DOSSIER:
Por Huella del Sur.
17 de noviembre, 2025
Presentación al dossier
El mundo se enfrenta a una crisis socio-ambiental de dimensiones inéditas. Desde hace décadas se viene alertando sobre los límites materiales para sostener el sistema productivo global, y sobre los profundos daños sobre la vida. La devastación ecológica se hace evidente con la combinación de incendios, sequias, inundaciones, huracanes, desaparición de especies, derretimiento de glaciares y hielos en los polos, son algunos de los fenómenos que se reproducen cada vez con mayor frecuencia e intensidad y alteran los ecosistemas afectando el presente y arrebatando el futuro. Como se ha señalado acertadamente: “el mundo sufre de fiebre debido al cambio climático, y la enfermedad es el modelo de desarrollo capitalista”.
Nuestro país no es una excepción, como en el resto de Latinoamérica, son numerosas las luchas que se desarrollan a lo largo de su geografía, enfrentando los avances de proyectos extractivistas, que mercantilizan la naturaleza, se apropian de nuestros bienes comunes y destruyen la vida de los territorios. En esta confrontación donde se juegan recursos políticos y económicos sin equivalencias, mientras el capital piensa globalmente, actúa favorecido por cierto localismo que facilita la dispersión.
En Argentina, para el avance de los extractivismos, el agronegocio y sus agrotóxicos, la apropiación de las fuentes de agua, el fracking y la extracción offshore, la deforestación de los bosques y montes nativos, la destrucción de humedales y la especulación inmobiliaria que privatiza bienes comunes, no hubo grietas entre los distintos gobiernos. Tanto los neoliberalismos como los progresismos neo-desarrollistas que se han sometido y subordinado a los centros del capitalismo globalizado y a las imposiciones del Fondo Monetario Internacional, con la reprimarización de la economía, son factores determinantes de ese avance.
Los extractivismos contaminan la tierra, el agua y el aire, un concentrado grupo de empresas, que producen para exportar, generan economías de enclave que no responden a las necesidades locales, han multiplicado la pobreza, la polarización social y la destrucción de los territorios a lo largo de la historia. Este cuadro de situación, maniqueamente invisibilizado, no casualmente está ausente de las agendas y campañas de las fuerzas políticas del orden, comprometidas y entrelazadas con las corporaciones nacionales e internacionales, actores principales de este despojo. El boom de los commodities y su declinación, genero más dependencia económica y política y confirmo la ecuación: más extractivismo, menos democracia y menos derechos.
El gobierno de Javier Milei se propone avances brutales en este sentido, con marcos normativos y medidas desregulatorias que profundizan la extranjerización y la mercantilización de los bienes comunes, desatando la criminalización, la persecución y represión contra quienes los defienden, castigando con particular ensañamiento a las comunidades originarias y a los movimientos ecofeministas, reproduciendo las lógicas supremacistas blancas y patriarcales.
La aprobación de la ley de Bases, en particular el RIGI (Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones) tiende a multiplicar las transformaciones expoliadoras en los territorios en base a los grandes negocios. Milei forma parte de la corriente terraplanista de la ultraderecha, negacionista del cambio climático y ha minimizado o abandonado la presencia histórica de nuestro país en los foros internacionales, donde participan organizaciones públicas y sociales del sur global que enfrentan las acciones de los gobiernos y las corporaciones responsables de la crisis climática y sus consecuencias. Cierra y desfinancia centros de investigación y agencias de control socio-ambientales. Todo lo cual destruye un patrimonio acumulado de conocimientos, conduce a agrandar la brecha entre pobres y supermillonarios y a destruir la salud humana y de la naturaleza.
El dossier: ”No hay planeta B”, es concebido como un conjunto de múltiples voces, no son monólogos aislados, expresan la diversidad de temas y reflexiones que se van armando hasta conformar un alegato colectivo contra el despojo y el ecocidio y recorren las resistencia en defensa de los territorios ante las políticas agresivas de la globalización neoliberal y neocolonial y sus prácticas de desposesión violenta que atraviesan el Abya Yala.
Son saberes compartidos, en base a la ciencia y a los testimonios recogidos junto a las vivencias de los autores en su hacer crítico y comprometido. Con certezas y también con preguntas, con el entendimiento que la problemática socio-ambiental se debe abordar en la interrelación de sus diferentes escalas, global, regional y local. Enfrentando los discursos hegemónicos, que separan lo humano de la naturaleza, basados en las creencias del desarrollo ilimitado y el productivismo, y lo hacen desnudando con una gramática política propia, las falacias del capitalismo verde, el extractivismo sustentable y la transición energética.
No se trata solamente de respuesta técnicas instrumentales que reduzcan el daño y minimicen el impacto, frente a este escenario, tenemos el desafío de proyectar un nuevo modelo societario, que ponga la vida en el centro. Para eso, es imperioso reflexionar y discutir a fondo las cuestiones que han sido determinantes para la conformación y aplicación sistemática de estas políticas predadoras: la cultura de lo dado como inevitable, la fractura y disociación entre el consumismo de la vida urbana y el ambiente natural, entre el universo virtual y el mundo que habitan nuestros cuerpos. Con una visión crítica, debemos construir alternativas para resolver la materialidad de la vida con un nuevo paradigma productivo y civilizatorio. Eso no se hace desde unos pocos. El conocimiento científico no subordinado a los grupos de poder, y la necesaria coordinación de las diversas experiencias de rebeldía de los pueblos, aun dispersas, serán centrales, siendo concebidos como parte de un proyecto colectivo en construcción, hacia un horizonte emancipatorio. La disyuntiva es cambiar o perecer, porque como lo expresa el título del dossier: No hay planeta B.
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Imagen de portada: Alejandra Andreone.
1. Elogio de la pequeña escala, de la variedad, de los ritmos diferenciados y de la opacidad
Silvia Beatriz Adoue
17 de noviembre, 2025
En El arte de amar[1], Erich Fromm nos habla de una especie de “pecado original” que sumió a la humanidad en un gran dolor existencial: la separación de la naturaleza, y de nuestra propia naturaleza humana, de nuestro cuerpo, de nuestro metabolismo. ¿Cuándo ocurrió eso? Si bien no hay una sincronía, y muchos pueblos permanecen hasta hoy conscientes de ser parte de la naturaleza, podemos, más que periodizar, focalizar fenómenos vinculados a esa separación. Tal vez podamos relacionarla con la afirmación continuada de la economía de los cereales, como fórmula James Scott en Against the grain. A deep history of the erliest States[2]. O con la difusión de la plantation, como sugieren autoras como Anna Tsing y Donna Haraway[3]. Sin duda, la desconexión llegó al paroxismo con la era del capital[4]. En todo caso, se trata de un largo proceso, que corresponde a la historia de larguísima duración.
Los individuos humanos pasamos los primeros años alejándonos del seno materno… y el resto de la vida intentando retornar de una manera o de otra. Así, el deseo de reencontrarnos con la naturaleza (y con nuestra propia naturaleza humana) puede revestirse del romanticismo con que solemos idealizar la infancia de la humanidad[5]. Soñamos con volver a un tiempo en que, como dicen los Wajãpi, había un lenguaje compartido con los demás seres[6], con el cual era fácil practicar la sofisticada diplomacia del equilibrio y la reciprocidad. En varias culturas existe el mito de un episodio de la confusión de lenguas y la imposibilidad de comunicación, y en todas ellas aparece la arrogancia humana como causa del desastre. Un desastre continuo que se intensifica y acelera, con riesgo de conducirnos a la extinción. Ya Walter Benjamin nos presentó la revolución como el freno de mano que los pasajeros de este tren desgobernado de la civilización accionan para evitar el abismo[7]. Propone detener un movimiento… y después veremos qué hacer. Ya Ailton Krenak es más radical al sugerirnos que el futuro es ancestral[8].
