Dos guerras
Enrico Tomaselli
La que se está librando en Ucrania, y la que se está librando en Palestina, no son simplemente dos guerras que enfrentan al Occidente colectivo contra el mundo multipolar, sino que en realidad son observables como dos batallas de una misma y gran guerra global, en la que la hegemonía estadounidense en declive se enfrenta a las potencias emergentes. Un conflicto destinado a durar años y que estará marcado por nuevas «batallas» en diferentes cuadrantes del tablero mundial.
Quizás por primera vez desde 1945, el llamado Occidente colectivo se enfrenta a dos guerras importantes al mismo tiempo. Esto ya es una situación excepcional en sí misma, pero lo es aún más porque el mundo occidental atraviesa una fase cuando menos complicada y en la que ciertamente su poder (no sólo militar) está siendo abiertamente cuestionado y puesto en tela de juicio, por diversos actores de la escena internacional. Y aunque, sobre todo en los círculos angloamericanos, una larga familiaridad con la geopolítica y las estrategias globales debería ayudar a leer correctamente la fase, no parece que éste sea el caso. O al menos, no del todo.
Desde el punto de vista de Occidente, de hecho, parece que —simplemente— una guerra elimina a la otra. Tras haber archivado la de Ucrania, que se daba esencialmente por perdida y que en cualquier caso es ahora más bien una fuente de vergüenza y molestia, Estados Unidos y la OTAN parecen haberse lanzado a la (renovada) guerra israelo-palestina, con el mismo entusiasmo que en los primeros meses en Ucrania.
Aunque por el momento es sólo Estados Unidos quien apoya económicamente a Israel, mientras que los países europeos se limitan a un apoyo político total e incondicional[1], es evidente que la onda larga de esta guerra acabará afectando de nuevo a estos últimos. Y una vez más donde más duele, en las fuentes de abastecimiento energético. Con ello, se pone de manifiesto una vez más cómo las clases dirigentes europeas no sólo están completamente supeditadas al imperio estadounidense, sino que además están formadas por dirigentes de una mediocridad absoluta, si no peor.
Lo que resulta, sin embargo, es que la percepción de estas guerras, en Occidente, es del todo superficial. Se trata, por supuesto, de un viejo problema, que afecta a todas las guerras que han seguido a la Segunda Guerra Mundial. Todos los conflictos en los que se han visto implicados los países del Occidente colectivo han sido, de hecho, asimétricos (contra enemigos decididamente menos poderosos), de impacto limitado (relativamente pocas bajas, balance económico generalmente siempre positivo), en cualquier caso políticamente ventajosos (incluso cuando terminan en derrota, el legado del caos siempre beneficia al hegemón) y, sobre todo, todos se han librado lejos de casa.
Existe, por tanto, una percepción diferente de la guerra, por parte del mundo occidental, que se ha ido formando a lo largo de los últimos ochenta años. Una percepción que, fundamentalmente, se resume en la idea de que podemos librar tantas guerras como queramos en condiciones de seguridad. Seguridad que, precisamente, nos vendría dada por una abrumadora superioridad tecnológica y militar, tal que nos permitiera proyectar nuestro poder bélico siempre y en todo caso en casa del enemigo de turno, manteniendo a raya todas las desagradables consecuencias que siempre acompañan a una guerra.
Este paradigma sigue siendo válido, pero ya empieza a resquebrajarse. Los costes económicos, especialmente para los países europeos, se están volviendo insostenibles, y es evidente que para mantener el ritmo de su (inevitable) crecimiento, el modelo de bienestar al que estamos acostumbrados se verá cada vez más erosionado[2]. Los costes políticos crecen en paralelo, tanto en términos de mayor y creciente pérdida de cualquier espacio de autonomía (respecto al imperio washingtoniano), como en términos de pérdida de credibilidad y fiabilidad internacional.
Nos queda -quién sabe cuánto tiempo más- la posibilidad de trasladar siempre las guerras a casa ajena. Pero la línea del frente está cada vez más cerca.
