Las élites políticas occidentales siempre han estado del lado de la mentira, la violación de la democracia y los acuerdos internacionales que firmaron respecto a la situación generada por el régimen de Kiev
El golpe de Maidán está detrás de la pérdida de cerca de un millón de vidas humanas y tendrá que ser la base, el punto de partida para un juicio necesario y justo
de todos los asociados con él.
José Goulão
7 de enero de 2025
© Foto: Dominio público
No puedo garantizar que la guerra en Ucrania, resultante del golpe antidemocrático occidental llevado a cabo hace diez años “en nombre de la democracia”, haya causado ya un millón de muertos hasta ahora, entre ucranianos y también rusos – que, contrariamente a la única verdad impuesta por “nuestra civilización”, también son personas.
La cifra, sin embargo, se acerca a ella, puede incluso superarla, porque las matanzas diarias en los campos de batalla y los “daños colaterales” que generan en las sociedades de ambos países, con repercusiones mucho mayores en la desdichada Ucrania, avalan tan trágico cálculo. Por ejemplo, el tamaño de algunos cementerios ucranianos se ha cuadriplicado desde el inicio de la operación militar especial rusa, completada mediante una invasión militar ilegítima. Los responsables de esta catástrofe humanitaria, para poner coto a los habituales delirios propagandísticos de los “comentarios” europeos y de los comentaristas nacionales, son los patrocinadores del golpe de Estado en la plaza Maidán de Kiev, lanzado con éxito en 2014 por las principales potencias occidentales, con Estados Unidos –una nación “excepcional” e “indispensable”– y sus principales países satélites integrados (¿o disueltos?) en la OTAN y la Unión Europea a la cabeza.
Victoria Nuland nos explicó en su día, sin ningún pudor ni rastro de secretismo, con la autoridad de quien ocupaba un alto cargo en el Departamento de Estado norteamericano, que Estados Unidos invirtió cinco mil millones de dólares para derrocar al gobierno de Kiev, por cierto resultante de elecciones democráticas, libres y justas a las que nadie se opuso, y puso en su lugar una junta dictatorial con tutela nazi-banderista.
Según la cifra oficial revelada por Nuland y dando como probable el exterminio de un millón de personas, el precio de la vida humana en el bolsillo de los abusos practicados por la democracia liberal en la siempre supuesta defensa de los derechos humanos es de cinco mil dólares (más o menos lo mismo en euros) por cabeza.
Viendo el colapso económico occidental, se puede deducir que la inversión parece excesiva pero, en verdad, la posibilidad de que la OTAN rodee e incluso desmantele a Rusia y pueda así abrir las puertas a un saqueo astronómico, dando un paso de gigante hacia la imposición del tan deseado globalismo parece bien vale ese precio.
Sin embargo, la realidad ha sido mal presupuestada y las ventas a un precio unitario de cinco mil dólares representan un derroche occidental insignificante de mano de obra y dinero, porque miles de personas siguen muriendo cada día en los campos de batalla de una guerra perdida por Kiev, Washington y Bruselas. Las clases políticas occidentales y sus zombis bien entrenados con el micrófono y el teclado martillando garantizan que no, que la victoria de Zelenski y sus seguidores hitlerianos llegará, tal vez en un día de niebla, a cambio de un modesto gasto diario de unos 50 millones de dólares en vidas humanas (unas 10 mil muertes al día), lo que estará perfectamente en línea con las previsiones de pérdidas y daños, al menos según el espíritu tecnocrático y la “mano invisible” del Mercado. Cabe señalar que los cinco mil millones invertidos en el propio golpe más los gastos occidentales en la guerra hasta la fecha, en armas y en financiación directa e indirecta al régimen banderista, deben estar cerca de un total de mil millones, lo que los anglosajones llaman un billón de dólares -o de euros, poco importa cuando entramos en el dominio de estas sumas astronómicas-, todavía la 30ª parte de la deuda soberana de los Estados Unidos.
El principio del fin
La versión oficial y única admitida sobre el drama ucraniano, que debemos aceptar bajo pena de ser tachados de putinistas incorregibles, nos dice que todo empezó el 24 de febrero de 2022, cuando “Rusia invadió Ucrania”. Y si alguien afirma que hay que remontarse a febrero de 2014, entonces la versión oficial es adaptada y nos dice que el problema en ese momento fue provocado por la “invasión rusa de Crimea”.
Lo que las élites occidentales nunca admiten es que todo comenzó con el golpe de Estado en la plaza Maidán de Kiev el 22 de febrero de 2014, cuando fue derrocado el legítimo presidente ucraniano, Viktor Yanukovich, elegido democráticamente con el 49% de los votos el 25 de febrero de 2010.
