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¿QUÉ DEFIENDEN LOS DEFENSORES DE LA DEMOCRACIA?

Campaña tras campaña, políticos de todas las tendencias y de todos los países del mundo se presentan a sí mismos como defensores de la democracia. Pero lo que en realidad defienden es un sistema que permite tanta coparticipación como los ricos puedan soportar.

Thomas Zimmermann
Traducción: Florencia Oroz

Ilustración de Marie Schwab.

Otra vez es tiempo de elecciones. Y una vez más está en juego nada menos que la propia democracia, si se cree a quienes viven de la política. Los populistas, advierten, tienen cada vez más éxito movilizando el descontento popular contra «los de arriba». Al mismo tiempo, regímenes despóticos de otros países se esfuerzan por destruir nuestros bellos sistemas democráticos. Realmente se podría temer por la pobre democracia si no tuviera la ventaja de contar con tan buenos amigos en puestos tan altos.

La nueva líder en la lucha contra los enemigos de la democracia es Kamala Harris. Su Partido Demócrata estaba tan convencido de ella como candidata que simplemente pasó por alto la democracia intrapartidaria. Es la sucesora de Joe Biden, que era tan obviamente el candidato adecuado que los demócratas impidieron un proceso democrático de elecciones primarias y se aferraron a su presidente hasta que su evidente decrepitud ya no pudo ocultarse ni siquiera a los observadores políticos aficionados.

Al otro lado del Atlántico, los democristianos ya han modernizado para las elecciones europeas el cortafuegos con el que en principio debían proteger la casa democrática de los fuegos fascistas. Como la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, quería mantener la puerta abierta a pactar con la primera ministra italiana de extrema derecha, Giorgia Meloni, se ajustaron las condiciones de entrada para ser «proeuropeo, pro OTAN, pro Estado de derecho y pro Ucrania». Al fin y al cabo, como buen demócrata, uno sabe que tiene que soportar contradicciones; por ejemplo, que ser prodemocrático signifique celebrar la UE, aunque sea menos democrática que los Estados que pertenecen a ella.

El hombre fuerte de Alemania, el Ministro de Finanzas Christian Lindner, también tiene algo profundo que aportar a la comprensión de la democracia, y se refiere al otro gran mecanismo de protección de la política alemana, el freno de la deuda. Su lección se remonta a los antiguos griegos y merece ser citada en extenso: «Los frenos de la deuda son instrumentos para disciplinar a la propia política. Se lo puede imaginar como Homero: Odiseo se encadenó una vez al mástil de su barco para no sucumbir al canto de las sirenas. Y el freno de la deuda es el mástil al que se encadenan los políticos para no sucumbir a la tentación de plantear sus exigencias en función de los aplausos del día durante las campañas electorales».

Los grandes líderes democráticos de nuestro tiempo lo saben: en caso de duda, hay que saltarse los procesos democráticos para decidir quién es el más adecuado para defender la democracia. La lealtad a los mayores defensores de la democracia en la escena mundial no debe ponerse en duda por los resultados electorales. Y cuando las sirenas canten: «Invirtamos en infraestructuras públicas»; la política democrática puede continuar, pero, por favor, que no mueva ni un dedo. Es casi como si los grandes defensores de la democracia defendieran «nuestra cultura política» no menos que de la democracia.

La buena mezcla

Si se les mide por los estándares de la antigua Grecia, algunos de los más ruidosos defensores de la democracia de hoy en día se parecen más a los críticos de la democracia de antaño. El filósofo Aristóteles, por ejemplo, pensaba que la democracia ateniense había ido demasiado lejos: daba demasiado poder a los ciudadanos de a pie.

Desde principios del siglo V a.C., las decisiones políticas más importantes en Atenas eran responsabilidad de una asamblea popular de al menos 6000 personas, a la que estaban invitados todos los ciudadanos de pleno derecho de Atenas (las mujeres y los esclavos estaban excluidos). La gran mayoría de los cargos políticos también se cubrían por sorteo entre estas mismas personas. El gran número y el principio aleatorio pretendían garantizar que los órganos políticos fueran realmente representativos de los ciudadanos de Atenas. Ambas instituciones son prácticamente desconocidas en nuestras democracias actuales.

