A pesar de esas evidencias, e incluso a pesar de que Cali representa el décimosexto encuentro de los gobiernos, las acciones concretas para proteger las diferentes especies son totalmente insuficientes.
Autor/a: Eduardo Gudynas
28 octubre, 2024
La Conferencia de las Partes (COP) es el órgano rector del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), un tratado ambiental global. Allí se congrega la diplomacia ecológica, gobiernos, empresas y ONG. Eduardo Gudynas afirma que las medidas propuestas son cada vez más insuficientes y vincula el extractivismo de izquierda con el negacionismo de derecha.
Se inició una nueva cumbre de la Convención de la Diversidad Biológica (COP16), que en este año tiene lugar en la ciudad de Cali (Colombia). Los delegados de los gobiernos compartirán ese encuentro con miles de otros participantes que provienen de organizaciones ambientalistas, federaciones de campesinos, organizaciones indígenas y centros de investigación, de todos los rincones del planeta. Su tarea es concretar medidas para proteger las especies vivientes, todas ellas, desde los más grandes mamíferos, pasando por la flora, hasta desembocar en los microorganismos.
Se llega a esa cumbre sabiendo que la situación es muy grave. Entre la evidencia disponible, el último reporte sobre el Planeta Viviente (Living Planet), señala una catastrófica caída en el 73 por ciento en casi 5.500 especies que fueron evaluadas. El peor deterioro ocurrió en América Latina.
Sin embargo, a pesar de esas evidencias, e incluso a pesar de que Cali representa el décimosexto encuentro de los gobiernos, las acciones concretas para proteger las diferentes especies son totalmente insuficientes.
En el pasado los gobiernos aprovechaban esas tribunas para discursos con muchas promesas verdes, que luego no cumplían. En la actualidad, el contexto se deterioró más ya que se sumaron actores políticos que reniegan de la gravedad de la situación ambiental y otros se burlan de ella.
Negacionistas de hoy, «bobos» de ayer
Argentina ofrece ejemplos de las dos posiciones. En la actualidad, el gobierno de Javier Milei exhibe histriónicamente un negacionismo ambiental, mientras que unos años atrás, en la anterior administración, se denunciaba que las alertas ante la crisis ambiental eran propias de “bobos”.
El “ambientalismo bobo” fue una etiqueta lanzada en Argentina en 2021 por el politólogo José Natanson. La empleó para referirse a quienes alertaban, por ejemplo, sobre los impactos de la explotación petrolera. La palabra fue presentada en la televisión para atacar a quienes alertaban sobre los impactos ambientales de los extractivismos, y tuvo influencia en deslegitimar las movilizaciones ciudadanas que se realizaban en distintas provincias.
Ese eslogan parecería parte de un pasado remoto mucho menos grave que los extremos exhibidos por el gobierno Milei en desmontar la institucionalidad y la gestión ambiental. Un ejemplo de su radicalismo fue la aprobación del Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI), por el cual se aseguran incentivos fiscales, aduaneros y cambiarios para grandes emprendimientos en sectores como agroindustria, minería o hidrocarburos.
Algunas de esas medidas son el sueño del CEO de una transnacional, tales como la estabilidad normativa por 30 años, exonerarlos de cumplir exigencias sociales, laborales o ambientales de gobiernos subnacionales o liberalizar los flujos de capital. La medida es tan extrema que ha sido calificada como una entrega incondicional de los recursos nacionales.
Las posturas de la administración Milei inmediatamente recuerdan las políticas llevadas adelante por la derecha radical de Donald Trump en Estados Unidos y más recientemente por Jair Bolsonaro en Brasil. En el caso brasileño, ese gobierno agravó la deforestación en la Amazonía y en otros ambientes, buscó liberalizar los extractivismos y no protegió a líderes ambientales y pueblos indígenas.
Milei expresa un nuevo empuje en ese tipo de posturas. En su caso lo muestra al despojar a la temática ambiental del rango ministerial para degradarlo a ser una subsecretaría y en eliminar el fondo de protección de los bosques nativos, entre otras medidas, todas condimentadas por su retórica contra el ambientalismo.
En el caso argentino no puede pasar desapercibido que Milei irrumpe luego de un gobierno progresista, y en ello es análogo al de Bolsonaro en Brasil, quién se impuso después de más de tres administraciones también progresistas.
Surgen entonces interrogantes inevitables sobre las razones por las cuales los progresismos no aseguraron exigencias y demandas por más derechos y democracia que los inmunice ante el acecho de la extrema derecha. La cuestión tiene una enorme relevancia porque en la actualidad, algunas de las versiones progresistas recientes, como Gabriel Boric en Chile, Luis Arce en Bolivia o Gustavo Petro en Colombia, están acechados por grupos de derecha y extrema derecha. Pero, además, todo esto es de enorme importancia para quienes están interesados en la temática del ambiente y los derechos.
Derrota cultural y deseo economicista
Al abordar esas cuestiones reaparecen personas como José Natanson, ya que en un reciente texto explora la “derrota cultural” del peronismo–kirchnerismo. Su punto de partida es dejar muy en claro que el progresismo debe defender enfáticamente el crecimiento económico ya que es el medio esencial para superar la pobreza. Para asegurar ese propósito es indispensable incrementar las exportaciones, y que en el caso argentino deben ser las de hidrocarburos y minerales.
Desde esa posición, al abordar la “derrota” del peronismo entiende que los anteriores gobiernos kirchneristas no lograron crecer lo suficiente, no pudieron exportar todo lo que era necesario y, en cambio Milei, aunque de una manera brutal, lo estaría consiguiendo.