En todo caso, no hay un lar de la infancia al cual retornar. No restan territorios a salvo del desastre planetario. Es preciso “volver” de otra manera. O, mejor dicho, de otras maneras. ¿Cómo “retomar” el diálogo con geografías que han cambiado tan radicalmente a lo largo de siglos de acción destructiva? Definitivamente, no podemos recomenzar ese diálogo en el punto en que lo abandonamos. La ruptura unilateral de los “acuerdos” deterioró al mismo tiempo el metabolismo de los territorios y nuestra capacidad de comprenderlos (casi diría “nuestra capacidad de conocerlos”). El “gran desatino”[9] de actuar como aprendiz de brujo[10] nos trajo hasta aquí, tropezando en tecnologías cuya dinámica interna no llegamos a entender del todo y que, sin embargo, utilizamos en larga escala. La propia marcha de los acontecimientos históricos llevó a replicar dichas tecnologías en condiciones muy diferentes de aquellas para las que fueron pensadas. La expansión colonial tiene la necedad de descartar datos de la realidad local y generalizar prácticas que mejor se acomodan a la ignorancia de los dominadores. No se trata de algunos puntos ciegos que son desconsiderados, sino de una percepción ilusoria de totalidad.
Para “retomar” el diálogo, por lo tanto, andamos a tientas. Es preciso experimentar y observar, abandonando la arrogancia de quien cree conocer todo. La simple repetición de lo que se hacía antiguamente no funcionará igual en territorios degradados.
Aquella sofisticada diplomacia del equilibrio y la reciprocidad con los otros seres exige un conocimiento preciso y minucioso de la dinámica de cada geografía, de los ciclos de corta, media y larga duración del bioma en que el grupo humano está inserido. Por lo tanto, no sirve un único patrón. Mauro Almeida sugiere algunos beneficios de la pequeña escala. Lo hace en un texto dedicado al campesinado, pero que se extiende a otros grupos:
[…] la contribución que las “comunidades locales” podrían traer a la sociedad moderna tecnologías simples como tecnologías de bajo impacto ambiental, relaciones sociales fase a fase como base para el autogobierno, diferencias de savoir-faire como patrimonio cultural. En las “comunidades locales”, la “imagen del bien limitado”, que era vista como un trazo opresivo y antiprogresista de los campesinados latinoamericanos, pasa a sugerir la idea de abstención saludable frente al consumismo ilimitado.[11]
Comento cada una de las ventajas que Mauro Almeida reconoce en lo que llama de “comunidades locales”, aquellas de pequeña escala, y formular otros beneficios para los tiempos que vivimos:
En pequeña escala es posible experimentar sin mayores impactos prácticas de relación y sociabilidad entre los humanos y con el ambiente. Soluciones creativas pueden ser testadas y, eventualmente, abandonadas, si los efectos no responden a las expectativas.
En pequeña escala, se puede aprender activamente en “diálogo sincero” y realista con el ambiente. Contrariamente a lo que podría esperarse, la percepción de los límites entre escasez y abundancia en el territorio propicia la conciencia de que no hay una externalidad ilimitada con la que la racionalidad capitalista siempre contó[12].
La pequeña escala no supone una “comunidad local” que no intercambia experiencias con otras “comunidades locales”. Al contrario, el grado de libertad que la pequeña escala permite es también libertad para ponderar el uso de soluciones testadas por otras gentes, en otros lugares.
La pequeña escala, por fin, puede ser instancia de autogobierno.
A su vez, aquella diplomacia es sofisticada porque exige llevar en cuenta las singularidades de cada territorio, sus componentes y sus tiempos. Puede exigir rotaciones agrícolas o de otras actividades económicas, desplazamientos periódicos o eventuales. Cada bioma tiene ciclos largos y ciclos de menor duración que precisan ser considerados. Al mismo tiempo, los territorios son parte de un mundo, de un cosmos, y cada territorio impacta en los otros. De manera que sus las decisiones precisan llevar en cuenta dinámicas mucho más extensas. Conscientes de su interdependencia, sus decisiones suponen también alianzas con los territorios vecinos.
¿Por qué no doy ejemplos concretos de esas experiencias de pequeña escala? No es porque no las haya. En cada una de las afirmaciones que vengo haciendo hasta aquí, veo la carnadura de prácticas que nos son contemporáneas. Es fácil sucumbir a la tentación a describirlas, mapearlas y festejarlas. Soy testigo de ellas, pero también soy consciente de los contextos hostiles en que ocurren, con sociedades envolventes con lógicas cada vez más destructivas, expoliadoras. Por eso, como “El etnógrafo”[13] de Jorge Luis Borges, prefiero omitir información. La opacidad preserva tales prácticas. Tal vez nuestro silencio cuidadoso permita que algunas de ellas sobrevivan.
[1] FROMM, Erich. El arte de amar. Trad. Milton Amado. Buenos Aires: Paidós, 1959.
[2] SCOTT, James. Against the grain. A deep history of the erliest States. Yale: Yale University Press, 2017.
[4] MOORE, Jason (org.). Antropoceno ou Capitaloceno? Natureza, história e a crise do capitalismo. São Paulo: Editora Elefante, 2022.
[5] GRAEBER, David, y WENGROW, David. El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad. Trad. Joan Andreano Weyland. CABA: Ariel, 2022.
[6] OLIVEIRA, Joana Cabral. “Ensaio sobre práticas cosmopolíticas entre famílias Wajãpi sobre a imaginação, o sensível, o xamanismo e outras obviedades”. In: Mana, 21(2), 297-322, 2015.
[7] BENJAMIN, Walter. Tesis de filosofía de la historia.
[8] KRENAK, Ailton. El futuro ancestral. São Paulo: Companhia das Letras, 2022.
[9] GHOSH, Amitav, O grande desatino: mudanças climáticas e o impensável, Trad. Renato
Prelorentzou. São Paulo: Quina, 2022.
[11] ALMEIDA, Mauro. Caipora e outros conflitos ontológicos. San Pablo: Ubu, 2015, p. 46. (Traducción mía.)
[12] LUXEMBURGO, Rosa. La acumulación del capital. Ciudad de México: Grijalbo, 1967.
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*Este artículo forma parte del Dossier “No hay plan B. Desafíos y alternativas frente al saqueo extractivista y al cambio climático”.
2. Devenir-colonia: de Argentum a Rigiland. Genealogía del extractivismo; sociología de la casta
Por Horacio Machado Aráoz.
17 de noviembre, 2025
“En Argentina la tierra es de las multinacionales, así como el agua, el fuego, el aire y el espacio aéreo. Todo lo manejan unas pocas grandes empresas. Entonces, ¿cómo queremos plantear un sistema económico, político, cultural que sea de los pueblos? hay que darle sentido a nuestra existencia y la tarea es muy grande, porque todo está por hacerse. (…) Si vamos a plantearnos una nueva economía, un nuevo paradigma, un nuevo mundo, tenemos que empezar por limpiar nuestra conciencia, nuestro espíritu, nuestro pensamiento… Porque los procesos que hoy son llamados como “desarrollo” se utilizan para sacar utilidad de los territorios y son procesos destructivos… Se sacrifica a los pueblos para que avancen las empresas… Tenemos que revolucionar la revolución a partir de los cuatro elementos y de ahí diversificar y respetar esos derechos territoriales que son la esencia de la convivencia entre las especies… Entonces, es momento de sacrificar a las empresas para restituir a los pueblos, para que renazcan las culturas.” (Marcos Pastrana, Miembro del Consejo de Ancianos de la Comunidad Diaguita Calchaquí de Tafí del Valle, 24 de junio de 2023)
A modo de introducción: Argentina 2025, ¿un “estado fallido”?
En el contexto de la crisis crónica que arrastra y por la que transcurre la Argentina desde la etapa traumática del terrorismo de estado hasta el presente, atravesamos, como sociedad, el momento más crítico de la historia contemporánea. Nos hallamos ante un umbral de descomposición generalizada de los soportes institucionales, materiales y socioculturales que conforman un país, en cuanto entidad jurídico-política formalmente soberana. Precisamente, este es el punto más evidente y característico de la crisis actual.
Por estos días, quienes están ejecutando la intervención extranjera más obscena y desvergonzada -históricamente inédita- sobre la política y la economía del país, dicen hacerlo porque no quieren “un estado fallido en la Argentina”[1]. Semejante declaración revela, ya probablemente, una condición fáctica. Lo que se dice “querer evitar” es aquello en lo que prácticamente nos hemos convertido.
