Haití en el año del Bicentenario
Por: William Ospina
BASTA VER LOS DOCUMENTALES DE los años cuarenta para sentir que había en Haití una serenidad y una suerte de orden que en los últimos tiempos han desaparecido casi por entero. Hasta las montañas parecían más cubiertas de vegetación.
El país recibía visitantes del mundo, había en sus terrazas cálidas fiestas caribeñas, una arquitectura bella y serena crecía en las ciudades. Pero ya debían estar sembradas las semillas del caos que después se apoderó del país.
Haití fue el primer país de América Latina que declaró su Independencia, y lo hizo bajo el influjo de las ideas liberales que acababa de desencadenar en la metrópoli la Revolución Francesa. Fue la segunda república del continente americano, una de las primeras del mundo, y por varias razones la más admirable. Francia, que la había dominado por siglos, tuvo en Haití una de sus mayores riquezas, hasta el punto de que en el siglo XVIII la isla producía el 75% del azúcar mundial, y por ello la primera hostilidad que padeció la joven república fue la de su antigua metrópoli, que le exigió una cuantiosa indemnización por haberse independizado. Después, Haití se eternizó a su vez en el reclamo de una compensación de 20.000 millones de dólares a Francia, por el saqueo a que había sido sometido.
El resto del mundo también le cobraba su audacia. Casi nadie en el siglo XIX parecía dispuesto a respetar a un país gobernado por gentes que tenían todavía la marca de las cadenas, y sin embargo fue ese país el que más favoreció la Independencia del resto de la América del Sur. Bolívar no olvidaría nunca la ayuda que le prestó el presidente Petión: en barcos, en armas y en soldados, para desembarcar en Venezuela y emprender su campaña. Expulsado después por los españoles, a Haití volvió Bolívar arruinado, y otra vez Petión lo proveyó de recursos, con la sola condición de que liberara a todos los esclavos.
¿Cuándo y cómo perdió Haití la iniciativa que aquellos gestos revelan? Tal vez son los últimos sesenta años los que tienen que explicar por qué un país tan semejante a los otros antillanos se hundió como ninguno en la pobreza, en la impotencia y en el desgobierno. Y la historia de Francois Duvalier es inquietante y reveladora. Cualquiera que estudie sus orígenes puede ver que prometía ser la salvación de su patria. De origen humilde, se había hecho médico por el talento y por la suerte, y hubo un momento en que parecía sólo un desinteresado benefactor de la comunidad. Dicen que el poder corrompe: bastó que el poder recayera en sus manos y empezó a actuar de un modo autoritario y violento. El vudú, manipulado por él, dejó de ser la expresión compleja de una cultura para convertirse en instrumento de represión, propaganda y dominación. La avidez de poder, la enfermiza pasión por dominar a los otros, por deshacerse de los contradictores, por hacerse temible, hizo de él un curioso monstruo de vanidad y de tiranía. No se necesitó mucho tiempo para que sus servicios de seguridad se convirtieran en una secta de horror y de arbitrariedad, esos Ton Ton Macoutes que en los años sesenta eran el símbolo de un poder monstruoso.
Y claro que el gobierno de los Estados Unidos vio en este tirano, como en Trujillo, una muralla adecuada para contener a los comunistas cubanos. De modo que un despotismo delirante se vio alentado por un gran poder internacional, y la herida sobre su sociedad se volvió profunda y permanente. La tiranía se hizo hereditaria y vitalicia; la segunda república americana fue malignamente pervertida por la primera, y nadie en Estados Unidos pareció advertir la inconsecuencia de que la primera democracia del mundo patrocinara la más sombría de las dictaduras. Así se socavan los fundamentos de una sociedad y las bases de la coherencia mental de un pueblo.
Bajo el poder de la corrupción, una desordenada economía de subsistencia arrasó la naturaleza del país, en contraste asombroso con la nación vecina, que conservó en la otra mitad de la isla sus árboles y los rudimentos de su economía. A pesar de padecer otra dictadura ominosa, República Dominicana no se hundió en el caos, algo salvó su vocación de orden y de convivencia.
Las calamidades naturales son más graves cuando los pueblos están abandonados a su suerte y desamparados de la capacidad de unirse y resistir. Deforestado, con su agricultura en ruinas, su población hacinada en las ciudades, la mitad sumida en el analfabetismo y en la falta de agua potable e instalaciones sanitarias, con una carencia de empleo alarmante, con buena parte de la población soñando con huir a donde sean fecundos el cerebro y las manos, la infraestructura colapsada, la mitad de la población compuesta por niños, y bajo una crisis de alimentos que por años los ha obligado a alimentarse físicamente de barro, ahora les llega a los haitianos el colapso, con el terremoto más destructor de los últimos tiempos.
Mucho podrían aportarles los funcionarios colombianos que lograron en tan pocos años la admirable reconstrucción física y social de Armenia y de la zona cafetera. Pero claro que contaban con la economía floreciente y la entereza espiritual de una comunidad vigorosa. Haití, postrado por la corrupción y socavado por el narcotráfico, necesita una cura mucho más profunda e integral. No le bastarán los millones de dólares que hace años reclama y que de verdad necesita. Requiere verdaderamente una inédita solidaridad continental: las artes de la convivencia, la inteligencia de los sabios y la destreza de los técnicos, la sensibilidad de los artistas y el ingenio de los inventores, para intentar convertir esta catástrofe en el taller de reinvención de la vida en la cuna de la democracia latinoamericana. Ese sí que es un primer desafío para el año del Bicentenario.