El caso contra el mandatario entra en la categoría de “golpe parlamentario”, por el tipo de presión y desmantelamiento que aplicó el Poder Legislativo contra su gobierno
Misión Verdad.
El caso peruano es el de una institucionalidad inteligentemente diluida, para que sea irrelevante en muchos ámbitos para la vida concreta de las personas. Se trata de una estructura, de un aparato en modo convenientemente reducido, que sigue funcionando en «piloto automático», sin importar quién vaya al volante. El gran «logro» de la Constitución peruana y de su modelo neoliberal es precisamente ese, el de reducir el poder objetivo del Estado en las condiciones concretas y existenciales de la población.
La destitución forzada e irregular del presidente Pedro Castillo en Perú a manos del Congreso el pasado 7 de diciembre representa un nuevo hito en la crisis política e institucional que se desarrolla desde hace varios años en ese país. Pero también es un hecho de resonancia con coordenadas regionales.
Hace semanas, la victoria de Lula da Silva en Brasil marcó una tendencia predominante de gobiernos ubicados en el espectro de izquierda (con claras tonalidades y matices) en el mapa continental. Ahora, los eventos de judicialización de Cristina Fernández en Argentina y la destitución de Castillo ponen en relieve que los dispositivos de poder fáctico son la vía implementada por las derechas para producir reversiones políticas, por encima de lo expresado en las urnas. No es algo nuevo, pues con métodos similares fue demolido el llamado «primer ciclo progresista» hace unos pocos años.
GOLPE PARLAMENTARIO A LA CARTA
En el caso de Perú hay tres elementos esclarecedores que explican el revés político de Pedro Castillo:El caldeado clima político interno propició condiciones para una crisis continuada en el gobierno de Pedro Castillo, quien ha sido durante meses señalado de «corrupción” y ha estado en riesgo, en más de una oportunidad, de resultar vacado por el Congreso.
Castillo habría actuado de manera «precipitada». Según algunas estimaciones, el 7 de diciembre, la «vacancia» en su contra no sería aprobada por no contar con los votos necesarios. Otras apreciaciones, en cambio, afirman que la aritmética parlamentaria terminaría en su vacancia. Pero el mandatario tomó la audaz, pero anticipada e inconstitucional decisión de disolver el Congreso, establecer un estado de excepción y llamar a nuevas elecciones de un poder parlamentario con cualidades constituyentes para la redacción de una nueva Constitución.
Se produjo, así, un quiebre institucional. Primero reaccionaron los ministros y la vicepresidenta, separándose de Castillo. Luego el Congreso argumentó «violaciones a la Constitución» por parte de Castillo, consiguiendo un aval para finalmente alcanzar los votos necesarios para destituirlo bajo el señalamiento de «incapacidad moral».
Esta cadena de eventos, por sí sola, no explica las cualidades profundas de la crisis peruana, que ha arrastrado a Castillo a tomar una medida excepcional que terminó de llevar la tensión política hasta sus últimas consecuencias. El caso contra el mandatario entra en la categoría de “golpe parlamentario”, por el tipo de presión y desmantelamiento que aplicó el Poder Legislativo contra su gobierno, donde las motivaciones políticas y el uso orquestado de los entes de la rama judicial del Estado terminaron por producir un quiebre institucional y la salida forzada del poder de Castillo.
La destitución de Pedro Castillo transcurrió como resultado de un proceso acumulado de cerco institucional que se mantuvo en diversas intensidades desde el principio de su corto mandato. Por ende, la denominación concreta de su vacancia -que es coherente, solo en apariencia, dentro de los términos constitucionales peruanos- viene precedida por la instrumentación de los dispositivos de poder institucional del Congreso, lo cual ha sido recurrente en la prolongada crisis política peruana.
Hoy, el caso peruano, es quizá un ejemplo icónico de la orquestación de un golpe político-institucional enmarcado en un proceso acumulativo de acciones destituyentes. Castillo solo les dio un motivo para consumar el propósito de destituirlo, pero el objetivo de vacarlo se mantuvo invariable desde el primer día de su gobierno.