Nadie impugnó estas elecciones ni sus resultados, y todos los países occidentales las consideraron dentro de la normalidad democrática de Ucrania. Una de las “desviaciones” de las elecciones, como tardía y oportunistamente se llegó a invocar cuando ya se desplazaban por las calles de Kiev las multitudes de la “revolución de la dignidad” bajo el liderazgo de Nuland y del embajador norteamericano Geoffrey Pyatt, fue el hecho de que Yanukovich recibiera más votos en el Este que en el Oeste del país, una inclinación geográfica que, al fin y al cabo, parece un pecadillo para las sensibilidades democráticas. Pero, para sostener mejor el golpe a través de los ecos mediáticos fieles, los dueños de la verdad y de la democracia en Occidente no tardaron en acusar a Yanukovich de corrupto, en un país donde la corrupción es congénita, y de “entregar el país a Rusia”, cuando se había limitado a rechazar un acuerdo de asociación con la Unión Europea; lo que, como es habitual, sometió a Kiev a los autócratas de Bruselas. En otras palabras, el presidente legítimo fue víctima de su gobierno en defensa de la soberanía nacional, una práctica de la que Occidente ni siquiera quiere oír hablar, no porque sea “retrógrada”, como dice, sino porque resulta incómoda para la estrategia del globalismo neoliberal, una condición en la que seremos felices sin tener nada y media docena de megaladrones ocultos lo tendrán todo.
Aun así, el 21 de febrero de 2014, acudieron a Kiev los ministros de Asuntos Exteriores de Polonia, Francia y Alemania, respectivamente Radoslav Sikorsky (también ciudadano británico, ahora de nuevo en el cargo), Laurent Fabius y Frank-Walter Steinmeyer, quienes mediaron y llegaron a un acuerdo entre el Gobierno y la oposición para resolver la crisis mediante la celebración de elecciones generales y la reentrada en vigor de la Constitución de 2004. Para entonces, Nuland y Pyatt ya repartían galletas a los manifestantes en la plaza Maidán –parece que la siempre diligente política portuguesa Ana Gomes las probó y le gustaron– mientras miembros de grupos nazi-banderistas, repartidos en los tejados de los edificios circundantes, vestidos con uniformes de la policía ucraniana, disparaban contra la multitud, provocando decenas de muertos. El hecho está debidamente probado, por lo que quedó sepultado en el silencio de las élites occidentales, incluidos los medios de comunicación.
El acuerdo no fue más que un papel inútil y Yanukovich fue derrocado. Victoria Nuland formó entonces una junta de gobierno en Kiev que incluía a diez miembros de grupos nazifascistas y banderistas y, cuando fue ligeramente criticada por no haber compartido la tarea con los líderes europeos, respondió con la elegancia y consideración habituales de los Estados Unidos hacia los satélites: “Que se joda la UE” (traducción innecesaria).
Occidente reconoció rápidamente a la junta golpista, Francia, Alemania y Polonia ni siquiera invocaron el acuerdo que mediaron y pronto comenzó la guerra de Kiev contra las poblaciones de origen ruso del este del país y de la península de Crimea, territorio originario de Rusia pero que el líder soviético Nikita Khrushchev, para quien la Revolución de Octubre era un acontecimiento muerto y enterrado y durante una noche de libaciones, en los años cincuenta, decidió unir a Ucrania.
Moscú se apropió entonces de Crimea, poco después del golpe de Estado en Kiev, pero esto sólo se logró tras una consulta democrática con la población y, como siempre ocurre que los resultados electorales no son los que querían, las élites occidentales los consideraron una falsificación, a pesar de que más del 90% de la población se había pronunciado a favor de la reintegración a Rusia.
Sin embargo, en el este de Ucrania, conocida generalmente como la región del Donbass, la población tuvo que esperar ocho años para recibir el apoyo directo de Moscú y se vio obligada a organizarse en estructuras de autodefensa, logrando así detener la ofensiva de Kiev después de muchos meses, lo que redujo la intensidad del conflicto.
Luego se negociaron los acuerdos de Minsk, que establecían una especie de solución federativa para Ucrania y fueron firmados por las partes ucranianas en conflicto bajo garantías otorgadas por Rusia y, de nuevo, Francia y Alemania.
