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TRUMP: AMÉRICA LATINA Y EL DECLIVE DEL GLOBALISMO

Uno de los grandes problemas de las fuerzas progresistas es que no se puede mantener una política social sostenida...

Eduardo Luque
TOPOEXPRESS,29 enero, 2025 


Donald Trump se ha convertido en el máximo exponente de una nueva etapa en las relaciones internacionales. Podríamos calificarla como de «neoliberalismo soberanista». Este modelo combina el proteccionismo económico y las aspiraciones de un Estado fuerte que pretende expandirse. En ese proceso, el choque con otras potencias constituye una necesidad casi vital.

El modelo que inaugura Trump es la reacción directa al globalismo predominante en las últimas décadas. En este contexto, América Latina se transformará, como ya lo es, al igual que África, en un campo de disputa entre Estados Unidos y potencias como China o Rusia, países que buscan moldear la región según sus intereses estratégicos, aunque con métodos diametralmente opuestos a los norteamericanos.

En sus discursos, Trump enarbola la doctrina del «destino manifiesto», un concepto que se consolidó en el imaginario colectivo estadounidense en el siglo XIX y que justifica las aspiraciones expansionistas de este país. La idea nació y se expandió en los círculos protestantes blancos del denominado Segundo Gran Despertar entre 1795 y 1835. Fue el presidente William McKinley, muy admirado por Trump, quien defendió en aquel momento la política de aranceles y el expansionismo imperial. Siguiendo la estela del presidente decimonónico, Trump promete convertir a Estados Unidos en «la envidia de todos los países» mediante políticas que combinen el aislamiento estratégico y el intervencionismo selectivo. Desde el control del Canal de Panamá hasta la exploración de Marte, el “presidente” ha declarado su intención de proyectar la hegemonía estadounidense hacia horizontes «nuevos y bellos».

El ascenso del nuevo inquilino de la Casa Blanca marca no solo el declive del globalismo, sino que también arrastra a las instituciones que lo sostenían, como el FMI, el Banco Mundial, la OCDE o la propia ONU. Estos pilares del orden global de la posguerra se verán relegados o reformados bajo la presión de esta nueva doctrina. Figuras políticas como Giorgia Meloni en Italia, Viktor Orbán en Hungría y Jair Bolsonaro en Brasil encarnan o han encarnado variaciones locales de este modelo, lo que evidencia su alcance global.

El expresidente Biden, en su momento, mantuvo una política que reflejaba el globalismo tradicional representado por los demócratas. Aunque nominalmente la administración Trump represente otra cosa, no se producirá una ruptura absoluta entre un período y otro, sino que habrá una continuidad entre este viejo globalismo y el nuevo «neoliberalismo nacionalista». Trump propone un modelo económico que insiste en los procesos de acumulación por desposesión de forma acelerada. América Latina jugará un papel crucial debido a su proximidad geográfica y la riqueza de recursos naturales que alberga. Sin embargo, este cambio no está exento de contradicciones. Las élites dominantes, nacidas al calor de la globalización, han pugnado entre ellas y amenazan con fracturas internas ante la presión de este nuevo paradigma. Los «centros ideológicos y políticos» tradicionales se desdibujan, siendo sustituidos en la gobernanza mundial por reuniones y encuentros en los que los nuevos actores (la nueva oligarquía tecno-comunicacional nucleada alrededor de Trump) colisionan. No veremos, como se teoriza, la aparición de un “gobierno mundial” que gire en torno a la denominada clase capitalista transnacional (aunque el proceso de concentración de capitales, tal y como advertía Lenin, se acelere). Las contradicciones entre los diferentes grupos de poder lo impiden. Por otro lado, aún son necesarios los Estados y las normativas que construyen y que permiten a las grandes compañías maximizar sus beneficios.

Trump no escogerá el poder “blando” del que habla Emmanuel Todd, sino que optará por un enfoque más agresivo que combine políticas proteccionistas y acciones de fuerza para consolidar su hegemonía. Entramos en un espacio donde la violencia y la coacción serán, nuevamente, el pan nuestro de cada día.