Aunque su responsabilidad sea mayúscula, el gobierno de Milei no es el único responsable, ni es el origen ni el fondo del problema. Sólo representa fielmente el grado extremo de decadencia moral e intelectual de la oligarquía que, de facto, gobierna el país, tanto desde el aparato del estado como desde sus sillones de dueños. Semejante decadencia ha arrastrado consigo a toda la sociedad, a su economía, a su cultura; ha llegado al punto de embargar su propia base territorial fundamental.
Bajo el peso de las “Bases”, (re-)instauradas por el terrorismo de estado, el país ha sido sumido en una espiral de profundización extractivista que está tocando fondo. Desde las políticas de Martínez de Hoz hasta las de Milei, el extractivismo se consolidó como la única política de estado realmente existente; un mandato pétreo que ha sido ejecutado a sangre y fuego, tanto por gobiernos ortodoxos y abiertamente neoliberales, como por heterodoxias neodesarrollistas -en realidad, neoliberalismos progresistas (Fraser, 2017).
La política extractivista ha involucrado una profunda reconfiguración oligárquica de la sociedad, vía la imposición de un modelo primario-exportador dominado por el capital transnacional, regido bajo la lógica de la rentabilidad financiera global. Bajo sus efectos, el país ha trazado un derrotero de regresión económica crónica, empobrecimiento estructural, degradación socioambiental, deterioro de la convivencialidad y la institucionalidad política, vulneración sistemática y creciente de derechos básicos de las poblaciones y profundización extrema de la dependencia externa.
En ese proceso, cada peldaño de semejante deterioro involucró y estuvo vinculado a la retroalimentación de sucesivos ciclos de endeudamiento y de despojo ecológico-político; es decir, hablamos de ciclos de erosión sistemática de las condiciones más elementales de la soberanía política. Así, la escalada extractivista se revela como la forma material de un nuevo estatuto colonial. Lejos de ser -como generalmente se piensa- un problema marginal o sectorial, apenas una cuestión de “los ambientalistas”, el extractivismo afecta a las condiciones materiales básicas de constitución como sociedad política mínimamente independiente. No sólo es que no puede haber “desarrollo”, ni “justicia social”, ni mucho menos “democracia” dentro de los taxativos límites de un régimen extractivista; es que no puede haber lisa y llanamente, país que sea viable como tal.
Pese a ser el problema crucial y más determinante que está en la base y la matriz de todos los problemas económicos, políticos y culturales que afectan al país, es un tema absolutamente ajeno a la agenda política del sistema; es una cuestión que pasa completamente desapercibido y hasta ignorado en los debates electorales y gubernamentales. Eso justamente da cuenta de que el extractivismo remite al colonialismo y la colonialidad como problema de fondo, estructural, y que atraviesa por completo e integralmente a todo el arco político y a todas las fuerzas y expresiones partidarias, en mayor o menor medida y con sus respectivos matices.
En su forma más extrema, extractivismo es, lisa y llanamente, denegación de la soberanía. Hablar de extractivismo, por tanto, significa afrontar la cruda realidad de la cuestión colonial como una cuestión no plenamente saldada; una cadena de sujeción histórico-geográfica nunca completamente rota ni superada. Como problema colonial, el extractivismo hunde sus raíces hasta los orígenes mismos del proceso geohistórico de conformación de la territorialidad argentífera; genéricamente commoditie.
1.- Extractivismo y origen colonial del estado argentífero
Epistemológicamente, extractivismo remite a un modo de concebir y tratar la “Naturaleza”; expresa la visión occidentalocéntrica que desconoce la Tierra como planeta vivo y la reduce a una mera condición de “reservorio de recursos”. En términos ontológico-políticos, esta concepción se ha materializado en un patrón socioterritorial de poder. En este sentido, el extractivismo es un modo de organización, producción y disposición oligárquica de territorios y poblaciones -de sus energías vitales y sus capacidades geoculturales- como soporte subordinado al mantenimiento de condiciones de vida privilegiadas. El privilegio es, ipso facto, una condición minoritaria, elitista, exclusiva y excluyente. Es lo que está en las antípodas de la noción de República como matriz y forma política.
En nuestros orígenes históricos como presunta “Nación”, la materia y el nombre de esos privilegios fundacionales del “modo de vida imperial” (Brand y Wissen, 2019) fue la plata, el metal precioso que en el largo siglo XVI inundó la Tierra como valor de cambio para dar origen al sistema-mundo del capital. Argentum. Plata. Virreinato del Río de la Plata. Argentina – tierra de la plata. Es llamativo cómo los argentinos tenemos tan naturalizada nuestra originaria condición colonial-extractivista que hasta la portamos frescamente en el propio nombre del país.
Pareciera que, desde esos orígenes, hubiéramos quedado sumidos al “destino manifiesto” del colonizador. Fue su ojo cegado de avaricia, que vio y concibió el territorio sólo como objeto de explotación y extracción, el que nos legó no sólo el nombre, sino también la matriz geopolítica originaria. La plata -materia y símbolo de la ocupación colonial moderna de estos suelos- quedó inscripta como ordenamiento territorial y economía política del colonizador y de sus secuaces herederos. Desde entonces, hemos sido constituidos como una zona de saqueo colonial; un enclave extractivista gerenciado por un régimen oligárquico dependiente.
Y eso no cambió mucho de 1776 a 1810-1853. De la época del Virreinato a la emergencia de las “Provincias Unidas”, quedó el nombre y quedó la matriz territorial de poder; sólo cambió la materia del proceso extractivo: el cuero, el tasajo, luego, la lana, los cereales; más tarde, la carne enfriada… De los saladeros a los frigoríficos; de aquella lejana época de puertos y ferrocarriles, al presente de celulares, economía digital y satélites, casi que sólo han cambiado las materias y las mediaciones tecnológicas. Hoy el interés extractivo se centra en la soja y el complejo oleaginoso; en los hidrocarburos no convencionales de Vaca Muerta; en la minería de litio, oro, cobre y cuantos otros minerales levanten vuelo en la Bolsa de Toronto.
Del pasaje de la plata al cuero y el tasajo, del Camino Real a los saladeros y de éstos a la llamada “Campaña del Desierto”, la configuración de la geografía política del país naciente estuvo sobredeterminada por el interés mercantil-extractivista de una minoría violenta que se arrogó el poder de actuar en nombre y representación de la “nación”. No se trata apenas de que naturalizamos el nombre del país asociado a la materia prima del saqueo. La historia oficial pasa por alto hasta qué punto el Estado argentino emergió como medio y efecto de un proceso de conquista ecogenocida que procedió al arrebato de los territorios de las naciones originarias pre-existentes para reconfigurarlos, progresivamente, como cuadrículas monoculturales de exportación de commodities.
Mal que nos pese, es fundamental cobrar consciencia de que nunca hemos llegado a constituir propiamente un pueblo que se autogobierna; una comunidad política con soberanía plena. Nuestra Constitución profesa soberanía y república sólo como vocación y mandato popular nunca plenamente realizado. Desde sus orígenes, la república emergió cooptada y asfixiada bajo el yugo del poder oligárquico extractivista; oligárquico primario-exportador. Roca fue el personaje clave de la construcción material y simbólica del estado argentino: el Ejército conquistando tierras indígenas; repartiéndolas a los miembros de la emergente Sociedad Rural Argentina, fundando su prosperidad a base de masacres y usurpaciones. Así, una oligarquía extractivista consagró su interés de clase como “progreso de la nación”: la “generación patricia de los ’80” sentando las Bases del estado colonial argentino; racismo y extractivismo como razón de estado.
En la raíz de nuestra historia y de nuestra geografía política, hallamos el extractivismo como piedra basal de un régimen oligárquico que obtura estructuralmente, sistemáticamente, las posibilidades de constitución de un pueblo soberano. La gestión extractivista fue el molde fundacional a partir del cual se constituyó el ordenamiento económico, político y socioterritorial del estado colonial argentino. Éste se erigió como el brazo armado y legal al servicio de la oligarquía terrateniente. En su fase fundacional, el estado consolida la concentración del poder económico y político de una élite que ejerce el control sobre los fragmentos territoriales vinculados al mercado mundial en cuanto proveedores de materias primas. Erige y garantiza sus privilegios de clase, a costa del despojo y la sobre-explotación de amplias mayorías sociales segregadas[2].