Más tarde sabríamos que el desprecio de Polonia, Francia y Alemania por el acuerdo entre el gobierno y la oposición establecido en 2014 no fue un caso esporádico de mistificación y mala fe. François Hollande y Angela Merkel, presidente francés y canciller alemana, revelaron unos años después, sin pudor, que sus firmas en los acuerdos de Minsk se debían únicamente a la necesidad del régimen banderista de Kiev de ganar tiempo y poder armarse para lograr en el Este lo iniciado en Maidán: la expansión del régimen apartheid y xenófobo bajo control del nazi-banderismo por todo el territorio. Una necesidad a la que París, ahora propiedad de Macron, y el Berlín de Scholz, junto con los países de la Unión Europea y la OTAN, bajo la tutela de Washington, respondieron sin reparos a lo largo de una década, pagando incluso el precio de hundir a Occidente en una crisis profunda, posiblemente explosiva.
Un paréntesis para señalar que Viktor Yanukovich, desde entonces en el exilio, fue condenado a 13 años de prisión por el régimen de Kiev, que mientras tanto reprimió a los partidos capaces de una auténtica oposición a la junta dictatorial; esta sentencia impulsó a la Unión Europea, fiel a sus costumbres, a imponer sanciones al presidente depuesto y a su familia. Mientras que la familia Biden, vicepresidentes de la administración Obama -los verdaderos dueños de Maidán- acrecentó su incontable riqueza saqueando las riquezas naturales de Ucrania, en beneficio propio, principalmente en el sector del gas natural. Mientras tanto, el Tribunal General Europeo dictó el 23 de diciembre de 2023 la sentencia que exculpaba a Yanukovich y a la familia de los cargos de Kiev, invalidando la sentencia y dictaminando que la Unión Europea debe levantar las sanciones consiguientes porque se impusieron sobre la base de "un error de apreciación", ya que las autoridades del régimen ucraniano no pudieron demostrar que el proceso llevado a cabo fuera justo.
Como se puede concluir, las élites políticas occidentales siempre han estado del lado de la mentira, la violación de la democracia y los acuerdos internacionales que firmaron respecto a la situación generada por el régimen de Kiev, donde pontifican nostálgicos de Hitler. Por si fuera poco, cuando podían haber garantizado la suspensión del conflicto a través del acuerdo de Estambul, todavía en 2022, estas mismas élites enviaron al trampolín primer ministro británico, Boris Johnson, a Kiev para sabotearlo. En ese momento, la guerra de Kiev contra el Este ya había causado 13 mil muertos desde 2014. Una primera y modesta inversión de 65 millones de dólares por parte del régimen nazi-banderista en el exterminio de su pueblo.
La casta política que administra el llamado Occidente colectivo, al servicio de las mafias económico-financieras globalistas y de la guerra expansionista, ha dejado así al planeta bajo la mayor amenaza a su existencia de todos los tiempos. Por lo tanto, no es digna de respeto, de credibilidad, de ninguna consideración por parte de los pueblos de sus países. La democracia liberal no es más que una burda falsificación de la democracia.
La CPI tiene una difícil tarea por delante
Imaginemos que somos todos muy ingenuos y creamos que un día la reciente decisión de la Corte Penal Internacional (CPI) respecto a Benjamin Netanyahu tendrá algún efecto práctico.
Hace semanas, la Corte Internacional de Justicia (CIJ), un organismo de la ONU, había adoptado la misma postura, pero sin resultados prácticos hasta ahora. Netanyahu es inmune e impune y seguirá siendo así. Y si aceptó un alto el fuego, ciertamente temporal, en Líbano, es porque una vez más sus tropas y hordas de asesinos no logran doblegar al pueblo libanés y al Hezbolá como su bastión, que una vez más plantó cara al aparato de guerra sionista y no cedió, pese a las sucesivas decapitaciones de sus principales dirigentes.
Desgraciadamente, en el seno de la ONU siempre hay quien consigue suavizar y desautorizar la labor de la CIJ, como en este caso el secretario general, António Guterres. Al asistir a una conferencia en Lisboa junto a la criminal de guerra sionista Tzipi Livni, directamente implicada en el genocidio permanente en Gaza, Guterres ignoró descaradamente la posición del tribunal: sabe muy bien que la decisión de la CIJ no está personalizada contra Netanyahu, que por sí solo no sería capaz de llevar a cabo la carnicería en curso, una obra que es responsabilidad de la ideología nazi-sionista transnacional.
Los dos tribunales internacionales reservaron así a Netanyahu dos escaños en dos tribunales. Sin embargo, el alcance de la medida deberá ser más amplio y abarcador. La apertura de estos precedentes –como ya ocurrió en relación con Vladimir Putin– puede y debe significar que los responsables de la guerra en Ucrania tendrán que afrontar su Núremberg el día en que el mundo pueda hacerlo, si los numerosos candidatos a estos bancos de acusados no lo han destruido antes.
