Por algún tiempo todavía la denuncia del armamentismo y la lucha contra la proliferación nuclear seguirá estando en primer plano
Francisco Fernández Buey
Mi intención es argumentar la necesidad en que nos encontramos de incorporar la problemática ecológica y el punto de vista pacifista a la hora de continuar y renovar la lucha secular en favor de la emancipación, o sea, en favor de una sociedad más justa e igualitaria en un mundo habitable.
La era nuclear en la cual nos ha tocado vivir se caracteriza por la proliferación (desde el final de la segunda guerra mundial, pero aceleradamente en la última década) de las armas atómicas, químicas y bacteriológicas. El armamentismo y el belicismo no son fenómenos nuevos; armas químicas y bacteriológicas habían sido empleadas ya durante la primera guerra mundial. Lo nuevo, lo que representa un cambio sustancial en la historia de la humanidad tampoco es la cantidad de armas que llegan a fabricarse, sino su potencial destructivo, su capacidad potencial para terminar con toda civilización, para eliminar a la especie humana y a otras muchas especies de la faz de la Tierra.
De ahí la sensación que hoy en día tenemos de estar viviendo como de prestado, siempre con la espada de Damocles colgando sobre nuestras cabezas.
Pero es que, además, ya la mera existencia del arsenal nuclear, químico y bacteriológico –aunque no se utilice– tiene otras implicaciones o consecuencias que conviene no desconocer. La primera y principal de esas implicaciones o consecuencias es que la existencia, conservación, proliferación y constante renovación de tales armas requiere un tipo de poder, una articulación del poder y del control social, que hace de las poblaciones rehenes de los dominadores del mundo, de lo que suele llamarse el complejo industrial-militar-político. Pues tantas y tan peligrosas armas exigen nuevos tipos de vigilancia sobre los ciudadanos.
En efecto, aunque no fuera más que para conseguir que tantos ciudadanos olviden diariamente que están viviendo así, de precario, con la espada de Damocles colgando sobre sus cabezas, con el peligro de ser liquidados sin saber por qué, aunque no fuera más que por eso –digo– hace falta un enorme control de individuos, grupos y colectividades (incluyendo en esto la vigilancia de las naciones por los gendarmes mundiales). Este enorme control de individuos, grupos y colectividades se consigue habitualmente de dos formas: mediante la represión y la violencia pura y simple y mediante la desinformación e intoxicación de las grandes masas. Las dos formas existen en nuestras sociedades. En los países dependientes suelen predominar la primera, en las sociedades donde hay democracia indirecta o «representativa» o formal, los gobiernos solo recurren a la represión pura y simple en última instancia, mientras tanto intoxican y desinforman a través de medios técnicos sofisticados. Como hemos tenido una experiencia reciente en este sentido, con motivo del referéndum sobre la OTAN, podemos ahorrarnos los detalles. No sin antes subrayar que la brutalidad de la represión y de la guerra en los países de África, Asia y América Latina descalifican a quienes defienden que la existencia de las armas nucleares es una bendición porque gracias a ellas no ha habido guerra desde 1945. Este es un punto de vista «occidentalista» que solo llama «guerras» a las que tienen lugar en el centro del Imperio.
Es verdad que la militarización, el aumento constante de las fuerzas de policía y la multiplicación de los controles sociales no son una consecuencia únicamente del armamentismo nuclear. Pero, como señalara Einstein después de la segunda guerra mundial, el arma atómica favorece la afirmación del poder desnudo. Precisamente por eso el historiador británico y luchador desde antiguo en el movimiento pacifista, E. P. Thompson, ha dicho de nuestro tiempo que es una época exterminista, una en la cual muchas especies y, desde luego, toda nuestra civilización pueden ser exterminadas; una época en la cual el poder generado por las armas se va haciendo autónomo, escapa a los controles parlamentarios y –como se basa en el secreto– se presenta cada vez más como poder independiente de los partidos políticos y de los gobiernos elegidos. De manera que poco a poco se va creando una situación que recuerda la caricaturizada por Kubrick en Doctor Extrañoamor.
