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CÓMO MURIÓ LA DEMOCRACIA OCCIDENTAL

El régimen neoliberal se ha endurecido y radicalizado aún más
El declive de la hegemonía occidental está debilitando a sus élites nacionales. Y la pérdida de influencia global está alimentando el descontento interno, especialmente ante las crecientes y sistémicas desigualdades.

Imagen: https://elsolweb.tv

Thomas Fazi
elviejotopo.com  22 agosto, 2025 

En Alemania, la policía registró recientemente los domicilios de cientos de ciudadanos acusados de insultar a políticos o publicar discursos de odio en la red. En Francia, la fiscalía abrió una investigación penal contra la plataforma X de Elon Musk, acusándola de injerencia extranjera mediante la manipulación de algoritmos y la difusión de discursos de odio. Esto se produjo tras el registro policial de la sede de la Agrupación Nacional, el principal partido de la oposición francesa, tras la apertura de una nueva investigación sobre financiación de campañas, tan solo unos meses después de que Marine Le Pen, exlíder del partido, fuera condenada a cinco años de inhabilitación por malversación de fondos de la UE.

En el Reino Unido, más de 100 personas han sido arrestadas simplemente por llevar carteles que decían «Me opongo al genocidio, apoyo a Acción Palestina», una organización recientemente prohibida por terrorismo. Mientras tanto, en Estados Unidos, el gobierno de Trump está implementando una amplia represión de la libertad de expresión, en particular contra las críticas a Israel.

Estos casos no son excepciones, sino síntomas de una deriva más profunda y sistémica hacia el autoritarismo. En Occidente, la censura se ha convertido en una práctica habitual, la disidencia se criminaliza cada vez más, la propaganda es cada vez más descarada y los sistemas judiciales se utilizan como armas para silenciar a la oposición. En los últimos meses, esta tendencia ha degenerado en ataques directos a las instituciones democráticas fundamentales: en Rumanía, por ejemplo, se anularon unas elecciones completas por haber producido un resultado erróneo, y otros países están considerando medidas similares.

Oficialmente, todo esto se hace «para defender la democracia». En realidad, el objetivo es claro: permitir que las clases dominantes mantengan el poder ante un colapso histórico de su legitimidad.

Si tienen éxito, Occidente entrará en una nueva era de democracia controlada, o nominal. Si fracasan, y en ausencia de una alternativa coherente, el vacío podría allanar el camino a la inestabilidad, el malestar social y las crisis sistémicas. En cualquier caso, el futuro de la democracia occidental se presenta sombrío.

Las advertencias sobre este repliegue democrático verticalista no son nuevas. En el año 2000, el politólogo británico Colin Crouch acuñó el término «posdemocracia» para describir el hecho de que la democracia en Occidente, si bien conservaba sus aspectos formales, se había convertido en una fachada vacía de sustancia. Según Crouch, las elecciones se habían convertido en espectáculos controlados, organizados por profesionales de la persuasión dentro de un consenso neoliberal compartido —promercado, proempresarial, proglobalización— que ofrecía a los votantes escasas opciones en cuestiones políticas o económicas fundamentales.

Crouch escribía en el umbral de lo que Francis Fukuyama llamó «el fin de la historia»: la victoria global de la democracia liberal occidental, sellada con la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría. El argumento central de Fukuyama era que, a partir de entonces, no habría ningún desafío real para la democracia liberal y el capitalismo de mercado, considerados la cúspide del desarrollo social.

Durante un tiempo, la predicción resultó acertada. La histórica derrota del socialismo había reducido drásticamente el espacio ideológico en Occidente, impidiendo cualquier desafío estructural al capitalismo y favoreciendo un modelo de gobernanza tecnocrático y despolitizado, sustentado en el mantra «TINA» (No hay alternativa): centralidad del mercado, responsabilidad individual y globalización.