Un aspecto clave del régimen es que los privilegios internos estaban estructuralmente ligados a una posición de subordinación y dependencia extrema a nivel externo. Las oligarquías extractivistas de la periferia combinan explotación interna con subordinación externa. En su análisis clásico de “Dialéctica de la dependencia” (1973), Ruy Mauro Marini señaló que la “inserción” primario-exportadora de América Latina en el mercado mundial sería fundamental para el desarrollo del capitalismo como sistema económico global. Durante los siglos XVI y XVII, como “colonia productora de metales preciosos y géneros exóticos contribuyó al aumento del flujo de mercancías y a la expansión de los medios de pago, que, al tiempo que permitían el desarrollo del capital comercial y bancario en Europa”; y ya, durante el siglo XIX, “la oferta mundial de alimentos, que América Latina contribuye a crear… desempeña un papel significativo en el aumento de la plusvalía relativa en los países industriales” (Marini, 2008: 117).
El caso de Argentina es emblemático del análisis que realiza Marini: durante la primera mitad del siglo XIX, los saladeros de las “Provincias Unidas del Río de la Plata” aportaron no sólo el cuero para la industria británica, sino también, decisivamente el tasajo, que permitió “alimentar” a la fuerza de trabajo esclavizada en las plantaciones de algodón norteamericanas. Ya durante la segunda mitad, la oferta alimentaria que le provee el país será decisiva para que “el eje de la acumulación en la economía industrial se desplace de la producción de plusvalía absoluta a la de plusvalía relativa, es decir, que la acumulación pasa a depender más del aumento de la capacidad productiva del trabajo que simplemente de la explotación del trabajador. Sin embargo, el desarrollo de la producción latinoamericana, que permite a la región coadyuvar a este cambio cualitativo en los países centrales, se dará fundamentalmente con base en una mayor explotación del trabajador” (Marini, 2008: 114-115).
El lujo estanciero, los privilegios de la clase terrateniente ganadera que se apropió violentamente de la productividad primaria de la pampa húmeda “rioplatense” permitirá fundar el régimen asalariado de plusvalía relativa en la metrópoli; un régimen de “explotación suave” basado en la violencia económica del mercado (Meiksins Wood, 2008). En cambio, para su funcionamiento interno, el capitalismo extractivista no podrá prescindir del recurso sistemático a la violencia extra-económica -aportada decisivamente por el aparato represivo del estado-, ya que, “tranqueras adentro”, la acumulación depende crucialmente de la explotación del trabajador.
Para la historiografía colonial, esta fue la “época de oro” de la Argentina, un período de “orden y progreso”. La gestión extractivista convergía en el vértice, donde los propietarios disponían al mismo tiempo de las tierras y del estado; del látigo y la fusta, al interior de las estancias, las “eaps” (explotaciones agropecuarias, según su denominación censal), y del fusil para las calles. El régimen extractivista, patrón de poder oligárquico de apropiación y disposición de las energías vitales de un pueblo, siempre significó esa ecuación de poder abismalmente asimétrica; siempre supuso la explotación coordinada de la tierra y de los cuerpos inferiorizados, despojados, de trabajadora/es. El despojo y la concentración territorial es la base económica de este sistema: deja la tierra a la libre disponibilidad de los “inversores”; deja a los pueblos a la libre disponibilidad de los “empleadores”. La libertad “económica” (de explotación) se convierte en motor de la “prosperidad”.
No es por acaso que Milei evoca embelesado aquella época, aquel “orden”, aquel “progreso” como su modelo ideal arquetípico. Su Ley de Bases (27742) remite a aquellas bases. Su proyecto pretende retrotraernos a un estado de sujeción y explotación peor que el decimonónico.
2.- El terrorismo de estado y las Bases del extractivismo neoliberal
Los primeros años de la década de 1970 fueron especialmente traumáticos para el sistema-mundo del capital. No sólo se veía asediado por las fuerzas sociales que tuvieron su epicentro en los movimientos de rebeldías plurales y radicales del ’68, sino que también emergía el agotamiento de la Tierra como problema global. El capitalismo se empezaba a mostrar como un sistema energívoro que ponía en crisis la propia dinámica de reproducción de la Biósfera. La acumulación -centro y fin del sistema- sólo se realiza a costa de la extracción y consumo creciente de las energías vitales de la Tierra: tanto la energía primaria natural ligada a la propia dinámica biogeoquímica de la vida terráquea, cuanto la energía social, específicamente humana, extraída de la capacidad de trabajo de los organismos humanos vivientes.
Se empieza a hacer política y globalmente visible que las crisis capitalistas no sólo son crisis financieras, de caídas de la tasa de rentabilidad, de ofertas y demandas de mercancías, de flujos de dinero y de deudas, sino fundamentalmente, crisis de agotamiento de materia y energía. La lógica expansionista y aceleracionista del capital requiere cada vez más energía y esto empezó a dejar un planeta exhausto. El “crecimiento económico” de posguerra, de la mano del Welfare/ Warfare State y sus variantes en el Este y en el Sur global, provocó la primera crisis energética global que se manifestó entre 1971 y 1973 con subas extraordinarias en los precios del petróleo.
En 1972 se publicaba el “Informe Meadows” que advertía de la senda de insustentabilidad de una economía de crecimiento perpetuo en un mundo de taxativos límites físicos. El agotamiento de “recursos” era una realidad inminente, de la mano del segundo proceso de descolonización, de África y de Asia, y del reclamo de los países del “Tercer Mundo” por acceder a sus propias vías de “desarrollo” y el derecho a disponer de sus propios recursos. Las nacionalizaciones de yacimientos minerales y de reservas hidrocarburíferas se consideraron parte fundamental de la “independencia” económica de los países “emergentes” del “pasado” colonial.
Un año antes del Informe Meadows, también de la Primer Cumbre Mundial de la Tierra convocada por la ONU en Estocolmo, Eduardo Galeano publicaba “Las venas abiertas de América Latina”. Allí denunciaba: “Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha transmutado en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal, se ha acumulado y acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos”. El libro de Galeano se difundía como reguero de pólvora en juventudes ávidas de libertad, de igualdad, pero, sobre todo, de justicia. Había una conciencia social extendida de que, sin justicia, no hay libertad posible. Esto acontecía simultáneamente al resquebrajamiento de la estrategia industrial-desarrollista ensayada en la región, de la que Argentina había sido precursora. Muchos de quienes abrazaron la ilusión desarrollista pensaron que era el camino de la “liberación”. A contrapelo, Marini advertía: “La historia del subdesarrollo latinoamericano es la historia del desarrollo del sistema capitalista mundial” (2013: 47). El desarrollo capitalista autónomo -quedó manifiesto- es un oxímoron en la periferia. Y la región se convirtió en un (nuevo) baño de sangre.
El derrocamiento del gobierno democrático de Salvador Allende en Chile (11 de septiembre 1973) que inaugura la cruenta dictadura de Pinochet, fue apalancado por el gobierno de Estados Unidos y tuvo el color, el olor y la textura del cobre. Mineral fundamental para la industria de la época, el 43 % de todo el abastecimiento mundial salía de yacimientos chilenos controlados por dos grandes empresas norteamericanas: Anaconda Mining Co. y Kennecott Copper Co. (Machado Aráoz, 2011) Para el centro geopolítico y económico del imperio del capital, la nacionalización del cobre era algo inaceptable. Y obró en consecuencia. Pero el régimen de Pinochet no se instauró sólo para saldar la cuestión del cobre, sino para ser el gran laboratorio a cielo abierto de una fenomenal arremetida geopolítica de reconfiguración de la estructura imperialista de la acumulación a escala global. Claro, para ello, el cobre, los minerales, los cuerpos de aguas, las reservas energéticas, los suelos, la biodiversidad, eran imprescindibles. Fueron el objetivo clave de una nueva oleada de despojo y de intensificación extractivista.
Mediante el Decreto Ley 600 (1974) que sanciona el nuevo Estatuto de Inversión Extranjera, seguido de la nueva Ley Orgánica Constitucional de Inversiones Mineras (Ley N° 18.097) y el nuevo Código de Aguas (1981), el régimen de Pinochet no sólo restableció el dominio del capital transnacional sobre los yacimientos y fuentes de aguas, sino que modeló toda una ingeniería jurídica de blindaje de las inversiones extranjeras y libre acceso a los bienes naturales, que luego sería propagado por el FMI y el Banco Mundial como las “reformas estructurales” que instaurarían una nueva fase histórico-geográfica de la acumulación global.