La fórmula de cierto progresismo es simple: más crecimiento, más exportaciones, más extractivismos. Asumen las recetas de un capitalismo convencional que hace que nuestros países sean proveedores subordinados de materias primas, lo que obliga a un cierto tipo de gestión política, como ajustarse a los mercados globales o proteger al capital transnacional en sectores como minería o hidrocarburos. En tanto la explotación intensiva de recursos naturales tiene severos impactos sociales y ambientales, se generan resistencias ciudadanas, que esos gobiernos terminan combatiendo.
Siguiendo ese razonamiento surgen inmediatamente analogías preocupantes. Su modelo de extractivismos para asegurar el crecimiento económico en sus rasgos es el mismo que defiende la ultraderecha de Milei. El anterior gobierno no logró imponerlo en todos los frentes, mientras que Milei —en su radicalismo— consiguió hacerlo, tal como demuestra el RIGI. Cierto progresismo lamenta que esa multiplicación extractivista no se haya logrado en los anteriores gobiernos, aunque se desmarca de la manera brutal bajo la cual ahora lo hace Milei.
En el pasado reciente Natanson esgrimió la noción de “realismo político” para justificar sus preferencias extractivistas. Dando un paso más, ofreció argumentos para modificar los entendidos sobre la democracia de modo que fueran funcionales a esas actividades. Recordemos que justificaba que los líderes políticos podían prometer algo cuando eran candidatos, para así atraer votos, pero incumplirlo una vez lograda la victoria electoral (como ocurrió frente a la minería). No advierte que esos razonamientos erosionan la legitimidad de la política en sí misma y debilitan los mecanismos democráticos. Tampoco se percata que al suceder eso se allanó el camino para otros y más profundos recortes democrático, que fue lo que aprovechó Milei.
Los «bobos» se reúnen en Colombia
Si se aplicara el razonamiento de llamar «bobos» a quienes dicen que «no» al extractivismo, el encuentro mundial sobre biodiversidad que ahora tiene lugar en Cali estaría repleto de ese ambientalismo que quiere salvar al planeta de su destrucción ecológica. Serían tontas las organizaciones indígenas que resisten el ingreso de las petroleras a sus territorios porque contaminan sus aguas con crudo, las demandas de los grupos locales chilenos por el acceso al agua, los que denuncian la expansión de la minería o el uso de agroquímicos. La misma descalificación le cabría al presidente colombiano, Gustavo Petro, que repite los llamados contra los combustibles fósiles por alimentar el cambio climático.
En cambio, bajo ese simplismo descalificador, y por contraposición, sería “inteligente” Bolsonaro cuando intentó liberalizar la explotación en la Amazonia, y Milei sería el más realista y efectivo porque impone los extractivismos hasta las últimas consecuencias, como ahora le permite el RIGI. De esos modos, se podría realmente cumplir ese sueño de aumentar todas las exportaciones para así crecer económicamente, según la receta del progresismo extractivista.
Seguir insistiendo con ese modelo es parte del problema que se padece en Argentina y otras naciones. Es contribuir a una sordera y ceguera ante la crisis ambiental que luego aprovechan los mesías de la ultraderecha para profundizarla aún más.
Incluso puede argumentarse que la crisis de biodiversidad actual se debe a una confluencia entre los negacionistas de un lado y los progresismos que se escudan en señalar a los bobos, todo lo cual alimenta la falta de acciones de conservación concretas.
Transiciones y prefiguraciones
Los hechos que se acaban de repasar justifican la importancia de analizar la transición desde los progresismos a la extrema derecha por sus implicancias en las políticas ambientales y en los derechos. Los progresistas por cierto son muy distintos a los libertarios argentinos. Asimismo, los intelectuales progresistas son muy distintos de los ideólogos ultraconservadores. Los primeros quieren un “ambientalismo inteligente” y los otros caen en negacionismos obtusos.
Pero todos ellos, cada uno a su modo, están atrapados en una economía política anclada en la explotación de la Naturaleza para asegurar el crecimiento económico. La sucesión entre esos dos regímenes políticos muestra que en la radicalidad de la extrema derecha actual hay algunos factores que ya se prefiguraban en los progresismos. Milei hoy puede desmontar muchos derechos o burlarse de los ambientalismos, de las feministas, de los derechos, porque había voces y prácticas progresistas que ya lo venían haciendo desde antes.
Un análisis de la derrota progresista que lamenta no haber reforzado una economía capitalista de exportación de materias primas, deja de lado cuestiones como la democracia y la justicia, y muestra que sigue atrapado en análisis superficiales, volviéndolo parte de los problemas y no de las soluciones. Entretanto, Milei y la derecha dogmática, ofrecen una retórica vestida como alternativa, pero que al mismo tiempo vacían de contenido las opciones de cambio.
El progresismo guarda una diferencia sustancial con los libertarios neoliberales en tanto reivindica la justicia social, pero eso no es suficiente y necesita renovarse, tanto en ese campo como ampliándose hacia la justicia ambiental. Para poder lograrlo es indispensable reconocer, por ejemplo, que no hay alternativas en una economía capitalista primarizada y subordinada, que siga descansando en vender minerales o soja.
Por ello, esa renovación necesariamente debe poner en cuestión las ideas del desarrollo, y a la vez comprometerse con la justicia, lo que para asegurar que no caerá en los vicios pasados, deberá ser tanto social como ambiental. Esa es una tarea urgente, sea para resolver problemas acuciantes en múltiples territorios como para evitar la diseminación de la extrema derecha.
28/10/2024
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Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). Algunas ideas de este artículo se adelantaron en textos publicados en el semanario Voces (Montevideo), el periódico Desde Abajo (Bogotá) y Plan V (Quito), entre otros medios. Otros aportes se brindan en la serie Otra Política.
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