Comprender el capitalismo desde la semiótica no es un ejercicio académico: es una necesidad política.
Superar al capitalismo exige desmontar su poder en todos los niveles de la realidad, especialmente en el semiótico
Nuestra semiótica del capitalismo organiza una guerra permanente por el sentido. No se trata sólo de dominar la economía material sino de conquistar la mente simbólica de la humanidad
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Fernando Buen Abad
almaplus.tv
Toda la arquitectura del capitalismo descansa en una semiótica totalizadora que fabrica el sentido de la realidad, el sentido del trabajo, el sentido de la felicidad y hasta el sentido del sentido mismo.
El capitalismo no es solo un sistema económico: es una gigantesca maquinaria de producción de signos, una estructura de semiosis orientada a organizar la percepción, el deseo y la conciencia bajo los códigos del valor de cambio. Su núcleo de sentido —la matriz que articula todos sus discursos, imágenes y prácticas— es la conversión de toda relación humana en mercancía. De ahí que su semiótica fundamental sea la de la fetichización: el signo no remite a la verdad del mundo, sino a la circulación incesante del valor abstracto. Lo real se transforma en apariencia, la experiencia en representación, el ser en tener, y el tener en símbolo de poder.

Su capitalismo tiene una historia semiótica tan extensa como su historia económica. Nace en los albores de la modernidad europea cuando, junto con la expansión del comercio y la acumulación originaria, se impone un nuevo régimen de signos que sustituye la autoridad del símbolo religioso por la autoridad del dinero. Desde los burgos mercantiles del siglo XV hasta la revolución industrial, el capital construyó su gramática: el contrato reemplazó al juramento, la contabilidad al mito, el precio a la palabra. Cada etapa de su desarrollo —el capitalismo manufacturero, el industrial, el financiero y el digital— consolidó una nueva forma de semiosis donde los signos del valor se emanciparon de la materia, volviéndose cada vez más abstractos. Con el ascenso del imperialismo, los signos del capital se globalizaron: el dólar, la marca, la publicidad, el algoritmo. Así, la historia del capitalismo es también la historia de una colonización del sentido, de una sustitución progresiva de la experiencia humana por representaciones mediadas por el valor de cambio. Cada fase perfecciona la misma operación semiótica: ocultar el trabajo tras la apariencia del capital, borrar la historia tras la marca, suplantar la verdad por el rendimiento simbólico de la ganancia. En esa larga trayectoria se condensa la evolución de su fetichismo: del oro al logo, del billete al bit, del templo al mercado total.
Su capitalismo ha logrado una proeza semiótica: disolver las contradicciones en signos de armonía, transformar la explotación en promesa, la desigualdad en mérito y la alienación en identidad. El dinero, el logotipo, la marca, la publicidad, las redes sociales y los algoritmos son los nuevos alfabetos de esta civilización del simulacro. Cada mercancía lleva inscrita una microgramática del deseo: no se compra un objeto, se compra un signo que promete sentido. Así, la economía se convierte en una gigantesca fábrica de significaciones, donde el trabajo humano —reducido a abstracción— produce no solo bienes materiales, sino constelaciones simbólicas que consolidan la dominación.
Así el sentido núcleo del capitalismo es la transfiguración del valor de uso en valor de signo. Todo lo que toca se convierte en representación de prestigio, en símbolo de pertenencia, en imagen de poder. Lo que antes era un objeto útil hoy es un significante vacío cargado de promesas publicitarias. Este proceso, que Marx identificó en la metamorfosis de la mercancía, se ha extendido hasta la totalidad del campo cultural. La vida entera se traduce en códigos de consumo, y la comunicación se convierte en el principal medio de producción ideológica. En este terreno, la semiosis capitalista funciona como una religión laica: produce fe, adhesión, sentido y rituales de obediencia.
Nuestra semiótica del capitalismo organiza una guerra permanente por el sentido. No se trata sólo de dominar la economía material sino de conquistar la mente simbólica de la humanidad. El capital necesita monopolizar la producción de signos porque en ellos se define la percepción del mundo. Quien controla el signo, controla el deseo; quien controla el deseo, controla la acción. Por eso las industrias culturales son el ejército invisible del capital: traducen la dominación económica en gramáticas afectivas, en emociones prefiguradas, en relatos donde la injusticia aparece como destino natural. La publicidad, el entretenimiento y los discursos mediáticos forman una sintaxis que oculta las relaciones de explotación bajo la luminosidad de la libertad individual.
En el fondo, el capitalismo es una forma de control semiótico del tiempo y del lenguaje. Domina el tiempo porque impone la velocidad del consumo como ritmo de la existencia; domina el lenguaje porque sustituye la palabra crítica por el eslogan, la reflexión por el impacto, el diálogo por el algoritmo. Su estrategia es la saturación: inunda el espacio simbólico con signos que no comunican, sino que anestesian. Cada mensaje publicitario es una microdosis de ideología. Cada trending topic es un desplazamiento de la atención colectiva. Y cada red social es un dispositivo de captura de subjetividad donde la gente, creyendo expresarse, repite los códigos de su propia enajenación.
La disputa fundamental de la semiótica del capitalismo se libra en el territorio del signo como mediación. El signo puede ser instrumento de liberación o de sometimiento. Puede servir para crear conciencia o para neutralizarla. En manos del capital, la semiosis se convierte en una tecnología de control: organiza los significantes para dirigir los flujos de deseo hacia la reproducción del sistema. En manos del pueblo, la semiosis puede transformarse en herramienta de emancipación: un modo de reapropiarse del lenguaje para desvelar las estructuras del poder. De esa batalla depende la posibilidad misma de la conciencia crítica.
