¿Quién era realmente aquel temido filósofo y revolucionario cuya fama databa de antes de las Revoluciones de 1848? ¿Qué personalidad tendría aquel viejo diablo fundador de la temida Primera Internacional?
MARIO ESPINOZA PINO | JOHN SWINTON
18/MAR/2024| HISTORIA
En agosto de 1880 Karl Marx (1818-1883) recibió en Ramsgate la visita de John Swinton (1829-1901), periodista del diario norteamericano The Sun (New York). El encuentro impresionó tanto a Swinton que unas semanas después publicaba en portada una crónica de aquella reunión informal. Hay que decir que Swinton no era un periodista cualquiera. Escocés de nacimiento, emigró muy joven con su familia a Canadá (Montreal) para después desplazarse con sus padres a New York. Ya desde muy temprano se interesó por el mundo de la imprenta y la prensa, trabajando como aprendiz para el periódico Montreal Witness. Tras algunos intentos frustrados por avanzar en la carrera de medicina, se enroló definitivamente en el oficio periodístico, adentrándose al mismo tiempo en el terreno de la política de su época. Combatió fervientemente la esclavitud –participando en la campaña por su abolición definitiva– para luego ser corresponsal durante la Guerra Civil Norteamericana (1861-1865). Pero no sólo se enfrentó a los Estados esclavistas, sino que defendió con tesón los derechos de las clases trabajadoras, involucrándose en el movimiento sindical norteamericano, al que daría amplia cobertura en la esfera pública. Podría decirse que siempre eligió la trinchera adecuada.
Swinton jugó sin duda un papel muy importante como redactor y editor. Participó en los diarios más importantes de su tiempo: el New York Times, el New York Tribune, medio en el que el propio Marx había trabajado como corresponsal europeo, y en The Sun, del cual llegaría a ser editor en jefe. Poco antes de terminar su periplo en The Sun, en una cena previa al lanzamiento de su diario en 1883, el John Swinton’s Paper, el periodista dio un conocido discurso en el que criticaba a la autodenominada “prensa independiente”: “Somos los instrumentos y los vasallos de los ricos entre bastidores. Somos saltimbanquis. Ellos mueven los hilos y nosotros bailamos. Nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestras vidas y nuestras posibilidades son enteramente propiedad de otros hombres”. El diario de John Swinton solo subsistió hasta 1887, pero se marcó objetivos políticos y sociales muy claros desde su inicio. Entre ellos estaba defender los derechos de los trabajadores y cubrir las noticias de los sindicatos, así como combatir todos los daños provocados por la industria a los obreros. Por otro lado, se esforzó en advertir “al pueblo americano contra los planes traicioneros y aplastantes de Millonarios, Monopolistas y Plutócratas”. Concibió su nuevo medio como una herramienta de organización y denuncia, promoviendo a su vez reformas legislativas que favoreciesen a las clases trabajadoras. Pero de fondo lo que buscaba era convertir aquellas páginas en el elemento aglutinador de las fuerzas políticas que buscaban la reforma social.
Cuando Swinton visitó a Marx, el periodista seguía trabajando para The Sun, realizando reportajes con un estilo crítico y social inconfundible –Engels llegará a describirlo como un “comunista americano” en un intercambio epistolar con August Bebel un año después (30 de marzo de 1881)–. Aunque no se conserva la carta que Swinton envió a Marx para concertar la reunión, la respuesta de Marx, fechada el 15 de agosto de 1880, fue tan amable como escueta: “Me estoy quedando aquí con mi familia y, si dispone de tiempo, estaré encantado de verlo en Ramsgate”. Si tenemos en cuenta la dilatada trayectoria como periodista y agitador de Swinton, sus intereses y compromisos políticos, resulta más que probable que sus expectativas respecto a Marx fuesen muy elevadas. Pues ¿quién era realmente aquel temido filósofo y revolucionario cuya fama databa de antes de las Revoluciones de 1848? ¿Qué personalidad tendría aquel viejo diablo fundador de la temida Primera Internacional? Como podremos ver a continuación, además de una hermosa escena familiar e íntima, la huella que dejaron Marx y su familia en Swinton fue honda. Tanto que ambos siguieron carteándose e incluso “conspirando” juntos unos años más –los últimos años del Moro–.