Estados Unidos buscará sustituir las importaciones necesarias para su industria por materias primas provenientes del subcontinente latinoamericano, consolidando cadenas de valor regionales que respalden la economía de la metópoli. Sin embargo, esta estrategia afronta limitaciones. China se ha posicionado fuertemente, invirtiendo cientos de miles de millones para acceder a materias primas mediante la creación de infraestructuras portuarias y de telecomunicaciones de todo tipo, utilizando ampliamente créditos blandos. Vemos cómo personajes como Bolsonaro en su momento o Milei ahora, a pesar de su feroz anticomunismo, negocian con el gigante chino. Estados Unidos intentará contrarrestarlo recurriendo al intervencionismo militarizado y autoritario para mejorar su posición global. Esta nueva “ruta de la seda norteamericana” tendrá un enfoque coercitivo, en contraste con la aproximación económica de China. En un contexto de desglobalización y regionalización de las cadenas de valor, América Latina será el epicentro de esta disputa estratégica. Las presiones de Estados Unidos se incrementarán, utilizando pretextos como la «guerra contra las drogas» y otras narrativas que justificarán la presencia militar y el control territorial en la región.

Vamos a presenciar un desarrollo importante de las cadenas regionales de valor. Estas son redes de producción y comercio que se desarrollan dentro de una región específica. Por ejemplo, en América Latina, un país podría extraer materias primas, otro procesarlas y un tercero ensamblar los productos terminados. Estados Unidos pretende reinterpretar esta doctrina, centrándose en el proceso extractivo en el país vasallo, pero trasladando la producción, que incrementa el valor agregado, a los propios Estados Unidos. El nuevo comandante militar del Comando Sur, en su discurso de toma de posesión, lo señalaba: «Siempre estaremos allí para las naciones con ideas afines, que compartan nuestros valores, nuestra democracia, nuestro Estado de derecho y los derechos humanos».

Trump llama a la reindustrialización del país, mientras China opta por desarrollar las cadenas internacionales de valor que se extienden más allá de las fronteras regionales. Aunque todo esto puede ser solo un sueño, Norteamérica enfrenta retos inmensos, y no es menor la baja calidad educativa de su población, provocada por los sucesivos procesos de privatización que ha sufrido el sistema educativo. Accidentes como el del puerto de Baltimore enfrentan enormes dificultades para ser subsanados, mientras los incendios en Los Ángeles señalan las enormes flaquezas de las infraestructuras del país. Mientras tanto, el desarrollo tecnológico en China asombra por su tamaño y eficacia. China seguirá siendo la “fábrica del mundo”. En 2024, los grandes almacenes Walmart importaban de China por valor de 49.000 millones de dólares, el 11,2% de las importaciones norteamericanas desde ese país, que sumaron en ese período la friolera de 448.000 millones de dólares. Desde el más humilde clavo hasta la maquinaria más sofisticada comienzan a tener el marchamo de “made in China”. Trump pretende paliar la situación a golpe de aranceles, pero: ¿cómo suplir esas importaciones cuando se ha perdido, a lo largo de varias décadas, un tejido industrial que ha emigrado hacia China o India? Cuando se imponen tasas, los productos se encarecen. Al final, el perjudicado por efecto de la inflación es el propio consumidor norteamericano, puesto que hoy por hoy Norteamérica no tiene alternativa a las importaciones chinas.

Aunque Trump reniegue de la realidad, estamos inmersos en un proceso de transición energética global que demanda enormes cantidades de recursos estratégicos como litio, cobalto y níquel, muchos de los cuales se encuentran en América Latina. Entre 2025 y 2050, se cree que la demanda de estos materiales se multiplicará por diez. En este escenario, países como Bolivia, Argentina y Chile serán clave, no solo por su abundancia en recursos naturales, sino también por su capacidad para negociar con ambas potencias. Mientras China desarrollará infraestructuras viales y portuarias para facilitar el acceso a estos recursos, Estados Unidos intensificará su presencia militar en la región, justificando estas acciones con el pretexto de combatir amenazas como el narcotráfico o el terrorismo. La creación de bases militares en puntos clave, como las Islas Galápagos en Ecuador, es uno de los ejemplos más visibles de este enfoque. Esto exacerbará las desigualdades en la región y generará tensiones sociales y políticas.