Un hecho fundamental, que escapa al liderazgo occidental (y a la opinión pública), o que en todo caso se lee en clave mistificadora, es la profunda conexión entre las guerras en nuestras fronteras. Mientras tanto, y esto no es poca cosa, por primera vez tenemos dos conflictos extremadamente duros, y extremadamente peligrosos, al mismo tiempo. Ambos tienen lugar cerca de los limes del imperio, al este y al sur, y ambos nos ven profundamente alineados e implicados; sólo falta esa última línea roja por cruzar, la implicación directa.
En cualquier caso, no es sólo por la proximidad por lo que estas dos guerras están conectadas. De hecho, en ambos casos, es mucho más relevante la naturaleza profunda de las mismas que las conecta. Son, de diferentes maneras, y con diferentes razones contingentes, dos momentos del desafío que el resto del mundo plantea al imperio, a su hegemonía. Es más, incluso pueden leerse como interrelacionados: sin el conflicto de Ucrania (sin lo que lo hizo posible, sin su desenlace), el actual conflicto de Palestina probablemente no se habría manifestado, no al menos en estos términos.
La cuestión es que ambos son como dos batallas separadas, pero de la misma Gran Guerra Global.
Esta guerra se está librando, y se librará una y otra vez, con más y más batallas, según un patrón políticamente asimétrico, en el sentido de que los objetivos de las partes beligerantes son diferentes y no simplemente opuestos. Para Occidente, se trata de intentar mantener su hegemonía, de intentar desgastar al enemigo para retrasar lo más posible su crecimiento (económico, militar y político). Para el resto del mundo, se trata de deshacerse de esa hegemonía, no de sustituirla por otra.
Esta asimetría tiene una consecuencia inmediata en las formas, y sobre todo en los tiempos, en que se enfrentan las partes en conflicto. Para el Occidente hegemónico, se trata de una carrera contra el tiempo, lo que le obliga a ser cada vez más agresivo y beligerante. Para el mundo multipolar, el tiempo es el mejor aliado, por lo que sólo entrará en batalla cuando sea estrictamente necesario, y en cualquier caso nunca dejando que el enemigo determine las reglas. Cada batalla se librará cuando y como se considere oportuno.
Es el imperio el que busca la confrontación, pero debe temerla siempre.
El General Tiempo es un poco la versión contemporánea de lo que fue el General Invierno en las campañas rusas. Todos los actores internacionales que se enfrentan -voluntaria o involuntariamente- a la agresión hegemónica de Occidente son conscientes de ello y cuentan con ello. Y también extraen sistemáticamente de ello importantes indicaciones estratégicas y tácticas.
A pesar de que Rusia tenía, por ejemplo, el potencial militar para doblegar a Ucrania en poco tiempo, prefirió adoptar un enfoque diferente, basado en desgastar al enemigo. Gracias a este enfoque, la guerra en Ucrania está produciendo mucho más que la derrota del régimen de Kiev, que habría dejado -de haber sido rápida- un reguero de problemas sin resolver. Al poner el General Tiempo en su lugar, Moscú está logrando muchos resultados mucho más importantes.
En primer lugar, está demoliendo al ejército ucraniano. Por mucho que la OTAN haya comprometido considerables recursos, al menos desde 2014, para reforzarlo y ponerlo a su nivel, hoy las AFU están en una situación desesperada; baste decir que la edad media de los militares en activo es de 40 años, la edad de alistamiento se está rebajando a 17 años y la movilización ha llegado a las mujeres. Incluso sin contar con el alto nivel de renuncias, fomentado por la enorme corrupción, esto significa que generaciones de jóvenes varones han sido más que diezmadas[3].
La guerra de desgaste también ha llevado a la destrucción de colosales arsenales militares, no sólo ucranianos sino de todo Occidente. Mientras que la industria bélica rusa ha dado pasos de gigante, multiplicando la producción y utilizando la experiencia de combate para desarrollar sistemas de armas más avanzados y eficaces[4]. Y lo que es más importante, en Ucrania Rusia ha demostrado que las armas y las tácticas de la OTAN no son en absoluto invencibles, sino al contrario, que es posible desafiar y derrotar al hegemón precisamente allí donde se sentía más seguro, es decir, en el campo de batalla.