LA FALLA DE ORIGEN DE LA CRISIS CONTINUADA EN PERÚ
La medida última de Castillo, de imponer un gobierno de excepción, cerrar el Congreso e invocar la creación de una nueva Constitución, fue tardía como promesa constituyente, desesperada por el timming político y técnicamente fuera de la Constitución.
Pero Castillo ya estaba, de facto, casi derrocado desde mucho antes. Amenazas de vacancia, censura a sus ministros, discrepancias con el Tribunal Constitucional, negación de permisos de salida del país para asuntos de gobierno, judicialización de familiares, veto parlamentario a sus decisiones de gobierno. Todas estas acciones provocaron la ausencia de gobernabilidad que tuvo su gobierno de manera sostenida. El uso que el Judicial y el Parlamento dieron a sus poderes iba mucho más allá de crear contrapesos al Ejecutivo. Fue, a todas luces, un gobierno absolutamente maniatado y cercado en sus funciones básicas.
El eficaz modelo despolitizante desarrollado en Perú como experimentación propone un nuevo hito: inhabilitar la condición política-existencial de un país (Foto: AFP)
Sin embargo, el gobierno peruano sufrió otras crisis producto del cabildeo que ha prosperado en el hábitat de la institucionalidad peruana. Por ejemplo, la separación de Pedro Castillo del partido Perú Libre, para luego no lograr mediar avances de su gobierno dentro del parlamento. O que los progresistas de Nuevo Perú, que le acompañaron a inicios de su mandato, lo abandonaran pese a las cuotas que Castillo les entregó de manera injustificada, debido al escaso valor político-electoral de su minoritaria obtención de votos.
El gobierno de Castillo se hizo más ensimismado al sumar integrantes de la política tradicional, intentando crear una gobernanza mínima, circunstancial y frágil, que terminó traicionándolo, tal como pasó con su vicepresidenta y la mayoría de su gabinete. A Castillo, desde hace mucho, quienes le siguieron le pasaron factura política por sus alianzas pretendidamente pragmáticas. De ahí que Castillo sacrificó legitimidad política a cambio de traición.
Tanto las rupturas, como las alianzas frágiles de Castillo, fueron sintomáticas de las propias debilidades de la arquitectura institucional peruana, pues crearon las condiciones idóneas para cambios de lealtad. Castillo trató de sostener su administración mediante la sustitución de vínculos, cuestión que es sintomática a las propias circunstancias del cargo presidencial en el actual Perú: incapaz de sostenerse por sí mismo, incapaz de fiarse de la buena labor del Judicial, incapaz de gozar de estabilidad mínima otorgada por el parlamento en favor de la gobernabilidad.
Estas condiciones absolutamente idóneas para la crisis de gobernabilidad yacen en la propia Constitución peruana. Este es el asunto central de Perú y su prolongada crisis de gobernanza. Con un acumulado de seis mandatarios en seis años, el ciclo político de crisis continuada parece inagotable.
La falla constitucional peruana es de origen. Esta fue promulgada en 1993 y su redacción fue justificada por la crisis política de 1992 mediante el llamado «autogolpe» de Alberto Fujimori. La convocatoria a la Asamblea Constituyente de 1993 fue una fórmula de emergencia para solucionar en forma inmediata el problema creado por el quiebre del régimen democrático, pero más que ello, una salida accidental para superar la alteración de la vida institucional del país. La Constituyente también tuvo ejercicio parlamentario, gobernando con Fujimori hasta 1995.
De esa manera, se produjo un pacto de poder que significó la continuidad de Fujimori, luego de los eventos de 1992, que le permitió ser reelecto en 1995. Este pacto significaba la colocación de instancias, roles y atribuciones superpuestas en las que los poderes públicos, el Ejecutivo, Legislativo y Judicial, pueden anularse el uno al otro, creando disuasiones y contenciones institucionales que se creían necesarias en su momento, mediante una lógica de poder pactado para la cohabitación a largo plazo.
En teoría, esto resolvería el factor de aniquilación política, pues los precedentes del autogolpe de 1992 significaron el cambio del Judicial y la disolución del Congreso por parte de Fujimori en un solo plumazo.
La Constitución peruana es, además, un experimento político-jurídico neoliberal en el que, bajo el shock generado por el autogolpe de Fujimori, se degradó la figura presidencial, desarrollando un ordenamiento de gobierno parlamentario, y el Poder Judicial adquiriendo categorías superlativas instrumentadas a discrecionalidad.
