No es la primera vez que el capitalismo pone patas arriba la democracia.
Katharina Pistor
Estas elecciones norteamericanas marcan lo que los alemanes llaman un Zeitenwende («punto de inflexión»). Los votantes están señalando claramente que quieren un cambio, que prefieren un segundo gobierno de Donald Trump a otro gobierno provisional que presida un régimen que rechazan.
Es cierto que los partidos políticos que prometieron proteger el statu quo han perdido este año las elecciones en un país tras otro. Pero es difícil de sobreestimar la importancia de que los votantes de la democracia más antigua del mundo rechacen los fundamentos constitucionales de su país: el Estado de derecho, un poder judicial independiente e imparcial, un proceso justo y un traspaso ordenado del poder.
El juego de acusaciones comenzó antes de que se conocieran los resultados de las elecciones, centrándose como era previsible en el elitismo, la identidad y la propia candidata perdedora. Este ciclo de recriminaciones desgarrará al Partido Demócrata y lo hará aún menos apto para gobernar en el futuro. También distraerá la atención de la verdad que nadie quiere ver: el capitalismo. La democracia se encuentra en una espiral de muerte porque está sometida a un régimen socioeconómico que enfrenta a todos contra todos, socavando la capacidad de consenso y de toma de decisiones colectiva.
No es la primera vez que el capitalismo pone patas arriba la democracia. Hace un siglo, los efectos de la rápida industrialización a expensas de los individuos y sus comunidades alimentaron el comunismo y el fascismo en Europa. En sus escritos a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, el historiador económico Karl Polanyi atribuyó la raíz de las convulsiones políticas de su época a un sistema económico que subordinaba la sociedad al principio del mercado.
El problema, según Polanyi, comenzó con la abolición de las «leyes de pobres» en Inglaterra a principios del siglo XIX. Las masas desarraigadas y sin tierra no tuvieron más remedio que emigrar a las ciudades, donde se vieron explotadas como mano de obra barata en fábricas que consumieron sus vidas y las de sus hijos. Aunque este sistema generó prosperidad sin duda, tuvo un coste enorme para un número excesivo de personas. Sin la devastación provocada por la Primera Guerra Mundial, la reacción de las masas en contra de este sistema podría haber tardado mucho más.
Los Estados Unidos, que participaron en la Primera Guerra Mundial, pero no en su propio territorio, evitaron en gran medida la reacción violenta a pesar de la depresión económica de la década de 1930. Es importante destacar que la administración del Presidente Franklin D. Roosevelt logró algo que otros países no consiguieron: proporcionó al pueblo norteamericano la suficiente seguridad económica como para que pudiera empezar a vislumbrar un futuro mejor para sí mismo y para sus familias.
Esta vez es diferente, y no sólo en los Estados Unidos. Vivimos en un sistema que la mayoría de los políticos han declarado sin alternativa. De hecho, hace tiempo que ellos mismos han cedido el control del sistema y carecen de la capacidad o la voluntad de imaginar uno diferente. El aforismo del desaparecido Fredric Jameson, según el cual «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo» ha cobrado renovada actualidad, y no es difícil ver por qué. Los gobiernos tienen muy poco margen de maniobra para no verse castigados por los mercados financieros (totalmente amorales). Alabada durante mucho tiempo como herramienta para disciplinar a los responsables políticos, la globalización financiera ha puesto el destino de sociedades enteras en manos de inversores a los que sólo les importan las señales de los precios y que son ajenos a las necesidades humanas.
Los gobiernos se ataron las manos con la esperanza de que los mercados proporcionaran capital, bienes y empleos. Convencidos de que debían apartarse del camino del mercado, abrieron sus países a la libre circulación de capitales, al tiempo que apoyaban la codificación legal selectiva de activos e intermediarios para beneficiar a los más adinerados. Posteriormente, animaron a sus bancos centrales a rescatar a los intermediarios que amenazaban con hundir todo el sistema financiero en otra crisis.
Hubo países que adoptaron asimismo tratados internacionales que otorgaban a las empresas multinacionales el poder de demandar a los Estados anfitriones por perjudicar la rentabilidad de sus inversiones, o por trato «injusto e inequitativo». Supervisados estos casos por un tribunal de arbitraje ubicado en otro lugar, los gobiernos desarmaron de hecho a sus propios tribunales y socavaron sus propias constituciones (cuyas disposiciones no pueden utilizarse como defensa contra las violaciones de los tratados internacionales).
Algunos países (entre los que destaca Alemania) llegaron a negar a los futuros gobiernos electos la opción de obtener financiación adicional de la deuda, consagrando en sus constituciones requisitos de equilibrio presupuestario. Otros mantuvieron a raya a sus ciudadanos aplicando la austeridad fiscal, aun cuando los ricos prosperasen con otro auge de activos apoyado por políticas monetarias fáciles. Al igual que Odiseo, que tenía las manos atadas al mástil del barco para resistir la llamada de las sirenas, los gobiernos encontraron formas de escapar a la llamada de los votantes que los habían elegido. El autogobierno democrático perdió credibilidad mucho antes del surgimiento de los partidos antidemocráticos que ahora se burlan abiertamente de él.
Por su parte, Polanyi esperaba que a la guerra siguiera otra transformación que pusiera a la sociedad, y no a los mercados, al mando. Los mecanismos legales e institucionales adoptados para avanzar en este objetivo funcionaron inicialmente, pero los poderosos agentes privados y sus abogados pronto encontraron formas de sortearlos.
Dos décadas después de la guerra, ya había despegado lo que Greta Krippner, de la Universidad de Michigan describe como financiarización de la economía norteamericana. La rentabilidad financiera se convirtió en el fin al que se subordinaban todas las demás necesidades y aspiraciones. Aunque los daños colaterales de este proceso fueron generalizados, el mayor golpe lo recibió nuestra capacidad de decisión colectiva.
Si el comunismo y el socialismo no se hubieran derrumbado en el mismo momento en el que la financiarización desataba toda su fuerza, muchos podrían haber advertido mucho antes sus efectos corrosivos sobre la democracia. Por el contrario, se festejó el capitalismo como único juego aceptado por todos. Como resultado, no fuimos testigos del «fin de la historia» que proclamó Francis Fukuyama cuando terminó la Guerra Fría. Estamos condenados a revivirla, pero está por ver si como tragedia o como farsa.
24/11/2024
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profesora de Derecho Comparado de la Universidad de Columbia (Nueva York) y directora de su Center on Global Legal Transformation, es autora de “El código del capital – Cómo crea la ley riqueza y desigualdad” (Capitán Swing, Madrid, 2022).
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Fuente:
Project Syndicate, 15 de noviembre de 2024.Traducción:Lucas Antón