Por supuesto, la OTAN sigue creyendo que tiene esta superioridad, pues su fuerza aérea y naval se considera enormemente superior. Pero, como informa la revista Military Watch, «la OTAN es significativamente inferior a Rusia en cantidad y calidad de misiles antiaéreos».
En cualquier caso, el conflicto ucraniano ha puesto de manifiesto la fragilidad del sistema bélico de la OTAN y, por tanto, su capacidad de desafío.
Todo ello -el fracaso ucraniano, la derrota del armamento de la OTAN, el gran desarrollo de la industria bélica rusa, por no hablar de la creación de facto de un sólido frente antihegemónico con Irán, Corea del Norte y China- supone un importante revés para los designios estratégicos estadounidenses, para los que se traduce en la necesidad de ralentizar su puesta en práctica dando tiempo a sus enemigos.
En efecto, al enemigo estratégico de EEUU, China, por un lado se le mantiene bajo presión (con sanciones, amenazas de endurecerlas por la colaboración con Rusia e Irán, provocaciones militares en torno a Taiwán, y los empujes expansivos de la OTAN en el Indo-Pacífico), y por otro se le ablanda con declaraciones de distensión y propuestas de coexistencia pacífica. Washington sabe que es improbable que gane económicamente la competición con Pekín, por lo que debe intentar ralentizar su desarrollo y, al mismo tiempo, acelerarlo de cara al enfrentamiento, siempre que crea que tiene margen suficiente para asegurarse una victoria militar. Dentro de este marco estratégico, la guerra de Ucrania acabó siendo un revés más que un paso adelante.
Del mismo modo, el repentino recrudecimiento del conflicto palestino-israelí se presenta como un obstáculo para las estrategias globales estadounidenses. Para Estados Unidos, de hecho, el control de Oriente Próximo es tan fundamental como el control de Europa, siendo estos dos activos estratégicos indispensables, por razones obvias. En particular, por lo que respecta al modus operandi, Israel representa el pivote sobre el que se basa toda la estrategia de control de la región; una estrategia que, a su vez, se articula fundamentalmente en dividir el frente árabe, vinculándolo precisamente a Tel Aviv, y para ello requiere que el principal motivo de tensión -la cuestión palestina, precisamente- sea silenciado constantemente. Este delicado equilibrio, ya amenazado por la mediación china que puso fin a la hostilidad entre Arabia Saudí e Irán[5], saltó por los aires con la iniciativa palestina del 7 de octubre.
Con el lanzamiento de la Operación Al-Aqsa Flood, de hecho, la resistencia palestina no sólo ha roto estos equilibrios, sino que, exactamente igual que hizo antes el conflicto ucraniano, ha hecho añicos el mito de la invencibilidad de Tsahal y de los servicios israelíes, ha mostrado su desafío.
No sólo eso, el movimiento palestino volvió a situar a Palestina en el centro del debate mundial y, al allanar el camino para la previsible reacción israelí, obligó a Estados Unidos a precipitarse sobre el terreno para apoyar a su aliado, ahondando así el surco de desconfianza entre Occidente y el resto del mundo.
Aunque era obvio que las formaciones de combatientes de la resistencia no podrían vencer a las IDF en un ataque, del mismo modo que era obvio que Israel reaccionaría salvajemente, la tormenta funciona brillantemente cuando se contempla desde su perspectiva estratégica, que una vez más se centra en desgastar al enemigo. Como dijo el líder de Hezbolá durante su discurso del Día de los Mártires, «estamos en una batalla de constancia, paciencia y acumulación de resultados, una batalla para ganar puntos con el tiempo»[6].
Las fuerzas de la resistencia, en Palestina y fuera de ella, son sin duda absolutamente capaces de resistir al ejército israelí y, por tanto, de mantener a Estados Unidos inmovilizado en Oriente Próximo, obligado a apoyar otra guerra, esta vez de baja intensidad, que su aliado es incapaz de ganar por sí solo.