Karl Marx
Crónica y entrevista por John Swinton
para The Sun, No. 6, 6 de septiembre, 1880
Uno de los más notables hombres de la época, que ha jugado un enigmático pero pujante papel en la política revolucionaria de los últimos cuarenta años, es Karl Marx. Un hombre sin deseos de fama u ostentación, al que nada le importan la fanfarronadas de la vida o las pretensiones de poder. Sin prisa y sin descanso, este hombre de mente fuerte, amplia y elevada, lleno de proyectos de gran alcance, métodos lógicos y objetivos prácticos, ha estado y aún está detrás de muchos de los terremotos que han convulsionado naciones y destruido tronos, y ahora amenaza y horroriza a las testas coronadas y los fraudes establecidos más que cualquier otro hombre en Europa, sin exceptuar al propio Giuseppe Mazzini. El estudiante de Berlin, crítico del hegelianismo, editor de periódicos y antiguo corresponsal del New York Tribune ha mostrado sus cualidades y coraje. El fundador y espíritu maestro de la antaño temida Internacional y el autor de “El Capital” ha sido expulsado de la mitad de los países de Europa, proscrito en casi todos ellos, y desde hace treinta años ha encontrado refugio en Londres. Él estaba en Ramsgate, el gran balneario de los londinenses, mientras yo pasaba por Londres, y allí lo encontré, en su casa de campo, con su familia de dos generaciones. La mujer con rostro de santa, suave, elegante y de dulce voz que me dio la bienvenida era, evidentemente, la señora de la casa y la esposa de Karl Marx. ¿Pero es este hombre de sesenta años, de cabeza maciza, facciones generosas, cortés y amable, con esa espesa cabellera de largas canas revueltas, Karl Marx? Su diálogo me recordó al de Sócrates –muy libre, muy profundo, incisivo y genuino– con sus toques sarcásticos, destellos de humor y alegría juguetona. Habló de las fuerzas políticas y los movimientos populares de varios países de Europa –la gran corriente del espíritu de Rusia, los movimientos de la mentalidad alemana, la acción de Francia, la inmovilidad de Inglaterra–. Departió esperanzadamente de Rusia, filosóficamente de Alemania, alegremente de Francia y sombríamente de Inglaterra, refiriéndose con desprecio a las “reformas atomísticas” a las que los Liberales del Parlamento dedican su tiempo. Al examinar el mundo europeo, país tras país, indicando los rasgos, los desarrollos y los personajes sobre la superficie y bajo ella, me mostró que las cosas estaban encaminadas hacia fines que seguramente se realizaran. Era evidente que este hombre, al que tan poco se ve y se oye, está inmerso en lo profundo de la época, y que desde el Nevá al Sena, de los Urales a los Pirineos, su mano está trabajando y prepara el camino para el nuevo advenimiento. Su trabajo tampoco se desperdicia ahora más que en el pasado, durante el cual se han producido muchos cambios deseables, se han visto numerosas heroicas batallas y la república francesa se ha levantado a las alturas. Mientras él hablaba, la cuestión que yo había formulado “¿Porqué no hacéis nada ahora?”, se antojaba como una pregunta de ignorante, y una a la que no podía responder directamente. Al preguntarle por qué su gran obra “El Capital”, el campo sembrado de tantas cosechas, no había sido traducido al inglés como si lo había sido al ruso y al francés del alemán original, no supo responderme, pero comentó que la propuesta para una traducción al inglés le había llegado de New York. Dijo que el libro no era más que un fragmento, una sola parte de un trabajo en tres partes, dos de las cuales aún no se han publicado, siendo la trilogía completa “Tierra”, “Capital” y “Crédito”; la última parte, comentó, se encuentra ampliamente ilustrada desde los Estados Unidos, donde el crédito ha tenido tan fulgurante desarrollo. El señor Marx es un gran observador de la actividad americana, y sus comentarios sobre algunas de las fuerzas formativas y sustantivas de la vida estadounidense estaban repletas de lúcidas sugerencias. Por cierto, en referencia a su “Capital”, dijo que cualquiera que desease leerlo encontraría la traducción francesa muy superior en muchos sentidos a la alemana original. El señor Marx se refirió al francés Henri Rochefort, y en su conversación sobre algunos de sus discípulos ya fallecidos, el tempestuoso Bakunin, el brillante Lassalle y otros más, pude ver cómo su genio había tomado posesión de unos hombres que, en otras circunstancias, podían haber dirigido el curso de la historia.
La tarde está declinando hacia el crepúsculo de una noche de verano inglesa, mientras el señor Marx discurre y propone un paseo a través de la ciudad costera, a lo largo de la orilla hasta la playa, en la que vemos infinidad de personas, sobre todo niños disfrutando alocadamente. Aquí, sobre la arena, encontramos a su familia –la mujer, que ya me había dado la bienvenida, sus dos hijas con sus hijos y sus dos yernos, uno de los cuales es profesor en el King’s College de Londres, y el otro, creo, un hombre de letras–. Fue una fiesta deliciosa –éramos diez en total– el padre de las dos jóvenes esposas, felices con sus niños, y la abuela de los pequeños, generosa en la alegría y serenidad de su naturaleza de esposa. No menos finamente que Victor Hugo entiende Karl Marx el arte de ser abuelo; pero, más afortunado que Hugo, las hijas casadas de Marx viven para alegrar sus largos años. Al anochecer, Marx y sus yernos se separan de la familia para pasar una hora con su invitado americano. Y la conversación versó sobre el mundo, el hombre, el tiempo, las ideas, mientras nuestras copas tintineaban sobre el mar. El tren no espera a nadie, y la noche está al caer. Sobre el pensamiento del parloteo y el estrépito de la época y las edades, sobre la charla del día y las escenas de la tarde, surgió en mi mente una cuestión tocando la ley última del ser, para la cual buscaría respuesta en este sabio. Descendiendo a las profundidades del lenguaje, y elevándome a la altura del énfasis, durante un espacio de silencio, interrogué al revolucionario y filósofo con estas fatídicas palabras, “¿Cuál es?”. Y pareció como si su mente se invirtiese por un momento mientras miraba de frente al mar embravecido y a la inquieta multitud sobre la playa. “¿Cuál es?”. Había preguntado, a lo cual respondió, en tono profundo y solemne: ¡La lucha!
Al principio me pareció como si hubiese oído el eco de la desesperación; pero, tal vez, se trataba de la ley de la vida.
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