Es esa situación la que explica el resurgimiento de los movimientos pacifistas, que en los últimos años han sido sobre todo movimientos antinucleares. El origen reciente estuvo en la oposición al despliegue de los euromisiles de la OTAN en Europa. De ahí que la protesta haya sido mayor precisamente en Europa que en USA o Japón. Y de ahí que, al firmarse recientemente el acuerdo de limitación de armas de medio alcance, algunas personas se hayan hecho la ingenua idea de que el problema que motivó la protesta está ya resuelto. Aunque el nuevo Tratado es sin duda un alivio de la tensión internacional, no hay que hacerse ilusiones al respecto. Es muy posible que ese mismo Tratado abra una nueva etapa de sustitución de armas obsoletas por otras nuevas y más sofisticadas (lo que en este caso quiere decir más mortíferas todavía). Es decir, que la limitación del arsenal existente no impedirá seguramente el paso a los proyectos que se conocen con el nombre de «guerra de las galaxias». Eso es al menos lo que piensan la mayor parte de los analistas informados.
De ahí hay que sacar necesariamente una conclusión: por algún tiempo todavía la denuncia del armamentismo y la lucha contra la proliferación nuclear seguirá estando en primer plano, seguirá siendo una cuestión central para todos aquellos que quieran mejorar la situación social. Y en primer lugar para los socialistas y los comunistas europeos.
En la medida en que el movimiento pacifista sea consciente de esta continuidad de la lucha en la era nuclear y mantenga su independencia respecto de los dos bloques militares tendrá que plantearse y contestar a algunas preguntas hoy pendientes, como las siguientes: ¿qué pacifismo? ¿Un pacifismo fundamentalista o un pacifismo pragmático? ¿Cómo conciliar el punto de vista pacifista con el apoyo a movimientos armados que luchan en el tercer mundo por la liberación, cómo conciliar pacifismo y emancipación social? ¿Cómo conciliar el pacifismo y la soberanía nacional? Algunas de esos problemas están ya hoy en el centro de la discusión en el seno del movimiento pacifista europeo, el cual, como es obvio, ha perdido fuerza en estos dos últimos años. Es muy posible que la respuesta a preguntas como esas tenga que ser flexible y estar en función de situaciones muy diferentes como las que realmente existen en nuestro mundo de hoy (¿cómo comparar –a pesar de que muchas veces se hace con simpleza– la situación en El Salvador, Perú, Colombia, etc, con la situación en nuestros países europeos?). Pero por debajo de esa flexibilidad y del hipotético carácter plural de las respuestas hay al menos dos cosas que no deberíamos olvidar en España y en Europa; 1º que nuestra situación es comparativamente privilegiada y que sigue habiendo guerras brutales en el mundo, y 2º que la lucha por la paz no es un objetivo táctico de tal o cual partido, organización política o grupo, sino una exigencia prioritaria, fundamental, de toda persona sensible y consciente. Por eso es ahora una cuestión vital desprenderse de vicios tacticistas y de viejas tendencias a la instrumentalización del movimiento. Lo cual incluye no cejar en esa lucha cuando (como en los últimos tiempos) parece que los aires son más favorables a la paz.
Un segundo rasgo característico de nuestra época es la crisis ecológica incipiente. Fue a comienzos de los años setenta cuando las poblaciones empezaron a darse cuenta de que la afirmación de algunos científicos en el sentido de que hay que límites naturales al crecimiento económico indiscriminado es una verdad, una verdad que tiene que ser incorporada a nuestra visión del mundo, puesto que de ella se deriva una nueva forma de mirar a la naturaleza y, sobre todo, una nueva forma de comportarse en lo que respecta a los recursos naturales no renovables. Así pues, la problemática ecológica fue cobrando cada vez más importancia a medida que los primeros datos de la incipiente crisis llegaban a las gentes; contaminación de las ciudades, desaparición de la vida de los principales ríos, lagos y mares, esquilmación de las tierras, desertización progresiva de muchas zonas del planeta (entre ellas, y aceleradamente, España), debilitamiento de la capa de ozono, cambios climáticos, desastres naturales, etc.