Incluso en Palestina, por tanto, el clima general vuelve a frustrar los designios del imperio estadounidense. Tanto Netanyahu como su ministro de Defensa, Gallant, hablan abiertamente de una guerra que durará meses, si no más, para derrotar a Hamás. Pero, ¿puede resistir un enfrentamiento de esta duración, teniendo que hacer frente no sólo a una durísima batalla urbana con las fuerzas de la resistencia en Gaza, sino también al exigente enfrentamiento con Hezbolá en la frontera libanesa, a los pinchazos entrantes desde Yemen y Siria, y al creciente levantamiento en Cisjordania?
Por mucho que tenga detrás el poder de Estados Unidos, Israel se enfrenta a enormes dificultades, que trascienden el mero aspecto militar. Incluso dejando a un lado el enfrentamiento interno en el país, que es anterior al 7 de octubre pero que sólo ha remitido ligeramente desde entonces, está la cuestión de la responsabilidad (política y militar) en la debacle, está la cuestión de los prisioneros civiles y militares, está la cuestión -que ahora emerge con fuerza- de las numerosas muertes israelíes debidas al propio fuego del ejército.
Pero, aún con más fuerza, está el coste económico del conflicto.
Que no es simplemente el coste de vida de la operación militar, especialmente si durara tanto, sino el impacto global en la economía israelí. Que, por un lado, se ve privada de la mano de obra de los reservistas retirados y, por otro, de los miles de palestinos que han sido expulsados a Gaza. Hay un cese de la actividad económica en todo el norte, evacuado en gran parte por razones de seguridad, y lo mismo ocurre a lo largo de las fronteras con la Franja de Gaza. Los evacuados de ambas regiones necesitarán tarde o temprano ayuda pública. Por no mencionar el hecho de que más de un cuarto de millón de israelíes abandonaron el país tras el ataque del 7/10. Todo ello, en un marco de creciente aislamiento internacional; y aunque los gobiernos de la OTAN no se desvíen solidariamente de Tel Aviv, es evidente que el comportamiento de esta última crea enormes vergüenzas, que acabarán por abrir grietas.
La situación es tal, pues, que tanto Israel como Estados Unidos necesitarían salir rápidamente de este atolladero, pero ambos saben que esto no será posible. Y en Washington están que trinan, porque son conscientes de cómo esta crisis está poniendo en serias dificultades todo su entramado de relaciones con Oriente Medio. Hasta el punto de que -haciendo de necesidad virtud- Biden se dispone a pedir a Xi Jinping que interceda ante Teherán para que se abstenga de intervenir.
Sólo que Irán no tiene prisa por hacerlo; se sienta metafóricamente en la orilla del Jordán y espera…
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Notas
[1] En efecto, el gobierno alemán ha aumentado recientemente de forma masiva las autorizaciones de exportación de armas a Israel. Desde el 2 de noviembre, el gobierno ha autorizado exportaciones por valor de unos 303 millones de euros. En 2022, sólo fueron unos 32 millones de euros. (Fuente: Deutsche Welle Politics).
[2] Como declaró recientemente el jefe de la política exterior de la UE, Josep Borrell, «los países de la UE deben estar políticamente preparados para compensar los recortes en la ayuda estadounidense a Ucrania».
[3] «Las pérdidas de las fuerzas armadas ucranianas son exorbitantes»; así lo afirmó el ex presidente del comité militar de la OTAN, y ex inspector general de la Bundeswehr, general Harold Kujat en el canal de YouTube HKCM.
[4] Según la cadena de televisión alemana ZDF, «Rusia está a la vanguardia de la innovación militar en Ucrania, mientras que las armas occidentales se están quedando atrás».
[5] La mediación de Pekín, además de permitirle afianzarse con autoridad en la región, ha producido una cascada de acontecimientos no deseados por el imperio: el reingreso de Siria en la Liga Árabe, el inicio de una posible resolución de los problemas entre este país y Turquía, el fin del conflicto entre Ryhad y Sanaa.
[6] Sayyed Hassan Nasrallah, 11 de noviembre de 2023, Rumble.
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