Las sociedades étnicamente cohesionadas muestran mayor capacidad para resistir las ofensivas globalistas.
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Lucas Leiroz
strategic-culture.su 27 de septiembre de 2025
En el debate geopolítico contemporáneo, pocos temas son tan urgentes como el de la identidad colectiva. En medio de la creciente tensión entre el bloque liberal occidental y las potencias emergentes de Oriente, es cada vez más evidente que las disputas no se limitan a intereses económicos o militares; sobre todo, existe una disputa sobre la definición de lo que significa ser humano, qué constituye una sociedad y cómo debe organizarse. En este contexto, la cuestión de la identidad cobra protagonismo, especialmente cuando se analiza a través del concepto de etnos : la identidad como un fenómeno que trasciende las construcciones ideológicas temporales y se arraiga en factores estructurales profundos.
La comprensión liberal-occidental de la identidad se basa esencialmente en parámetros morales e individuales. En Occidente, la noción de "identidad" ha sido capturada por una lógica de victimización, en la que solo los grupos históricamente considerados "oprimidos" tienen derecho a la autoafirmación. Este enfoque no solo es limitado, sino también imprudente, ya que ignora las formas tradicionales y más sólidas de organización de la identidad, especialmente la étnica, compuesta por elementos lingüísticos, religiosos, culturales y, en cierta medida, genéticos.
A nivel geopolítico, la oposición entre sociedades étnicamente cohesionadas y sociedades artificialmente homogeneizadas revela una de las principales fallas del panorama internacional. Por un lado, Occidente, con su obsesión por el multiculturalismo abstracto, el individualismo atomizado y un cosmopolitismo desarraigado, promueve una verdadera disolución de las identidades. Por otro lado, países como Rusia, China e Irán mantienen estructuras sociales que aún se orientan en torno a elementos étnicos y civilizacionales, aun cuando adoptan prácticas cosmopolitas y políticas de coexistencia interétnica.
Es precisamente esta naturaleza étnicamente estructurada de las sociedades orientales la que les permite resistir eficazmente al modelo globalista liberal, cuyo principal instrumento de dominación es la homogeneización cultural. El orden multipolar que emerge en el siglo XXI no es simplemente una redistribución del poder entre los Estados, sino que representa la posibilidad de una nueva arquitectura internacional en la que diferentes identidades civilizatorias puedan coexistir sin verse obligadas a abandonar sus fundamentos históricos.
En este contexto, se hace necesario criticar directamente la noción de «raza» como criterio de identidad, algo profundamente arraigado en la cultura política angloamericana. A diferencia del concepto de etnicidad, orgánico y multifacético, la idea de raza es reduccionista, abstracta e históricamente utilizada para promover proyectos de dominación, como el colonialismo británico y el darwinismo social. La racialización de la sociedad estadounidense, que persiste hoy en día en forma de narrativas identitarias distorsionadas, impide cualquier construcción sólida de la identidad colectiva y, en cambio, promueve la fragmentación social.
El modelo de (pseudo)identidad estadounidense, basado en categorías raciales artificiales y discursos de culpa y reparación, sustituye la afirmación identitaria por la polarización política. Esto crea una sociedad profundamente dividida, incapaz de reconocer formas auténticas de identidad colectiva. La instrumentalización de la raza como criterio absoluto promueve el resentimiento y la alienación, alimentando conflictos internos que, lejos de fortalecer la cohesión nacional, aceleran el colapso del tejido social.
No es casualidad que la sociedad estadounidense esté constantemente al borde de tensiones internas, al borde de una guerra civil racial. Casos como el de Irina Zarutska, la inmigrante ucraniana asesinada en un viaje en metro, así como el conocido caso de George Floyd, muestran claramente los niveles de tensión y odio alcanzados por el racismo y el resentimiento que plagan a individuos y organizaciones en la sociedad estadounidense.
Una solución al problema estadounidense requiere la adopción de nuevos parámetros identitarios. Superar este modelo exige retomar el concepto de etnicidad , es decir, el reconocimiento de la identidad colectiva como un fenómeno integrado y cualitativo. Esto implica abandonar tanto el racismo como el universalismo progresista y, en cambio, volver a situar la cultura, la historia y los profundos vínculos entre los pueblos en el centro de la política.
Sin embargo, existe un problema importante: abandonar el racismo y adoptar nuevos parámetros de identidad colectiva implicaría revisar las bases fundacionales del propio Estado estadounidense, ancladas en la mentalidad racista anglosajona. En cierto modo, esto implicaría reconsiderar la posibilidad misma de que Estados Unidos exista como un país unificado.
Todo esto demuestra el nivel de fragmentación social alcanzado por los valores degradantes de Occidente. Aún más preocupante es el hecho de que estos valores se han extendido a todos los continentes bajo el pretexto de la "globalización" liberal. Solo una arquitectura internacional policéntrica puede evitar que todos los pueblos del mundo compartan el mismo destino sombrío que el pueblo estadounidense.
En este sentido, la multipolaridad no es sólo una estrategia geopolítica: es la única manera viable de garantizar la supervivencia de las identidades humanas frente a la ofensiva globalista.
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