Pero el resultado, a la larga, fue el siguiente:Por un lado, el Judicial adquiría una denominación colegiada, puramente discrecional. Aunque en teoría ese cuerpo se rige como instancia institucional, la corrupción transversal de Perú le volvió un espacio para la cooptación política, haciéndolo una extensión de los intereses de los partidos. Esta crisis generada desde la «autonomía» del Judicial evolucionó de maneras graves, pues este poder en sí mismo adquirió cualidades de poder y cabildeo propio, un Estado dentro del Estado. Funciona como un partido político con facultades de gobierno mediante denominaciones discrecionales.
En cuanto al Legislativo, su dinámica interna ha sido resultado de la propia atomización de la política peruana, con la proliferación de partidos, que, además, son corruptos. La Constitución parece diseñada para el ejercicio de una fuerza política hegemónica en el gobierno, frente a oposiciones débiles (tal como era el gobierno de Fujimori). De ahí que la realidad peruana desfasó los alcances pensados en la arquitectura institucional, haciendo del parlamento una institución débil, deslegitimada, empleada para la confrontación política, la retaliación, la desestabilización. Podemos concluir seriamente sobre el uso del parlamento como vía para alcanzar el Ejecutivo, aunque ello contravenga lo dicho por los votos. Adicionalmente, en el Congreso peruano las decisiones han ido en la dirección del flujo de intereses y lealtades, los cuales son siempre variables.
La crisis peruana va más allá del «mal uso» de las instituciones. El sistema de contención y contrapesos institucionales es deficiente y carece de congruencia con las realidades de Perú. La Constitución peruana actual no se alinea con las condiciones objetivas y subjetivas del país. Fue siempre una bomba de relojería, incluso en los otrora tiempos de «estabilidad», de Alan García en el cargo, pues todos los gobiernos, luego de Fujimori, se han sostenido en medio de la fragilidad, unidos bajo pactos de castas que se han diluido con las nuevas alianzas y nuevos partidos.
La extrapolación de modelos es una variante usual del stablishment político neoliberal, que funciona como patrón de franquicias. Como experimento, dicha Constitución resulta en una mala imitación de la institucionalidad europea con fallidos resultados.
Tales convenciones normativas crearon condiciones para una crisis de gobernanza que es transversal. La institucionalidad toda está corrompida hasta sus cimientos y ahora «el Estado de derecho acaba de salvar a Perú».
NO HABRÁ ENMIENDA POLÍTICA
La crisis política peruana es tan sui generis que podría considerarse que el país goza de «normalidad» pese a los sucesivos cambios de mandatarios. Definamos como «normalidad» la ausencia de grandes conmociones sociales y económicas a causa de estos eventos en la política. ¿En qué radica esta «estabilidad»?
El caso peruano es el de una institucionalidad inteligentemente diluida, para que sea irrelevante en muchos ámbitos para la vida concreta de las personas. Se trata de una estructura, de un aparato en modo convenientemente reducido, que sigue funcionando en «piloto automático», sin importar quién vaya al volante. El gran «logro» de la Constitución peruana y de su modelo neoliberal es precisamente ese, el de reducir el poder objetivo del Estado en las condiciones concretas y existenciales de la población.
Pero, adicionalmente, la psicología política de masas en Perú ha pasado por un proceso de asimilación de la crisis continuada, inmovilizando a la población en el perenne desencanto. Un desencanto que no reviste peligro para el status quo de la clase dominante local, al menos por ahora.
Con el fin de Castillo se pierden dos cosas: 1) la posibilidad, en un corto plazo, de un liderazgo político disruptivo en Perú que pueda generar un cambio real; y 2) al corto plazo, la posibilidad de una nueva Constitución que implique una enmienda real y profunda a ese orden político-social.
En otras palabras, el eficaz modelo despolitizante desarrollado en Perú como experimentación propone un nuevo hito: inhabilitar la condición política-existencial de un país. Conviene prestar mucha atención en torno a esto, considerando la extrapolación del modelo liberal a nuestra región que es insistentemente promovida por factores de derecha y hasta algunos sectores de izquierda.
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