Las protestas de izquierda de principios de la década de 2000 —contra la globalización o la guerra de Irak— no lograron materializarse en una fuerza política formal. De hecho, gran parte de la izquierda posguerra fría, tras abandonar la lucha de clases en favor de un identitarismo liberal-cosmopolita, terminó legitimando diversas formas de «neoliberalismo progresista»: una mezcla de retórica pseudoprogresista y políticas económicas neoliberales.

A nivel geopolítico, la hegemonía estadounidense le ha permitido imponer un «nuevo orden mundial» unipolar. Mientras tanto, profundas transformaciones económicas han golpeado el corazón de Occidente: el declive de la manufactura tradicional y el pacto fordista-keynesiano, reemplazados por una economía de servicios y un trabajo fragmentado y precario. En la mayoría de los países occidentales, el empleo manufacturero ha caído entre un 30 % y un 50 %, fragmentando a la clase trabajadora como entidad política unificada.

Esta tendencia histórica se vio exacerbada por políticas destinadas a debilitar el poder de negociación laboral (leyes antisindicales, flexibilización del mercado laboral) y a promover el consumismo privatizado y la apatía política. Mientras tanto, los procesos de toma de decisiones se alejaron cada vez más de las presiones democráticas, transfiriendo las prerrogativas nacionales a instituciones y burocracias supranacionales como la Unión Europea.

El resultado es lo que algunos han llamado «pospolítica»: un régimen donde prospera el espectáculo político, pero donde las alternativas sistémicas al statu quo neoliberal quedan excluidas a priori. El periodista estadounidense Thomas Friedman describió el régimen neoliberal pospolítico como un sistema donde «las opciones políticas se reducen a Pepsi o Coca-Cola»: diferencias superficiales dentro de un marco inmutable.

Si bien la democracia formal se ha mantenido intacta, la democracia sustantiva, entendida como la capacidad real de los ciudadanos para influir en las decisiones gubernamentales, se ha erosionado drásticamente. Sin una alternativa sistémica, la política y la democracia sustantiva se han debilitado, lo que ha provocado una disminución de la participación electoral. Y el poder real se ha concentrado en manos de una pequeña élite.

Durante la última década y media, la situación ha empeorado significativamente. El régimen neoliberal se ha endurecido y radicalizado aún más. Dentro de la UE, con el pretexto de la crisis del euro, instituciones como el BCE y la Comisión Europea han ampliado sus competencias, imponiendo normas presupuestarias y reformas estructurales al margen de cualquier proceso democrático.

Consideremos episodios como el «golpe monetario» del BCE contra Silvio Berlusconi en 2011, cuando el banco central obligó al primer ministro a dimitir, condicionando su salida a seguir apoyando los bonos y bancos italianos. O el chantaje financiero de Alexis Tsipras a Grecia. En conjunto, estos acontecimientos han llevado a algunos observadores a sugerir que la UE se estaba convirtiendo en un «prototipo posdemocrático», firmemente opuesto tanto a la soberanía nacional como a la democracia.

Los escombros dejados por la crisis y las políticas de austeridad alimentaron, a mediados de la década de 2010, las primeras grandes revueltas antisistema del siglo: el Brexit, Trump, los chalecos amarillos y la creciente hostilidad hacia Bruselas. Pero estas oleadas de protestas fracasaron, absorbidas o neutralizadas por el sistema mediante la represión y los contraataques ideológicos.

En este sentido, la pandemia, más allá de la emergencia sanitaria, puede interpretarse como un evento que aceleró la centralización autoritaria del poder. Los gobiernos exageraron la amenaza del virus para suspender los procesos democráticos, militarizar la sociedad, limitar las libertades civiles e introducir medidas de control sin precedentes, paralizando así los impulsos populistas de finales de la década de 2010.

La guerra entre Rusia y Ucrania ha sacado a la luz dinámicas similares: la disidencia se califica de «propaganda enemiga» y las voces críticas se censuran o sancionan. Hace unos meses, la UE tomó una medida sin precedentes al sancionar a tres de sus ciudadanos por presuntamente difundir «propaganda prorrusa».