Por otra parte, las elecciones —hoy epítome de la democracia— se consideraban una institución oligárquica que tendía a favorecer el gobierno de la minoría rica. En las campañas electorales, los miembros de la élite tenían ventaja sobre los ciudadanos de a pie gracias a su prominencia, sus redes y sus recursos. De hecho, incluso en las «democracias representativas» actuales, las clases altas están muy sobrerrepresentadas, sobre todo en Estados Unidos, donde la mayoría de los miembros del Congreso, y más aún del Senado, poseen fortunas millonarias. El hecho de que Tim Walz, un candidato a la vicepresidencia que no posee una cartera de acciones ni siquiera una vivienda, fuera elegido saltó a los titulares.

Una de las principales preocupaciones de Aristóteles era que una democracia coherente no tuviera la sensibilidad necesaria para los intereses de los ricos. «Si gobierna la mayoría numérica, cometerán injusticias confiscando los bienes de los pocos ricos», señalaba. Para evitar excesos democráticos como la redistribución, recomendaba en su lugar una «buena mezcla de democracia y oligarquía».

Aristóteles sugirió una forma de crear una «demoligarquía» equilibrada: elecciones en lugar de sorteos (oligarquía), pero derecho a voto también para los no poseedores (democracia)… en otras palabras, exactamente lo que tenemos hoy. Si fueran honestos, nuestros políticos también tendrían que decir que no defienden tanto «nuestra democracia» como la «mezcla de democracia y oligarquía» establecida, tanto contra las tendencias antidemocráticas como contra las excesivamente democráticas. Porque los ricos no deben temer tener que devolver un poco más de su riqueza, o que se les restrinja demasiado su forma favorita de ejercer el poder social: a través de empresas privadas.

¿Por qué no una verdadera oligarquía? La respuesta es: sostenibilidad. Aunque Aristóteles calificaba de «peligroso» confiar a los ciudadanos de a pie los más altos cargos, le parecía «aún más alarmante» excluirlos por completo del proceso de toma de decisiones políticas. Esto significaría que el Estado se enemistaría con la mayoría de su población y provocaría revueltas. La «buena mezcla», en cambio, garantizaba la estabilidad dando a la población la influencia justa para que no se sintiera ofendida, pero no tanta como para que las élites se sintieran motivadas para intentar un golpe de Estado.

Ludwig von Mises, uno de los autores intelectuales de la ideología neoliberal que se ha apoderado de todos los partidos de las distintas versiones de la derecha en las últimas décadas, tenía una opinión similar. «La democracia», escribió Mises, refiriéndose a la buena mezcla de democracia y oligarquía, «no solo no es revolucionaria, sino que tiene la función misma de eliminar la revolución». A los neoliberales no les interesa la democracia en el sentido literal de hacer valer la voluntad del pueblo frente a las élites. Solo les interesa que exista un proceso regulado a través del cual las distintas fuerzas puedan alternarse pacíficamente en el poder. Al fin y al cabo, es más probable que las tomas de poder irregulares den lugar a una reorganización de las relaciones de propiedad.

Resulta apropiado, pues, que la actual tendencia a reclamar la defensa de la democracia se desatara por el intento de Donald Trump de mantenerse en el poder a pesar de su derrota electoral hace cuatro años, y no por el insulto a la palabra democracia que representa cada día de business as usual en la política estadounidense.

La socialdemocracia, olvidada

«Hemos visto a los enemigos del pueblo trabajador luchar contra el pueblo trabajador bajo la bandera de la democracia». Así lo expresó hace 150 años uno de los últimos grandes socialdemócratas alemanes, Wilhelm Liebknecht.

