el corpúsculo polar se acabará degenerando. El ovocito secundario iniciará la meiosis II, aunque nunca llegará a terminarla, se quedará nuevamente arrestado, esta vez en la metafase II. El óvulo maduro se quedará en esta fase durante la ovulación hasta que sea fecundado (o no) por el espermatozoide. Lo que sucede con sus cromosomas de ahí en adelante lo veremos en el próximo capítulo.
Acabamos de ver cómo se resume la ovogénesis, el proceso de gametogénesis en mujeres, que se encuentra regulado a lo largo del tiempo. Este mecanismo explica por qué las mujeres tienen una vida fértil definida, desde la pubertad hasta la menopausia. Esto se debe a que la producción de ovocitos primarios es finita, ya que todos ellos se producen durante el segundo trimestre del embarazo. Así, cada mujer nace con un número máximo de óvulos que podrá generar a lo largo de su vida. Sin embargo, la vida fértil del hombre sí que es indefinida. Al menos teóricamente, en la práctica sabemos que durante el envejecimiento disminuye tanto el número como la calidad de los espermatozoides. Seguramente sea debido a las mutaciones que se acumulan a lo largo de toda una vida.
Durante el desarrollo testicular, se forman las células madre espermatogénicas (o espermatogonias), que se localizan en los túbulos seminíferos. Estos son estructuras clave en el sistema reproductivo masculino, y su función es esencial para la producción de esperma, un proceso conocido como espermatogénesis. Imagina los túbulos seminíferos como pequeños conductos enrollados ubicados en los testículos, que son los órganos reproductivos masculinos. A partir de la pubertad, estas espermatogonias se multiplican por mitosis con el objetivo de aumentar su número y asegurar la producción de esperma durante toda la vida, algo parecido a lo que sucede con las ovogonias. Estas espermatogonias se llaman espermatogonias de tipo A oscuras y tras cada mitosis originan otra espermatogonia de tipo A oscura y una espermatogonia A clara. Las últimas seguirán dividiéndose por mitosis con el fin de contribuir al aumento de células con capacidad de originar espermatozoides. Las espermatogonias de tipo A oscuras únicamente se dividirán por mitosis, pero las de tipo A claras se diferenciarán en espermatogonias de tipo B, que tras sucesivas mitosis originarán los espermatocitos primarios. Mientras estos ciclos de mitosis suceden, las espermatogonias van migrando desde las paredes hacia el centro de los túbulos seminíferos.
Son los espermatocitos primarios quienes entran en la meiosis y completan la primera ronda de división, originando dos espermatocitos secundarios. A diferencia de la ovogénesis, cuando se formaba un ovocito y un corpúsculo polar, aquí las dos células generadas se convertirán en espermatozoides. Estos dos ovocitos secundarios completan la segunda división meiótica, formando un total de cuatro espermátidas. Si por cada ovogonia se forma un solo óvulo, por cada espermatogonia se generarán cuatro gametos. Al terminar la segunda ronda de la meiosis, las cuatro espermátidas son células haploides, que contienen el material genético para fecundar, pero que necesitan madurar. Para ello, desarrollarán la cola tan característica de los espermatozoides y realizarán otros cambios estructurales. Una vez las espermátidas ya se han convertido en espermatozoides, estos se dejan caer al interior de los túbulos seminíferos, desde donde viajarán al epidídimo en un proceso continuo de maduración. Ahora sí, los gametos masculinos ya están listos para fecundar.
Una vez aquí, es natural plantearse que tanto la espermatogénesis como la ovogénesis pueden verse afectadas durante sus etapas y, en consecuencia, alterar el resultado de los gametos. Estos casos podrían conducir a algunos casos de infertilidad o esterilidad, pero eso es otra historia y hablaremos de ello en el quinto capítulo. La gametogénesis es la manera que tiene la naturaleza de llevar a cabo la meiosis, que, como acabamos de ver, puede ser muy diferente en cada caso. Un mismo mecanismo genético capaz de originar células tan distintas como un óvulo o un espermatozoide, así como de barajar y repartir cromosomas en órganos tan diferentes como los ovarios o los testículos. Sea como fuere, esta cadena de transmisión de información genética es tan antigua como nuestra especie y aún más, puesto que sucede de forma similar en el resto de los mamíferos. Una animalada cromosómica en la que nos adentraremos en la última historia de este libro.
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