Al mismo tiempo, surgen nuevas amenazas populistas, especialmente desde la derecha. Pero hasta ahora, ni siquiera estas han logrado socavar el statu quo, en parte porque las élites occidentales, impopulares y deslegitimadas, han adoptado formas de represión cada vez más descaradas para influir en los resultados electorales.

El caso rumano marcó un punto de inflexión: con el apoyo de la OTAN y la UE, se anularon todas las elecciones presidenciales, descalificando posteriormente al candidato populista, alegando acusaciones sin fundamento de injerencia rusa. Estas medidas represivas se justifican como necesarias para defender la democracia de supuestas amenazas internas (populistas) y externas (enemigos extranjeros). Pero cada vez es más evidente que el verdadero objetivo es afianzar el poder de las élites.

Pero persiste una pregunta: dado que la democracia occidental actual —ciertamente en lo sustancial y cada vez más en lo formal— se encuentra en un estado de coma, ¿podemos realmente afirmar que la democracia preneoliberal era una «verdadera democracia»? Durante un período relativamente corto —desde la posguerra hasta la década de 1970—, sin duda experimentamos una forma de democracia más sustancial que la actual.

En aquellos años, las clases trabajadoras se integraron por primera vez en los sistemas políticos occidentales, logrando una expansión sin precedentes de los derechos sociales, económicos y políticos en un contexto de intensa politización masiva. Dicho esto, no debemos caer en la tentación de idealizar excesivamente ese período. Es crucial reconocer que, incluso entonces, la democracia, en su sentido esencial, seguía estando gravemente limitada.

Aunque las élites gobernantes se vieron obligadas —bajo la presión de los movimientos populares, la Guerra Fría y el temor al malestar social— a ampliar el sufragio y reconocer una serie de derechos políticos y sociales, ciertamente no lo hicieron voluntariamente. Al contrario, a menudo las impulsaba el temor de que la entrada de las masas en el proceso democrático pudiera traducirse en una amenaza real para el orden social establecido, es decir, que los trabajadores utilizaran la democracia para subvertir las relaciones de poder.

Contrariamente a la retórica de que tales mecanismos servirían para «defender la democracia de sí misma», su función histórica ha sido diferente: proteger los intereses de la clase dominante de la «amenaza» de la democracia, impidiendo que cualquier voluntad popular se traduzca en transformaciones sustanciales de las estructuras de poder existentes.

Mientras tanto, a partir de la década de 1960, en todos los principales países occidentales, las demandas de una mayor democratización de la economía y la política –promovidas por los movimientos obreros, estudiantiles y populares– fueron sistemáticamente contenidas, neutralizadas o abiertamente reprimidas.

Cuando la participación política de base amenazó con socavar los equilibrios establecidos, las élites respondieron con una combinación de represión policial, deslegitimación de los medios y reorganización institucional, con el objetivo de reafirmar el control sobre el proceso de toma de decisiones e impedir que la democracia se extendiera a esferas consideradas «intocables», como la economía.

Al mismo tiempo, los «estados profundos» occidentales —compuestos por fuerzas militares, de inteligencia y de seguridad— ya ejercían una influencia significativa entre bastidores, generalmente bajo la dirección estratégica de las fuerzas de seguridad estadounidenses. Esta influencia se manifestó, por ejemplo, a través de una serie de operaciones clandestinas, que incluyeron intentos de desestabilización y, en algunos casos, ataques terroristas declarados, generalmente dirigidos a contener el auge de las fuerzas de izquierda.

En Europa, el caso más notorio es el de Gladio, una red paramilitar secreta bajo la égida de la OTAN, involucrada en numerosas actividades encubiertas —incluyendo ataques atribuidos a grupos radicales de izquierda— destinadas a crear un clima de miedo y justificar medidas represivas. En algunos casos, estas operaciones también estuvieron vinculadas a asesinatos políticos de alto perfil, lo que contribuyó a inclinar la opinión pública y la agenda política hacia una orientación conservadora y anticomunista.