La dictadura argentina siguió “al pie de la letra” las reformas pinochetistas. Martínez de Hoz, su ideólogo económico, refrendó la pretensión restauradora del régimen en sus “Bases para una Argentina moderna 1976-80” (1981). Es el eslabón clave entre las Bases de Alberdi y las de Milei. Impulsó las leyes N° 21382 de Inversiones Extranjeras, N° 21.526 de Entidades Financieras, la ley 22.095 que establecía el nuevo “régimen de incentivos” para la inversión extranjera en minería, en concurrencia con la ley 22.259 que liberalizaba el sistema de concesiones de minas y yacimientos.
Más allá de las leyes, el terror fue el centro de su estrategia política. Se trataba de quebrar el movimiento obrero, las organizaciones sociales y sindicales que crecieron al calor de las luchas en las décadas precedentes. El verbo que usó la dictadura para enunciar sus objetivos fue “aniquilar”; etimológica y literalmente, reducir a la nada. Tal parece ser una representación fidedigna de los propósitos de la época: se trataba de aniquilar todo tipo de resistencia; cualquier forma de pueblo -es decir de fuerza social organizada y con autoconciencia y voluntad de autonomía- que se interpusiera entre el capital global y los territorios. No otra cosa es lo que define políticamente el extractivismo neoliberal. Se trata de una empresa de reconquista; de recolonización. De expansión de las fronteras de mercantilización y de súper-explotación de la tierra y de los cuerpos.
Como dijimos, en términos ecológico-políticos, el neoliberalismo es el proyecto geopolítico de las grandes potencias para recuperar el acceso y control de las reservas de recursos de las zonas coloniales (Machado Aráoz, 2011). Los regímenes militares que inauguran esta fase tuvieron la misión de restablecer la dominación interna como condición de posibilidad para la subordinación externa. El terrorismo de estado marca un momento en el que “la burguesía industrial latinoamericana pasa del ideal de un desarrollo autónomo hacia una integración directa (subsunción) con los capitales imperialistas, dando lugar a un nuevo tipo de dependencia, mucho más radical que la anterior. El mecanismo de la asociación de capitales es la forma que consagra esta integración, que no sólo desnacionaliza definitivamente la burguesía local, sino también… refuerza el divorcio entre la burguesía y las masas populares, intensificando la súper-explotación” (Marini, 2013: 62).
Una vez más en la historia, la violencia extra-económica del capital, el estado como brazo armado de la burguesía, se activó para quebrar las resistencias y restaurar el régimen de acumulación por súper-explotación, como la característica estructural del capitalismo periférico-dependiente. Y la dictadura sentó las bases de ese proceso. La apertura comercial y la liberalización financiera detonaron una dinámica de desindustrialización, re-primarización, concentración y extranjerización del aparato productivo del país. Esto significó un mazazo demoledor sobre la columna vertebral de la estructura social y los niveles previos de integración de la sociedad argentina, su riqueza y grado de diversidad sociocultural. El endeudamiento externo operó semejante desmantelamiento y significó la intensificación de una integración subordinada a los flujos financieros del capital transnacional: “las ganancias pasaron a contabilizarse y resguardarse en divisas, lo cual implicó un constante flujo de salidas” (Cantamutto, Schorr y Wainer, 2024: 55).
Cuando la dictadura cayó, su misión ya había sido cometida. Destruyó y quebró lo que le había sido encargado. Inscribió el terror en los cuerpos y dejó instalado el fantasma de la derrota como gravosa memoria del horror vivido. Dejó como saldo un campo minado de condicionalidades que enmarcaron una democracia que, desde los primeros días, funcionó bajo severas amenazas y restricciones. Básicamente, la restricción de la deuda.
3.- La deuda, la “democracia de la derrota” y el “mandato exportador”
La súper-explotación no es sólo una modalidad abusiva de extracción de plusvalía que drena riqueza financiera de cuerpos hambreados. Es también, inseparablemente y concomitantemente, el drenaje de energía desde los territorios/poblaciones objetos de saqueo hacia los centros de consumo y valorización. El largo ciclo neoliberal, desde la fase inaugural del terrorismo de estado hasta el presente, tuvo el objeto y el efecto de reconstituir lo que Alf Hornborg (2001) llama la “termodinámica del imperialismo”, esto es, la transferencia sistemática de materia y energía desde las zonas coloniales a los centros imperiales de acumulación, a través de mecanismos geo-estructurales como las tecnologías globalizadas, las infraestructuras socioespaciales de gran escala, los sistemas de transporte, comunicación, comercio y finanzas que organizan y regulan los flujos de la producción y las cadenas de valor a escala global.
La dictadura sentó las bases. Y cuarenta años de gobiernos ungidos por procesos electorales conforme a las reglas del sistema, no lograron modificar esas bases, ni siquiera cuestionarlas; al contrario, se fueron profundizando y petrificando gobierno tras gobierno, independientemente de la adscripción ideológico-partidaria. Es verdad que la democracia nació embargada por la pesada herencia de la dictadura. Esa pesada herencia es, claro está, la deuda externa, pero no sólo considerada en cuanto carga impagable de obligaciones financieras, sino como un mecanismo tecno-político de exacción sistemática del propio territorio, como jurisdicción y como base ecológica-material de producción y sustento de la vida social de sus habitantes.
El endeudamiento es un mecanismo de exacción colonial (Machado Aráoz, 2020). De Menem a Milei, el “pago de la deuda externa” significó el pasaje del desguace del capital público y las empresas estatales vía privatizaciones y concesiones, a la lisa y llana entrega del territorio como la base más fundamental del patrimonio público común. Tras las privatizaciones de los ’90, las riquezas territoriales del país fueron la garantía real de los créditos. Desde entonces, la deuda operó como un acelerador y amplificador del extractivismo. La democracia embargada es la que funciona bajo el yugo del “mandato exportador” (Cantamutto y Schorr, 2021). Es la democracia que tenemos. Una democracia que -cada vez más abiertamente y sin tapujos formales-, está a la merced de los acreedores y los inversores externos.
Así, la deuda opera el secuestro de la democracia. Porque, en realidad, en estos cuarenta años de continuidad de gobiernos electorales, la deuda fue la gran “organizadora de la producción”. Fue el dispositivo a través del cual la integridad territorial del país fue progresivamente fragmentada en cuadrículas mono-exportadoras subordinadas a las cadenas globales de valor. Esas cadenas, son cadenas no sólo comerciales, financieras, tecnológicas, sino pesadas cadenas geopolíticas y biopolíticas. A través de ellas, se drena no sólo el excedente financiero extraído de cuerpos de trabajadores súper-explotados, sino también, decisivamente los flujos de nutrientes, de aguas, de energía, de minerales, de biomasa, alimentos, proteínas animales, bosques, suelos, subsuelos y una gran diversidad de seres vivos, en definitiva, todos, transformados en “materia prima”, commodities, que fluyen hacia los centros globales de procesamiento y consumo. La exacción financiera -diría-, es lo de menos; lo más grave y acuciante es la plusvalía ecológica que exprime y chupa el “mandato exportador”.
Los gobiernos elegidos por el voto de los individuos con derecho a votar no han podido (o no han querido) romper esta cadena. El peso de la deuda se tradujo en ciclos crecientes de apertura, liberalización, desregulación y otorgamiento de privilegios fiscales y concesiones de todo tipo a “los inversores” a fin de favorecer el ingreso de capitales y la expansión de las exportaciones que inequívocamente acabaron en crisis de la balanza de pagos, devaluación, pauperización y más endeudamiento. Cada auge exportador forzó aun más la salida de capitales.
La inviabilidad macroeconómica -incluso, exclusivamente financiera- de este proceso ya ha sido claramente estudiada. A modo de síntesis, Cantamutto, Schorr y Wainer señalan que, en las dos últimas décadas, las exportaciones del país experimentaron un incremento de 245 %, pasando de 25.600 millones de dólares en 2002 a 88.500 millones de dólares en 2022. Las exportaciones primarias saltaron del 55 % del total en 2002, al 64 % en 2022. El 67 % del total de exportaciones está bajo el control de las 200 empresas más grandes, y sólo 50 de ellas controlan el 56 % del total. En resultados netos, el superávit comercial acumulado del país en ese período fue de 267.319 millones de dólares, pero la salida de divisas por intereses, utilidades y formación de activos externos fue de 349.205 millones de dólares. Es decir, “la salida global de divisas por transacciones de carácter financiero superó en 81.886 millones de dólares el saldo obtenido por el intercambio de bienes” (Cantamutto, Schorr y Wainer, 2024: 119).