No basta con enarbolar la bandera de la democracia; incluso los peores antidemócratas pueden hacerlo. Tampoco basta con defender las condiciones marco de las democracias, como el traspaso pacífico del poder o el Estado de Derecho, por muy importantes que sean. Esto se debe a que solo se protege lo que las élites económicas valoran de la democracia. Quien realmente quiera luchar por la democracia debe darse cuenta de lo que los antiguos griegos ponían en la palabra: el gobierno del pueblo.

Los atenienses sabían que quién toma las decisiones políticas no es insignificante. Con la poderosa asamblea popular y la suerte democrática, inventaron mecanismos adecuados para contrarrestar la captura por las élites. En su absoluta impotencia, los rescatados consejos ciudadanos sobre temas como el clima, la alimentación o, como propuso recientemente el canciller alemán Olaf Scholz, la reevaluación del coronavirus, no son más que una triste imitación de estos principios.

La clase política no piensa nombrar un órgano estatal verdaderamente democrático y con poder real: ¿qué dirían los ricos? El categórico «no a la expropiación» de la designada alcaldesa de Berlín, Franziska Giffey, tras el éxito del referéndum sobre la socialización de las viviendas de las empresas inmobiliarias, demostró lo que ocurre cuando el resultado de un proceso democrático no se corresponde con el buen gusto. No es otra cosa que la línea roja de Aristóteles sobre las «confiscaciones», propugnada por el partido de Wilhelm Liebknecht de toda la vida.

«Incluso en boca de aquellos demócratas que honestamente quieren el gobierno del pueblo, la palabra democracia tiene un significado que se limita esencialmente a lo político, a la esfera estatal». Esta era «una visión ilógica», según Liebknecht, porque ¿por qué la democracia no iba a abarcar toda la sociedad, sino detenerse en la economía? Puesto que «democracia» se había establecido como un término para la democracia limitada, había que añadir algo al término para reflejar la plena reivindicación democrática. De ahí la palabra «socialdemocracia».

Los socialdemócratas de hoy, que consideran que el sistema de propiedad es un terreno vedado para la voluntad popular, han olvidado lo que significa su nombre. Por lo tanto, corresponde a los partidos que han surgido a su izquierda a lo largo del tiempo asumir la reivindicación de la democracia plena. Democratizar la cultura política de un país, o incluso un modelo de Estado impuesto internacionalmente, puede ser una tarea abrumadora para empezar. Sin embargo, un primer paso sería que los partidos que quieren representar los intereses de los trabajadores reorganizaran su cultura política interna de forma que los miembros de los trabajadores realmente hagan política.

Vivimos un momento anti-élites. Si quieres ganar unas elecciones desde la oposición, te conviene presentarte como «contrario el establishment». Pero si estás en el gobierno, una potente estrategia es vender la protección de tu propia posición como una «defensa de la democracia». Una fuerza política que tenga algo más que ofrecer que una élite alternativa anti establishment; un partido que no solo supuestamente proteja la democracia, sino que realmente la amplíe, empezando por sí mismo, podría conseguir un enorme apoyo.

Vivimos también un momento de tensión geopolítica. Nuestros dirigentes, que no pueden estar seguros del apoyo popular, afirman estar defendiendo «nuestra democracia» contra enemigos externos. Pero como no hacen nada en sus propios países para ampliar la democracia y hacer retroceder a la oligarquía, esta narrativa también se presta a dudas: quizá en realidad no estén protegiendo tanto nuestra democracia como las zonas de influencia de nuestros oligarcas.

La democracia no debe limitarse a la rotación en el poder de un puñado de camarillas distantes cada pocos años, que además deben ser aceptables para dos poderes que no están legitimados democráticamente: el capital y la hegemonía estadounidense. Si los políticos que simplemente quieren esto se presentan como los mayores defensores de la democracia, entonces la respuesta de la izquierda no puede ser unir fuerzas con ellos para formar un campo contra la amenaza de la derecha «en defensa de la democracia». Porque de este modo, lejos de fortalecerla, la están debilitando. 

Thomas Zimmermann
Editor principal de Jacobin Deutschland.

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