El senador Marco Rubio es una figura clave en la administración de Trump y será un arquitecto importante de la política exterior hacia América Latina. De origen cubano y con una postura marcadamente hostil hacia la izquierda latinoamericana, Rubio ha promovido sanciones económicas y respaldará intervenciones políticas contra gobiernos progresistas en la región. Aún se recuerda cómo participó supervisando la operación en el golpe de Estado en Bolivia en 2019. Rubio también actúa como un enlace directo entre los intereses empresariales estadounidenses y las élites locales en América Latina, favoreciendo políticas que beneficien a Washington. Este enfoque garantiza, como hemos señalado, una continuidad entre el viejo globalismo de los demócratas y el «neoliberalismo nacionalista» promovido ahora por Trump.

La falsa nube de debate que quiere generar Trump es el narcotráfico. Existen dos modelos principales para abordar el problema. Por un lado, está el enfoque que busca atacar las causas estructurales, adoptado por países como México y Colombia. Este modelo se centra en combatir la pobreza, reducir la desigualdad y crear oportunidades económicas para las comunidades más vulnerables. Al tratar las raíces del problema, se busca limitar el atractivo que tienen para los más pobres las actividades ilícitas. Ejemplos de esto incluyen programas de desarrollo comunitario, estrategias de reducción de cultivos mediante incentivos legales y un enfoque más humanitario hacia las comunidades afectadas por el narcotráfico. El segundo modelo es el liderado por Estados Unidos, que históricamente ha implementado un enfoque represivo, basado en la militarización y en el desarrollo de un entramado carcelario que es el mayor del mundo en relación con la población. Este modelo represivo persigue, en paralelo, la militarización de territorios estratégicos para Estados Unidos, estableciendo bases militares en regiones y países clave bajo el pretexto de combatir el narcotráfico.

Estos dos enfoques reflejan visiones contradictorias sobre cómo abordar un problema complejo. Mientras que México y Colombia apuestan por soluciones integrales y de largo plazo, el modelo estadounidense prioriza la respuesta inmediata y la demostración de fuerza, ignorando intencionadamente las causas profundas del problema. La «guerra contra las drogas» será reutilizada como una herramienta política para justificar la intervención en países clave. Evidentemente, estas bases militares que se proyectan no solo servirán, en realidad no se utilizarán para eso, en operaciones antidrogas, sino como puntos de influencia estratégica que refuercen la presencia militar estadounidense frente a la creciente expansión china en la región. El debate iniciado por el general Alvin Holsey a cargo de la IV Flota sobre el puerto de Chancay en Perú, financiado y construido por China, es un ejemplo. Evidentemente, según el nuevo general a cargo del Comando Sur de Estados Unidos, ese puerto ha sido construido para que la marina de guerra china tenga un punto de desembarco cerca de las costas norteamericanas. Refiriéndose a eso, dijo: «Nuestros adversarios han establecido una fuerte presencia, poniendo en peligro la seguridad y la estabilidad en todo el continente americano».

Ante estas presiones externas, la izquierda latinoamericana enfrenta múltiples retos. América Latina necesita construir un modelo de integración regional que priorice la sostenibilidad y la justicia social, acompañado de reformas tributarias progresivas. Uno de los grandes problemas de las fuerzas progresistas es que no se puede mantener una política social sostenida en el tiempo confiando únicamente en el incremento del precio de las materias primas, sin abordar el problema de la redistribución y el desarrollo de un sistema impositivo. Por otro lado, sigue sin resolverse el traspaso de los poderes entre un “líder carismático” y un líder “corriente”. También aquí, la integración latinoamericana en los BRICS puede servir de contrapeso a las imposiciones norteamericanas. Será un proceso complejo. Pudimos ver en la reunión de los BRICS en Kazán cómo Brasil (Lula), por imposición de Estados Unidos, vetaba la integración de Venezuela. Brasil se ha comportado como un país subimperialista y dependiente de Washington; lo vimos ahora y también en la época de Chávez, cuando el propio Lula se opuso a la creación del Banco de Desarrollo Latinoamericano.

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