Como se puede ver, no hay exportaciones que alcancen. Porque la salida de capitales vía pago de intereses, vía remisión de utilidades (que son justamente las ganancias de los grandes grupos primario-exportadores) y formación de activos externos (fuga de capitales de las élites internas) pulveriza cualquier volumen de superávit comercial, de la magnitud que sea. Pero entonces, no es sólo que “con exportar más no alcanza”, sino que la matriz de exportaciones es la raíz y el núcleo duro de nuestro problema histórico y geopolítico estructural.
En términos políticos, el “mandato exportador” ha cristalizado en un nuevo régimen gubernamental. Se ha hablado de “Consenso de las Commodities” (Svampa, 2013) para caracterizar esta etapa. Sin embargo, “consenso” resulta un eufemismo inapropiado, dado que, lo que en realidad tenemos, es la solidificación de un pacto vertical autoritario: un pacto oligárquico estatal-corporativo que se urde en la convergencia de intereses de clase entre la clase política profesional, las oligarquías internas nacionales y provinciales (ostentatarias de la propiedad de las tierras y de gestión y/o presión sobre el aparato gubernamental y mediático) y los agentes corporativos del gran capital transnacional. Es ese núcleo de poder real el que ostenta el control y la disposición sobre el territorio/población.
Ese pacto/régimen asume un modo de gestión -de gubernamentabilidad- territorial eminentemente financiero-transnacional. Los territorios son percibidos, concebidos y considerados exclusivamente bajo la óptica unidimensional de la valoración financiera global. A sus ojos, el territorio es meramente un “proveedor de divisas” y bajo esa “racionalidad”, se administra y se diseña. El “mandato exportador” se ejecuta como una sentencia sacrificial sobre la vasta y compleja densidad socioecológica, de historia, de biodiversidad y de agro-culturas de las territorialidades pre-existentes.
Bajo esa modalidad, los sucesivos gobiernos – con distintas estrategias de política económica, pero con el mismo fin y resultados equivalentes-, se empeñaron en “honrar la deuda”; en “crecer para pagar”; en “pagar para sacar al Fondo”; en “generar incentivos para atraer capitales”; en “invertir en infraestructuras para aumentar la competitividad de las exportaciones”, etc., etc. Bajo esa lógica y modus operandi, los gobiernos han adoptado el camino dudosamente democrático de ampliar sucesivamente el ámbito de concesiones y de privilegios económicos de todo tipo a los “sectores exportadores” a fin de “incrementar el ingreso de divisas”. Con ello, lo único que se ha logrado es fortalecer el poder de veto y de condicionamientos macro-estructurales de los sectores de poder más concentrados, a costa del deterioro sistemático de las condiciones materiales de vida de las mayorías, progresivamente enclasadas/desplazadas como “población sobrante”.
Es claro que esta saga ha acontecido ininterrumpidamente, más allá de las alternancias electorales y la polarización ideológica in crescendo. Porque este pacto oligárquico estatal-corporativo es completamente transversal a todas las fuerzas político-partidarias con condiciones efectivas de “ganar elecciones”. Neoliberales ortodoxos -que asumen su condición de clase como mandato natural- y gobiernos progresistas -que creen en la quimera de una “burguesía nacional” o que, más resignadamente, conceden que “se la lleven con pala” pero que “acepten” mecanismos fiscales de políticas compensatorias- han incurrido sistemáticamente en este principio de “gobernar es exportar”. Gobiernos nacionales y provinciales. Grupos económicos nacionales y viejas oligarquías provinciales “dueñas” históricas de la tierra hecha negocio.
Bajo la lógica del “mandato exportador”, la cesión de privilegios ha fungido como un mecanismo estructural de concentración de poder; económico, social, político; material y simbólico. Concentración del poder de disposición sobre territorios que insoslayablemente se traduce en la capacidad directa o indirecta de disponer sobre la población que lo habita. Esa es la lógica gubernamental que está alimentando un ciclo de despojo geopolítico estructural que se traduce en la fractura de las condiciones materiales de la soberanía popular y en la progresiva devaluación del poder del voto popular.
La participación de la clase política profesionalizada de los partidos del sistema en esta ecuación de poder es fundamental, porque son quienes administran los engranajes ejecutivos, legislativos y judiciales del aparato estatal; y el poder represivo. Por interés propio, por conveniencia o por complicidad, por convicción y por resignación, participan insoslayablemente de las condiciones de privilegio que se administran bajo la dinámica del pacto oligárquico. Sus condiciones materiales de vida quedan, directa o indirectamente, bajo el resguardo de los efectos de las políticas que ejecutan; se despegan -y se desentienden- de la suerte de la gente común, del común de la gente. Esto es lo que finalmente revela la conexión entre Pacto oligárquico, Casta y Enclave.
4.- Devenir enclave: última estación de la escalada extractivista
En 1969, Cardoso y Faletto acuñaron el concepto de “enclave” para hacer referencia a la forma más extrema de dependencia en la que puede caer una formación política formalmente independiente. Para ellos, un territorio se convierte en enclave cuando la economía local queda “bajo el control directo del capital externo” y “los grupos dominantes locales se limitan a un papel secundario”; en un enclave “la debilidad de las oligarquías locales es tal que deja a las poblaciones locales desamparadas frente a los sectores externos” (Cardoso y Faletto, 1969:52-53). Actualizando lo mejor de la sociología política latinoamericana del siglo pasado, se podría decir que “la casta” es la condición de clase de una formación social devenida enclave. Es el caso de una élite cuya condición de privilegios es tal que prácticamente se desentiende de la suerte del resto “sobrante” de la sociedad en la que tiene afincada la base material de sus privilegios.
La escalada extractivista desatada durante las últimas décadas ha significado una espiral de depredación socioecológica, desintegración social y violencia estructural creciente, tal que ha terminado minando las condiciones materiales de la soberanía popular; incluso, las formas más elementales de una independencia política formal. El reciente intervencionismo de Trump asumiendo el comando del gobierno de Milei es simplemente una revelación obscena de un estado de situación ya vigente de facto. La élite vernácula del pacto oligárquico asume su incapacidad manifiesta para gobernar el país. El despojo se materializa en la progresiva devaluación del poder del voto popular y de las bases mínimas de reconocer-se, constituir-se “pueblo”. El despojo se sedimenta en los cuerpos y formatea las sensibilidades. Las emociones políticas de la casta sobre el resto social pueden ir desde la indolencia al odio y la crueldad. El enclave es una forma política dominada por las emociones violentas; un entorno en el que el dolor de los despojados “se hace callo” para poder sobrevivir (Scribano, 2007).
La inconsciencia del despojo atraviesa amplios sectores de la “argentinidad”; principalmente sectores medios urbanos. Aún voces presuntamente críticas y bien informadas especulaban sobre el peligro de que tal “rescate” fuera “a cuenta” de la “entrega recursos naturales”. Digo, esto es una expresión sintomática de la inconsciencia sobre la materialidad de los procesos económico-políticos, sobre las implicaciones territoriales de la financierización extractivista. Asume la ingenua ilusión de que el país todavía tiene “recursos naturales” para entregar. En realidad, ya todo está cedido y concedido: el suelo y el subsuelo; la plataforma continental submarina; el sol y los vientos. No hay “tierras raras”, ni “uranio” o “litio” que entregar. Todo ha sido ya entregado y está a disposición plena de complejos tecno-financieros de extracción y procesamiento de materias primas que tienen sus terminales en los vértices de las cadenas globales de suministro – consumo – valorización. El RIGI fue el último escalón del devenir enclave de la “nación”. Estados Unidos no necesita más que eso para “hacerse con los recursos”.