Su capitalismo no tolera signos que no se puedan vender. Por eso persigue toda forma de expresión que revele las contradicciones del sistema. Censura, distorsiona, banaliza. Sus aparatos mediáticos fabrican consenso mediante la estetización de la injusticia. Convertir el dolor en espectáculo es una de sus operaciones semióticas más perversas: al transformar el sufrimiento en entretenimiento, anula la posibilidad de empatía y de acción. La violencia, la guerra, la pobreza se vuelven imágenes de consumo que se disuelven en la corriente de noticias. El signo se desliga de la realidad para servir a la circulación del capital simbólico.
Pero la semiótica del capitalismo no es invulnerable. Su propia necesidad de expandirse produce fisuras. Cada vez que un signo se resiste a ser mercantilizado, cada vez que un pueblo crea una palabra nueva para nombrar su lucha, el sistema se resquebraja. En esas grietas habita la posibilidad de una semiosis liberadora: una práctica consciente de los signos que restituya su vínculo con la vida real, con el trabajo, con la comunidad. La revolución, en el plano simbólico, consiste en reapropiarse del poder de significar. No hay emancipación sin reaprendizaje del lenguaje, sin crítica del signo, sin reconstrucción del sentido.
Muchas disputas fundamentales de la semiótica capitalista giran en torno a tres ejes: la propiedad del signo, la dirección del deseo y la definición de la verdad. La propiedad del signo está concentrada en corporaciones que privatizan la comunicación y convierten la palabra en mercancía. La dirección del deseo está controlada por algoritmos que orientan la atención y la emoción hacia los circuitos de consumo. Y la definición de la verdad se encuentra colonizada por aparatos de desinformación que fabrican realidades a medida del poder. En cada uno de esos niveles se libra una batalla decisiva: quién produce los signos, quién los interpreta y con qué propósito.
Frente a esto, nuestra Filosofía de la Semiosis propone una praxis crítica: desnaturalizar los signos del capital, reinsertar el sentido en su contexto material, devolver a la palabra su función de mediación transformadora. La semiótica marxista no estudia los signos como abstracciones, sino como campos de lucha. Cada palabra, cada imagen, cada gesto, es una condensación de relaciones sociales. Y, por tanto, todo acto comunicacional es también un acto político. Comprender esto es desmontar el fetichismo semiótico que sostiene la ideología dominante.
Nuestra tarea, entonces, no consiste en inventar un nuevo lenguaje separado del mundo, sino en reconstruir dialécticamente la correspondencia entre signo y realidad. Desenmascarar las mentiras del capital exige una alfabetización crítica a escala social, una pedagogía del signo que enseñe a leer los dispositivos de dominación en la vida cotidiana. No basta con denunciar: hay que crear nuevas formas de comunicación que organicen la conciencia colectiva, que restituyan la verdad del trabajo y la dignidad de la vida frente a la mercancía.
Así, el núcleo de la semiótica del capitalismo es el fetichismo del signo; su contradicción esencial es la imposibilidad de ocultar indefinidamente las condiciones materiales de la producción simbólica. En algún punto, los signos se enfrentan con su verdad. Y en ese momento se abren las puertas de la crítica, la risa, la poesía, la subversión. Allí nace la posibilidad de una semiótica socialista, capaz de restituir el vínculo entre significado y praxis.
Comprender el capitalismo desde la semiótica no es un ejercicio académico: es una necesidad política. Es desenredar la madeja de significaciones que sostienen la alienación para que el ser humano vuelva a ser autor de sus signos y no víctima de ellos. Es devolver a la palabra su poder de creación, al arte su función de conciencia, a la comunicación su misión de comunidad. El capitalismo se nutre del silencio y de la confusión; la semiosis liberadora se nutre de la claridad y de la acción.
El capitalismo, en su fase actual, pretende controlar incluso la producción de sentido sobre la rebeldía. Pero el signo, cuando despierta, se vuelve indomable. Ningún poder puede eternizar la mentira cuando los pueblos se reapropian del lenguaje. Esa es la gran disputa: o el signo sirve a la ganancia, o sirve a la emancipación. Entre ambos caminos se decide el destino de la humanidad. Porque toda revolución comienza en la semiosis: en el instante en que una palabra se niega a seguir mintiendo.
Superar al capitalismo exige desmontar su poder en todos los niveles de la realidad, especialmente en el semiótico. No basta con expropiar los medios de producción material: es necesario expropiar los medios de producción del sentido, desactivar la lógica del fetiche que convierte la vida en mercancía y reorganizar la cultura bajo el signo de la cooperación. Las claves fundamentales son la conciencia crítica, la socialización del conocimiento y la reconstrucción del lenguaje como herramienta de emancipación colectiva. Hay que reapropiarse del tiempo, de la palabra y de la imaginación. La revolución no solo es económica: es también una revolución de la sensibilidad, del deseo, del signo. Terminar con el capitalismo significa restituir al ser humano su capacidad de significar libremente el mundo, de vivir sin que el valor de cambio determine su valor como persona. Significa construir una semiosis nueva donde el sentido brote del trabajo solidario, de la verdad y de la dignidad compartida, no de la codicia. Solo una humanidad que sepa leer críticamente los signos del poder podrá escribir su propia historia fuera del dominio del capital.
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Fernando Buen Abad
Intelectual y escritor mexicano. Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Master en Filosofía Política y Doctor en Filosofía.
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