Por esta razón, junto con las concesiones, se introdujeron —o mantuvieron— una serie de restricciones, límites institucionales y mecanismos de contención con el fin de limitar o neutralizar el potencial transformador de la participación popular. El sufragio universal se acompañó así de mecanismos políticos, económicos y culturales diseñados para frenar el impacto de la democracia sustantiva y asegurar su control vertical. Por ejemplo, los sistemas constitucionales modernos impusieron límites claros a la soberanía popular, es decir, a lo que podía decidirse democráticamente mediante el voto.

A pesar de ello, durante un tiempo, el poder de las masas organizadas logró contener eficazmente el poder organizado de la oligarquía como nunca antes. Sin embargo, este equilibrio estuvo estrechamente ligado a condiciones económicas y sociales específicas: la existencia de grandes concentraciones industriales, economías con un fuerte enfoque manufacturero y formas de trabajo relativamente homogéneas y sindicalizables.

A partir de la década de 1970, estas condiciones comenzaron a desmoronarse, en parte por razones estructurales (vinculadas a los procesos de desindustrialización y globalización) y en parte políticas (vinculadas a la ofensiva neoliberal). Sin embargo, lo crucial es que, desde entonces, hemos presenciado una fragmentación gradual de la clase trabajadora como sujeto político unificado, con el consiguiente debilitamiento irreversible de su capacidad para influir en la agenda política.

Así, desde los inicios de la democracia liberal moderna, las clases dominantes han trabajado activamente para delimitar el alcance de la democracia dentro de los límites de lo que se considera políticamente aceptable. Esto ha ocurrido tanto abiertamente —mediante la represión de los movimientos obreros, estudiantiles y populares— como de forma más encubierta, mediante campañas de infiltración, desinformación y, en casos extremos, acciones violentas e incluso asesinatos políticos.

Este proceso allanó el camino para una contrarrevolución a gran escala desde arriba, cuyo objetivo era desmantelar los logros, aunque parciales, alcanzados por las masas en décadas anteriores. Aquí cobra relevancia el concepto de Carl Schmitt del «estado de excepción»: la suspensión de las garantías constitucionales para imponer decisiones que serían imposibles a través de los cauces democráticos normales. Pero, como señaló el filósofo italiano Giorgio Agamben hace más de 20 años, este estado de excepción se ha vuelto permanente en Occidente. Esto, por supuesto, representa una paradoja: si es permanente, ya no es, por definición, un estado de excepción.

El futuro, lamentablemente, se presenta sombrío. Las condiciones que posibilitaron esa breve etapa de democracia sustancial han desaparecido y es improbable que regresen. En este sentido, podemos afirmar que la democracia sustancial ha muerto. Sin embargo, la desintegración del orden geopolítico occidental —con el surgimiento de un mundo multipolar liderado por potencias como China— marca una transición política y económica crucial.

El declive de la hegemonía occidental está debilitando a sus élites nacionales. Y la pérdida de influencia global está alimentando el descontento interno, especialmente ante las crecientes y sistémicas desigualdades.

Este colapso está exponiendo las debilidades estructurales del sistema occidental: al haber desaparecido la estabilidad geopolítica y el dominio económico que durante décadas han amortiguado u ocultado estas tensiones, las élites occidentales ahora se encuentran expuestas a desafíos para los cuales parecen cada vez menos equipadas, no sólo en términos de legitimidad, sino también en términos de su capacidad de gestión política y social.

Este desmoronamiento potencialmente abre la puerta para el surgimiento de un nuevo orden que podría ir mucho más allá de una simple reconfiguración del poder geopolítico: podría marcar el comienzo de una reinvención radical de los sistemas políticos y económicos en su conjunto.

Pero este nuevo comienzo requerirá una revisión radical no solo de la forma de hacer política, sino también del concepto mismo de democracia, trascendiendo las formas vacías y ritualistas de la democracia liberal. Citando a Antonio Gramsci, se podría decir que el viejo orden se está derrumbando, pero el nuevo aún no ha nacido. En este vacío, cualquier cosa puede suceder.

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Fuente: Krisis En:

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