Con el rigor histórico en el que deberán basarse estos necesarios tribunales, los individuos que serán llevados a juicio serán todos los responsables directos del golpe de la plaza Maidán en Kiev, no sólo los agentes –Obama, Biden, Nuland y Pyatt– sino también quienes apoyaron su ejecución y quienes apoyaron y se involucraron en la guerra consiguiente, que ya ha matado a alrededor de un millón de seres humanos, crímenes que no pueden quedar impunes.
Es difícil, y ni siquiera es posible aquí, enumerar a todos los dirigentes, civiles y militares, que un día tendrán que sentarse en el banquillo de los acusados para que se repare el recuerdo de las víctimas mortales, el drama de sus familias y el daño causado a millones de heridos y mutilados, ucranianos y rusos.
Todos los jefes de gobierno, ministros de Defensa y Asuntos Exteriores y altos mandos militares de los Estados Unidos de América y de los países de la OTAN y de la Unión Europea tendrán que ser procesados. La excepción puede ser el primer ministro eslovaco Fico, que ya pagó con su vida el precio de su osadía de ir contra la corriente. Muchos pensarán que el húngaro Viktor Orban podría ser perdonado debido a su cíclica reticencia a involucrarse en Ucrania, pero él está incondicionalmente en corazón y alma con el asesino Netanyahu, lo que lo convierte en un acusado en igualdad de condiciones.
Sin el golpe de Maidán no habría guerra en Ucrania, la península de Crimea seguiría integrada en territorio ucraniano, probablemente ni siquiera se habría producido la masacre en la Casa de los Sindicatos de Odessa el 2 de mayo de 2014; y el nazismo ucraniano seguiría siendo residual como lo era antes de que los golpistas que derrocaron al presidente electo Yanukovich le dieran el gas como agente más cualificado para garantizar la represión, la tortura, el terror, la militarización de la sociedad y la implantación del apartheid como política de Estado. Y sin Maidán, Ucrania seguiría siendo un Estado con plena integridad territorial y viviendo dentro de la normalidad –aunque siempre a merced de las revoluciones de colores organizadas por la National Endowment for Democracy (NED), una poderosa rama golpista de la CIA que encabeza actualmente la propia Victoria Nuland, como reconocimiento de sus capacidades terroristas.
El golpe de Maidán está detrás de la pérdida de cerca de un millón de vidas humanas y tendrá que ser la base, el punto de partida para un juicio necesario y justo a todos los que están asociados con él. Podemos mencionar a Obama, Biden y Trump, a varios secretarios de Estado estadounidenses como Blinken, Pompeo, Tillerson y Kerry, a los jefes del Pentágono, autócratas de la Unión Europea y de la OTAN como Van der Leyen, Stoltenberg, Rutte, Charles Michel, Mogherini, Borrel y Kallas y a los principales líderes de los gobiernos de los países de la OTAN y de la Unión Europea, sin olvidar a Costa y Montenegro, Santos Silva y Rangel (primer ministro y ministros portugueses), tanto por su apoyo a la guerra en Ucrania como por su colaboración activa con el genocidio sionista y la tolerancia deliberada y abierta con respecto a los crímenes de Israel. António Costa, nunca estará de más recordarle, se apropió de 200 millones de dólares pertenecientes al pueblo portugues para entregárselos al desquiciado criminal de guerra Zelenski. Los 200 millones, según el valor original de la vida humana en esta guerra, contribuyeron al asesinato de 40 mil personas, una fracción de la matanza ante la cual nadie puede permanecer indiferente, y mucho menos la justicia.
En nombre del humanismo, de los derechos humanos, de los cánones de la “civilización occidental”, invocados tantas veces y violados tantas veces, el millón de muertos en la guerra impuesta en el territorio de Ucrania tras el golpe de Estado de Maidán, el 22 de febrero de 2014, y los millones de muertos, heridos, desposeídos y exiliados desde 1948 a manos del sionismo exigen justicia. Como ciudadanos, es un deber y una obligación inevitable luchar activamente contra nuestros gobiernos, la Unión Europea, la OTAN y el imperialismo para que esto suceda. La fuerza bruta trabaja a favor de los criminales, pero el coraje, la determinación, la unidad, incluso el tiempo están a nuestro favor porque la razón humana es difícil, incluso imposible de doblegar y quebrantar. Son las leyes de la Historia.
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