Las consecuencias directas e indirectas del conjunto de circunstancias que componen la llamada crisis ecológica están ya a la vista de todos aquellos que no quieren permanecer ciegos. Ya no es sólo las molestias que producen los humos de vehículos y fábricas que envenenan la atmósfera indiscriminadamente. Es algo más que eso; los efectos negativos del industrializado depredador y biocida están llegando a zonas y lugares que hace unos cuantos años parecían muy seguros, muy al margen de la contaminación: la selva amazónica, uno de los pulmones del planeta, está siendo saqueada en los últimos años, muchas especies se encuentran en trance de desaparición total, y aquí mismo, en nuestro país, bajo nuestros ojos se está produciendo uno de los fenómenos de desertización más pronunciados de toda Europa. Es verdad que muchos de los efectos más negativos de la crisis ecológica no llegaremos a verlos nosotros, pero los verán y los sufrirán nuestros descendientes. Por eso los economistas más sensibles a la problemática ecológica han empezado a plantearse durante estos últimos años la urgencia de programas de transición ecológicamente fundamentados que tengan en cuenta lo que suele llamarse «distribución intergeneracional de recursos», es decir, la idea de que el mundo en cierto modo no se acaba con nosotros mismos, con nuestra generación. Esa idea, que siempre estuvo en la base de la lucha de la Humanidad por su emancipación social, empieza a estar presente también ahora en relación con la lucha por mejorar nuestro contacto con la naturaleza. De ahí han surgido los movimientos ecologistas primero y los denominados partidos verdees o listas alternativas después.
Los movimientos ecologistas, los grupos conservacionales y las personas que han decidido adoptar un punto de vista medioambientalista deben mucho a ecólogos pioneros, como Barry Commoner, y a personalidades y científicos que dieron la voz de alarma, como aquellos que redactaron el primer informe al Club de Roma. Importa poco que tal o cual cifra, tal o cual aspecto tratado por el primer informe al club de Roma, no se corresponda exactamente con lo que hoy, quince años después, podemos conservar en el planeta Tierra. Hay, desde luego, cifras más aproximadas en un informe como el Global 2000. Lo que de verdad importa es que aquel primer informe inauguraba una nueva manera de pensar acerca de la relación entre los problemas económico-sociales y los problemas medioambientales. Precisamente el rechazo de esa nueva forma de pesar y de la inevitable relación existente entre el reconocimiento de los límites del crecimiento, la crítica de la civilización industrialista expansiva y la lucha por mejorar socialmente la suerte de los sectores más oprimidos de la humanidad fue un handicap que la izquierda europea no ha logrado superar todavía, a pesar de la rectificación que a ese respecto empezó a producirse hace cuatro o cinco años (y con más decisión desde la catástrofe de Chernobyl).
¿Cómo explicar la desatención por la parte de la izquierda tradicional, y durante tantos años, de la problemática ecológica? Seguramente, por tradicionalismo cultural, porque muchos dirigentes políticos y sindicales pensaron que la contaminación, la desertización, la desaparición de especies y, en general, el expolio de los recursos naturales no renovables eran cosas de poca monta, cuestiones menores al lado de la explotación social y la opresión política. Además, algunos de esos dirigentes se quedaron en la observación superficial de que los animadores de los primeros movimientos ecologistas eran estudiantes e intelectuales pequeñoburgueses bien alimentados. Hubo incluso a mediados de la década de los setenta más de un político procedente de países africanos y latinoamericanos que denunció el ecologismo como una maniobra de los capitalistas o como un producto cultural de la sobreabundancia. Hoy sabemos que eso era una profunda incomprensión de lo que estaba ocurriendo tanto en el plano mundial como en los ámbitos locales. Y por eso mismo la actitud de los sindicatos y de los partidos políticos relacionados con los trabajadores ha empezado a variar no sólo en lo que respecta a la problemática ecológica misma sino también en lo tocante a las relaciones con los ecologistas, con el movimiento ecologista.