Es tal el grado alcanzado por el proceso de fragmentación territorial y apropiación corporativa de la productividad primaria de los ecosistemas, que gran parte de la sociedad ni siquiera percibe el despojo como tal. La expresión “recursos naturales” resuena como una entelequia en el imaginario social como “aquello que tenemos”, pero que no cobra materialidad de ninguna manera en la economía política cotidiana. Los sistemas perceptivos de la mayoría de argentinos urbanos están muy atentos a la cotización del dólar, pero no saben -o saben muy poco- de dónde viene el agua que sale de sus grifos (cuando la hay). Están muy acostumbrados a escuchar como “buenas noticias” el “aumento de las exportaciones”, el “superávit comercial”, el anuncio de “inversiones en energía y minería”, pero ni se imaginan lo que eso implica en términos económicos concretos, en términos físicos, ecológicos, socioambientales, pero también políticos, sociales y culturales. Qué efectos tienen esas inversiones y esas exportaciones sobre la salud de las poblaciones; sobre sus posibilidades educativas y de futuro; qué implica en términos de trabajo; de brechas salariales, de ingresos medios de la población; de seguridad y de estabilidad; qué significa en términos de estratificación social y de las ecuaciones reales de poder que van a disponer sobre variables fundamentales de la vida de todos.
La colonialidad de la “argentinidad” pasa por la incapacidad para percibir los efectos estructurales del extractivismo sobre las condiciones materiales básicas de la vida social. El despojo pasa desapercibido, aunque tiene efectos propiamente desgarradores sobre el tejido social. Es que la economía política del extractivismo involucra no sólo una espiral de concentración económica, sino también una escalada creciente de sobre-simplificación y uniformización de la diversidad biológica, sociocultural y económica de los territorios. La reprimarización de la matriz productiva y socioterritorial del país fue de la mano del desmantelamiento de las capacidades tecnológicas productivas endógenas, el correlativo deterioro cuantitativo y cualitativo de empleos y salarios; por tanto, de niveles crecientes de fragmentación laboral, dispersión salarial, precarización y pauperización generalizada de la fuerza de trabajo.
A medida que la riqueza geográfica y sociocultural del país se fue transformando en un desierto de soja, “open pits” y “triángulos del litio”, fracking y gasoductos, el deterioro productivo se convierte en fractura socioterritorial. La envergadura y dimensiones sociometabólicas de los grandes proyectos extractivos y de las infraestructuras requeridas involucran una modalidad de ocupación territorial totalitaria, de apropiación expulsiva y excluyente de ecosistemas enteros que son reducidos, vaciados y trasvasados a economías exógenas bajo la forma de commodities. Así, la territorialidad de los mega-proyectos avanza asfixiando y desplazando otros modos de vida; invisibilizando primero y destruyendo después las bioeconomías de subsistencia. Esos desplazados van a parar a las ciudades, pero allí ya no hay fábricas; apenas economías de rebusque, “emprendedurismo”. Son los nuevos trabajadores desterritorializados del siglo XXI: sin tierra, quedan bajo el imperio de la economía de plataformas.
En consecuencia, la avanzada extractivista implica un crecimiento estructural de las brechas de desigualdad entre estratos sociales. La concentración económica se traduce en una estructura de clases con minorías cada vez más selectas y cerradas en privilegios patrimoniales y rentísticos de un lado, y, del otro, amplias mayorías libradas a las “fuerzas del mercado”: de la precariedad, la informalidad y salarios por debajo de la línea de pobreza.
A su vez, la fractura socioterritorial tiene una traducción política. Hay una correlación directa e insoslayable entre concentración de la propiedad sobre la tierra y autoritarismo político; entre fragmentación territorial y desintegración social. La violencia es el efecto sistémico del proceso de concentración y despojo. En términos institucionales, esto implica, de facto, el vaciamiento de los mecanismos de representación política: el poder fáctico de desestabilización y el peso de condicionalidades que tienen los grandes actores concentrados hacen del estado un rehén de sus intereses; el interés de los inversores se torna política de estado. El blindaje de los privilegios con-cedidos a los “inversores” tiene como contracara el desmantelamiento de los derechos constitucionales cada vez más elementales de las poblaciones.
Por su parte, como ya apuntamos, la “clase política” se ha mostrado sistemáticamente impotente, necia y/o directamente cómplice a todo este proceso. Independientemente de las confrontaciones retóricas y la inflación ideológica que ha alimentado la polarización político-electoral, las facciones en pugna, hacen parte del pacto oligárquico estatal corporativo. Tanto las ortodoxias clasistas y racistas como las neoliberales progresistas del inclusionismo vacío, sellan la continuidad pétrea de la política extractivista. Eso está fuera del poder del voto y del debate electoral. No figura en ningún programa. Por eso, el voto se ha devaluado más aún que la propia moneda. Se vota cada vez más, con indiferencia y escepticismo; es decir con consciencia de la imposibilidad de la representación. Y se vota cada vez más bajo la lógica de la estructura fantasmal (Scribano, 2008) que domina la política argentina desde el ’76. Se vota con miedo; el terror (al otro) es lo que moviliza las pasiones electoralistas. La impotencia del neoliberalismo progresista ha ido modulando candidaturas y armados cada vez más afines a los dueños de la Argentina, con el justificativo de evitar el ascenso de la “ultra-derecha”. Fue Scioli contra Macri; fue Massa contra Milei. La banalización del bien se está cobrando en las monstruosidades del presente.
A cuarenta años, las condicionalidades creadas a sangre y fuego por la dictadura, no han podido ser desmanteladas. La deuda, la “falta de dólares”, la “necesidad de ampliar las exportaciones” para pagar la deuda, pesó como una espada de Damocles sobre todos y cada uno de los gobiernos sucesivamente ungidos por el voto. La creación de incentivos para la entrada de capitales; la salida de capitales; la suba del dólar; la híper-inflación; la estabilización; la recesión; el crecimiento a tasas chinas; el consumo también chino y la inflación retórica de la política; (la realidad de) los “planes” y la (declamación de la) “ampliación de derechos”… El estancamiento otra vez; la inflación, otra vez; la “seducción de capitales” y el híper-endeudamiento… La crisis. Los estallidos. La crisis otra vez. Los estallidos reprimidos. La crisis portada como una enfermedad crónica sobre el cuerpo social. La crisis hecha cuerpo. La crisis territorializada. La crisis pulverizando los ingresos; minando los suelos y los subsuelos; minando la propia credibilidad y el valor del voto.
Así, por esos andariveles férreamente demarcados por el estado terrorista, transitan el sistema político, la economía y la sociedad argentina. En una espiral de reprimarización, concentración, extranjerización, financierización, fuga de divisas y re-endeudamiento crónico. Una espiral de degradación creciente que nos coloca en el umbral del abismo, en el punto de no retorno de un “estado fallido”. Pacto oligárquico estatal-corporativo – casta – enclave. Esta es la ecuación de un estado fallido. Pone de manifiesto la inviabilidad insalvable de un proyecto de país que se quiere recortar a la medida de los privilegios oligárquicos de una élite colonial.
5.- Una reflexión final: La centralidad de la Tierra para un proyecto de soberanía popular
“El gran drama de nuestro tiempo es que vivimos en sociedades des-Pachadas. Sociedades que, presas de sus gobernantes, viven o pretenden vivir fuera de Pacha, es decir, ignorando el Espacio-Tiempo que conforma la vida como existencia-en-común. Una sociedad fuera de Pacha, es una sociedad que está completamente perdida, porque no sabe ni de dónde viene, ni a dónde va; ignora absolutamente el valor de la vida” (Marcos Pastrana, Miembro del Consejo de Ancianos de la Comunidad Diaguita Calchaquí de Tafí del Valle, 24 de junio de 2023).
En el marco de la escalada extractivista se ha hecho progresivamente patente nuestro devenir colonia. Argentina, en el siglo XXI, es, literalmente, un archipiélago de enclaves extractivistas: la “república de la soja”; “el triángulo del litio”; “Vaca Muerta”; en fin, “RIGI-land”, como le gustó presentar el país a los inversores fósiles el actual CEO de YPF, Horacio Marín. Y se nos ha convertido, en realidad, en una colonia monstruosa, de dependencia geopolítica bicéfala: colonia financiera-militar de la potencia decadente del siglo pasado y, al mismo tiempo, colonia comercial-territorial de la potencia emergente. Esa monstruosidad revela el carácter fallido de cualquier pretensión de soberanía popular en semejantes condiciones.
