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Terminado el año escolar comienza la feliz convivencia de las familias con sus pequeños monstruos que no saben qué hacer desde la mañana hasta la noche. Los padres, en cambio, siguen sus jornadas de trabajo hasta los últimos días del año y se les duplican las carreras, pues hay que entretener a los críos, hacer compras, preparar paseos y ver cómo diablos se movilizan en el tráfago de las ciudades para intentar el don de la ubicuidad.
En otros tiempos, hasta donde la memoria me alcanza, pasábamos largas horas jugando en la calle con los amigos del vecindario, porque existía el vecindario. Probablemente, en muchos barrios de la ciudad, especialmente los más pobres, todavía existe esa noción genérica que representaba tener amigos en la cuadra, pero para muchos no pasa de ser una imagen del pasado remoto.
Ahora, en ciudades como Bogotá, es impensable que una familia de clase media les diga a los niños que se vayan para la calle con los amiguitos. La calle no es segura, amenazan peligros inimaginables: hay pedófilos, conductores que manejan como bárbaros, ladrones de niños, vendedores de drogas. Mejor que se queden en la casa viendo televisión o jugando con el computador y otros adminículos electrónicos que los van convirtiendo en niños y jóvenes solitarios, pendientes de fabricarse relaciones virtuales que de alguna manera los pongan en contacto con otras personas y, de paso, les abran la ventana de mundos muy complicados a los cuales los pobres padres no tienen idea de cómo acceder.
Por esta época se echan de menos los tiempos en que era sencillo ir al campo y disfrutar de actividades como las caminatas por lindos caminos, de vez en cuando un paseo a caballo, actividades navideñas como la preparación de los buñuelos y la natilla en estufas de carbón. Las fincas familiares a las cuales se podía ir tenían miles de atractivos. Se aprendía a lidiar con moscos, garrapatas y raspones producidos por caídas y maromas en los árboles. En muchos de esos lugares de la memoria no había luz eléctrica y las noches se pasaban jugando parqués, contando historias de miedo o mirando serenamente noches llenas de estrellas.
Pero estos recuerdos de vacaciones no son posibilidades reales, sino para muy pocos niños y niñas de hoy. El país ha cambiado y ellos se han hecho muy exigentes. Muchas zonas del país se han vuelto muy inseguras y los padres viven con el miedo atorado en la garganta. Si los niños son pequeños, los padres con algún nivel educativo tienden a volverse terriblemente sobreprotectores. Si son adolescentes no saben cómo controlarlos. Entonces se vuelven unos esclavos del capricho de sus hijos, que a sabiendas de que tienen una cuota de poder creciente, manipulan con gran habilidad convirtiendo este tiempo de descanso escolar en una tortura.
Cuando se tienen recursos económicos se vuelve imperioso programar viajes que los niñitos encantadores considerarán, con mucha frecuencia, aburridos porque no están con los amigos, porque no hay nada que hacer, porque los papás son cansones... Pero si se quedan en la casa será peor porque no hay nadie, porque a los compañeros si los llevan a Cartagena, a Girardot, a Miami o a París.
Claro que esta no es la situación de todos los niños colombianos. Por fortuna. Estos son las familias de niños y adolescentes que siempre lo han tenido todo y rara vez han hecho algo por gusto y por su cuenta. Es decir, de los cada vez más numerosos niños mal educados.
La mayoría viven de otro modo y las vacaciones son gratas: en pueblos pequeños, en los campos, en los barrios donde no circulan los buses por todos las calles, las vacaciones son épocas deliciosas de tiempo libre. En esos lugares todavía se juega en las calles, se va a los parques, se hacen paseos de río, se reúnen las familias y comparten lo poco que tienen sin el afán de agotar los días mientras se abren de nuevo las aulas escolares.
Sea como sea, felices vacaciones.
frcajiao@yahoo.com