Precisamente por ello, porque felizmente ha empezado a cambiar la actitud de los sindicalistas tanto en las fábricas como en las zonas rurales, este es un buen momento para enumerar algunos de los problemas que están abiertos y cuya resolución depende en primer lugar de la relación que acabe estableciéndose entre las organizaciones de los trabajadores urbanos y agrícolas, por un lado, y el movimiento ecologista tal como está constituido por otro. En tal sentido conviene distinguir desde el primer momento entre ecología y ecologismo y aún entre ecologismo como tendencia meramente conservacionista y ecologismo político. Pues de la ecología como ciencia pueden derivarse –y de hecho así ocurre– posiciones sociopolíticas muy diferentes que abarcan todo el arco de las ideologías. Y el mero conservacionismo –por muy bien intencionado que esté– no siempre consigue liberarse de incrustaciones irracionalistas, por confundir los males de la civilización industrial con el desarrollo simple de la ciencia y de la tecnología tal como la hemos conocido hasta ahora.
Esto último puede servir para llamar la atención acerca de algo que no siempre tienen en cuenta algunos sectores de los movimientos ecologistas y pacifistas. A saber: que el marco económico-social en el que se produce el avance del militarismo y la crisis ecológica incipiente es fundamental para concretar tanto el análisis como las propuestas alternativas. Ese marco viene caracterizado por factores como los tres siguientes: 1) La aparición de la tecnociencia como fuerza productiva directa y fundamental, lo que supone un impresionante desarrollo de la automatización y de la informatización (con efectos contrapuestos: de un lado liberación de la fuerza de trabajo manual; pero de otro lado, nuevas posibilidades de manipulación no solo social, sino también –cosa peligrosísima– de cerebros y de genes). 2) Difusión del imperialismo, tanto desde el punto de vista militar como desde el económico y cultural, lo cual da lugar a la limitación de las soberanías nacionales (limitación, por lo general, aceptada por los gobiernos actuales de manera cínica o hipócrita). 3) Transformación del mundo en una especie de plétora miserable en la que conviven, con diferencias insultantes, el despilfarro y la superabundancia con el hambre, la persistencia de las enfermedades debidas a la miseria con el aumento de las llamadas enfermedades de la civilización, propias de hartos materialmente.
Desde el punto de vista político es obvio que la tarea actual consiste en un acercamiento entre vieja y nueva izquierda, entre organizaciones de trabajadores y oprimidos y movimientos especialmente sensibles a la problemática ecológica y de la paz (sin olvidar lo que para inaugurar una nueva forma de pensar ha significado y significa el feminismo). Casi todo está todavía por hacer en ese sentido, aunque empieza a haber ejemplos interesantísimos en algunos lugares de Europa (sobre todo en la República Federal alemana). Pero el que está casi todo por hacer no justifica el que a veces esa lucha se presente a sí misma como una utopía, como algo por lo que vale la pena luchar pero no será alcanzado nunca. Sería una triste desgracia el que por exageración polémica contra la ciencia y la tecnología de nuestra época se dejaran éstas exclusivamente en manos de los dominadores mientras que los trabajadores de la ciudad y del campo eligen la utopía. Por muy sana que sea moralmente la afirmación del espíritu utópico en relación con el pacifismo, el ecologismo y el igualitarismo, se hace necesario contestar con precisión y con efectividad (por emplear una palabra que a veces no gusta) a preguntas que son básicas y sin cuya contestación no se puede esperar la movilización requerida de las masas. Contestar a preguntas como ¿qué tipo de comunidades alternativas en el plano local, regional y mundial? ¿Qué producción de bienes y qué distribución de los mismos para detener las máquinas de guerra y paliar el hambre de una gran parte de la humanidad? ¿Qué formas de participación social y política en las comunidades alternativas? ¿Qué necesidades satisfacer prioritariamente en función del punto de vista igualitario?, etc etc. es algo que implica estudiar, investigar y trabajar en programas económico-ecológicos de transición, además –claro está– de movilizarse y actuar por ellos y desde ellos.
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