Un gran maestro nuestro, don Marcos Pastrana, miembro del Consejo de Ancianos de la Nación Diaguita Calchaquí, nos revela la raíz del gran fraude político de nuestro tiempo: hoy son las corporaciones las que ocupan el lugar del pueblo; son ellas las que disponen de los territorios. Sin recuperación territorial no hay siquiera condiciones materiales para constituir-nos como pueblo. La argentinidad presumidamente blanca (Scribano y Machado, 2013), de derechas y de izquierdas, anarco-capitalista y progresista, siempre pensó su población como “venida de los barcos” y “su” territorio” como un desierto, un vacío lleno de “oportunidades de progreso” que se realiza(ría)n a través de la simple y mera explotación de sus “riquezas naturales”. Ese imaginario está en las Bases coloniales de la argentinidad. De los “hombres de Mayo”. De Alberdi, Sarmiento y Roca. De Martínez de Hoz, de Milei y, mal que les pese, también del progresismo de nuestro tiempo. Quienes hablaron de “gobernar es poblar” (que significó matar las poblaciones preexistentes para poblar con blancos) y quienes hablan de “gobernar es exportar” (que significa lisa y llanamente despoblar, liberar las zonas de sacrificio).
El extractivismo, como régimen oligárquico de disposición de las energías vitales de un territorio-población, erosiona de raíz las bases materiales de la soberanía popular. No entendida apenas como autonomía y fortaleza institucional, jurídica, económica y militar de un Estado para ejercer eficazmente el poder de administración de una población contenida dentro de ciertos límites territoriales. Hablamos de soberanía popular como la capacidad histórica y geopolítica de autodeterminación de un pueblo; una entidad política con consciencia de su condición de común-unidad geosocial.
La escalada extractivista se ha convertido en un huracán de despojo que ha erosionado los cimientos más elementales de la constitución popular. La erosión del suelo; el saqueo del subsuelo y de los cielos, del sol y de los vientos, de las aguas, los bosques, la biodiversidad se refleja irreversiblemente en la erosión de la diversidad y la riqueza social y cultural, artística, económica, tecnológica y política de la población que lo habita. Se erosionan los vínculos inseparablemente materiales y simbólicos que unen a una población con el territorio que habita y del que depende existencialmente. El extractivismo ha terminado afectando el vínculo histórico y económico-político, material y simbólico, entre Pueblo y Suelo, entre Pueblo y Territorio. Sin territorio propio, la noción misma de pueblo se disuelve; se desvanece en el aire, como una mera abstracción. El despojo es abstracción y desintegración de la trama socioterritorial, de las relaciones de reciprocidad, complementariedad, mutualidad entre miembros humanos y más que humanos que hacen de un espacio geográfico su hábitat.
La lógica colonial (conservadora o progresista) de la rentabilidad avanza corroyendo la habitabilidad de los territorios. Ello acaba diluyendo el sentido de pertenencia a un suelo mater, a un territorio común, a una historia común y a la posibilidad e imaginar un futuro común, compartido. La fragmentación territorial es la raíz de la disolución de lo común como forma fundamental de lo político. Un pueblo no es un mero agregado de individuos vinculados por relaciones contractuales de intereses. Un pueblo sólo se construye sobre el suelo de una conciencia de comunidad geohistórica. Por tanto, la erosión de lo común es el subsuelo de la pérdida de soberanía.
Cuando la tierra está concentrada en mano de pocos; cuando muchos no tienen ni dónde caerse muertos, no hay posibilidad de constituir una idea realista, material de unidad política entre ellos que no sea la de la explotación de unos por otros. Hay una fractura ontológico política entre propietarios y desposeídos. No tienen suerte ni destino en común. Por eso la tierra, la recuperación territorial en manos de una población que haga del territorio su hábitat común, es la primera tarea de la práctica política. Recuperar la tierra es la primera condición para la constitución de un pueblo como tal.
Las luchas anti-extractivistas emergen como un proyecto político de recuperación territorial-popular: hacer del territorio un hábitat común, un suelo compartido; la materia prima necesaria para producir un modo de vida económica, cultural, tecnológica y políticamente propio, apropiado; autónomo; independiente. Por eso, hay una conexión lógica y política entre la recuperación territorial y la constitución popular soberana. Porque no hay pueblo donde el territorio está usurpado por minorías privilegiadas, adueñadas a fuerza de una historia de violencia y de saqueo. Recuperar el territorio es mucho más que redistribuir la tierra; es reconstituirla como Bien Común fundamental; es disolverla como base de privilegios y mecanismo de reproducción de una sociedad jerárquica.
La revolución hoy, pasa por devolver los territorios a sus pueblos. Es hora de dejar de sacrificar a los pueblos para que avancen las empresas. Es hora de sacrificar el afán de lucro para restituir los derechos territoriales a los pueblos. Recuperación territorial es una revolución popular que emerge de consagrar la prioridad de la habitabilidad por sobre la lógica aniquiladora de la rentabilidad. Es dejar de concebir el territorio como “fuente de divisas” para empezar a re-crearlo como hábitat sostenible de un pueblo de trabajadora/es.
En términos de economía política, desmantelar la matriz extractivista para re-crear economías orientadas al sostenimiento de la vida es una clave para la construcción de una agenda política con los de abajo y desde abajo. Recrear el territorio como hábitat sostenible y de sustento implica reorientar la matriz productiva hacia la producción de bienes y servicios básicos, ligados a una economía de valores de uso y la satisfacción prioritaria de las necesidades básicas, vitales: alimentación sana y de calidad, agua, energía, vivienda. La tierra para quien la habita, para quien la trabaja, para quien vive de ella y con ella; la tierra para quien la cultiva y se cultiva en el cuidado de la tierra. Sería la premisa política preliminar sobre la que se podría lograr una articulación de luchas y de movimientos; sobre la que reconstruir una noción de pueblo acorde a los actuales tiempos de Pacha.
La liberación del trabajo, de la súper-explotación y la reparación de la salud de la Tierra son dos principios convergentes que pueden marcar las bases de una agenda política para el siglo XXI pensada en términos de soberanía popular. No hay justicia social sin una justa distribución de la tierra. No hay sustentabilidad sin un trato justo con la Tierra. Salir de las garras imperialistas y coloniales del extractivismo es un horizonte de vida hacia la construcción de una Tierra Justa, habitada por pueblos en paz. Para muchos puede sonar utópico. A nosotros nos parece le programa más realista, dado el nuevo estado geológico del planeta, nuestra Pacha.
*El autor pertenece al Colectivo de Ecología Política del Sur. IRES-CONICET-UNCA.
[2] Pensando en el conjunto de los regímenes de la región, Marcos Roitman apunta que “la oligarquía latinoamericana disfrutó del despilfarro y el lujo, teniendo todo el control político y social que le garantizaba ser los dueños de los recursos naturales, estaño, café, azúcar, caucho, como resultado del control sobre el Estado y la práctica violenta ejercida sobre las clases dominadas y explotadas. Ningún país se eximió de esta realidad. Sus oligarquías pasaron a ser adjetivadas por el producto de exportación del cual dependían para mantener sus niveles de obscena y lujuriosa forma de vida plutocrática. Oligarquía azucarera, bananera, cafetalera, del huano, salitrera o ganadera.” (Roitman, 2008: 173).
Referencias:
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Cantamutto, F. Schorr, M., Wainer, A. (2024) Con exportar más no alcanza. Buenos Aires: Siglo XXI.
Cardoso, F. H. y Faletto, E. (1969) Dependencia y desarrollo en América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI.
Fraser, Nancy (2017) “El final del neoliberalismo progresista”.
Hornborg, Alf (2001). The power of the machine: Global inequalities of economy, technology and environment. Walnut Creek: Altamira Press.
Machado Aráoz, H. (2013) “El auge de la minería transnacional en América Latina. De la ecología política del neoliberalismo a la anatomía política del colonialismo”. En: Héctor Alimonda (Coord.) La naturaleza colonizada. Ecología Política y minería en América Latina. Buenos Aires: Ciccus – Clacso.
———————— (2020) “Ecología política de la deuda. ‘Crecer para pagar’, una salida progresista?”.
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*Este artículo forma parte del Dossier “No hay plan B. Desafíos y alternativas frente al saqueo extractivista y al cambio climático”.
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