La misma fuerza que amenaza las costas podría, sin embargo, proporcionarnos energía
Olas cada vez más grandes: el océano y la atmósfera ya tocan otra música. / ZakariaManjah/Pixabay
EDUARDO MARTÍNEZ DE LA FE/T21
Madrid 21 AGO 2025
Un océano más caliente está alimentando vientos más intensos y oleajes que viajan miles de kilómetros para reescribir playas, devorar infraestructuras y poner en jaque a quienes aún planifican con mapas del pasado.
Las olas tienen memoria: nacen en temporales lejanos, cruzan océanos y, al romper, cuentan la historia de los vientos que las moldearon. Esa memoria hoy trae un mensaje claro: el Océano Austral está generando trenes de olas más altas y potentes, una señal que ya se detecta instrumentalmente y que The Guardian describe con las voces de científicos como Mark Hemer (CSIRO) e Ian Young (Universidad de Melbourne) en un documentado artículo del autor australiano James Bradley.
El periódico destaca dos hechos cruciales: entre 1985 y 2018 las alturas en el cinturón austral crecieron alrededor de 30cm, y la energía del oleaje ha aumentado desde 1985 con aceleración creciente.
Evidencias consistentes
Esas afirmaciones encuentran sustento directo en la literatura científica: un estudio con más de 4.000 millones de mediciones satelitales y validación con boyas demostró que, de 1985 a 2018, los vientos y las olas extremas aumentaron de forma significativa en los océanos globales, con señal particularmente fuerte en el Océano Austral; allí, las olas extremas crecieron en torno a 30cm, llegándose a hablar de "cambio del clima de olas”. No se trata solo de anécdotas costeras, sino de cambios medibles en el sistema que alimenta el flujo de olas (swells) hacia el Pacífico, el Atlántico Sur y el Índico, enfatizan los investigadores.
Además de la altura, añaden, importa la energía. Una investigación publicada en Nature Communications documenta un incremento sostenido de la “wave power” global desde mediados del siglo XX (≈0.4% anual) correlacionado con el calentamiento de la superficie del mar. Una atmósfera más cálida intensifica circulaciones y temporales, y el océano responde con oleajes más energéticos. La potencia creciente del oleaje ayuda a entender por qué playas y defensas sufren más, incluso sin grandes saltos en altura media.
Nivel del mar
The Guardian también acierta al subrayar, vía Hemer, que fijarse solo en la altura es “como describir una orquesta por el volumen”. La ciencia costera lo confirma: el periodo (tiempo entre crestas) y la dirección del oleaje son determinantes. Periodos más largos concentran más empuje al romper y favorecen la sobreelevación media del nivel del mar en la zona de rompiente —el wave setup—, que se suma a mareas y marejadas, tal como destaca el IPCC.
En eventos severos, señala Ian Young, ese setup puede aportar hasta un 20% del alcance de inundación observado; una magnitud consistente con manuales y evaluaciones de riesgos compuestos del IPCC. En los hechos, eso se traduce en escenas como la de Narrabeen y Collaroy (Sídney), donde un temporal arrancó unos 25m de playa y dejó una piscina en la arena, o en temporales en el sudoeste de Inglaterra y la costa atlántica francesa, que aceleraron la retirada de acantilados y vaciaron las reservas de arena protectora. Patrones parecidos se observan en islas del Pacífico —con intrusión salina y acuíferos comprometidos— y en el Ártico, donde menos hielo marino y permafrost degradado dejan a las costas expuestas a un oleaje más frecuente y energético.
Pregunta incómoda
La pregunta inevitable que sigue es: ¿están puertos, malecones y barrios costeros diseñados para este nuevo clima de olas? The Guardian sostiene que no, y los marcos del IPCC sobre gestión de extremos y adaptación lo confirman: evaluar riesgo costero implica integrar nivel del mar, oleaje, marejada ciclónica y cambios en patrones de viento, así como actualizar “tormentas de diseño” con series recientes. Un corolario práctico es combinar obra dura con soluciones basadas en la naturaleza —dunas, marismas, arrecifes— que disipen energía, además de reservar corredores de inundación y, donde sea inevitable, planificar retiradas ordenadas, sentencia el IPCC.
Sin embargo, no todos los escenarios reflejan el mismo impacto. Hemer y sus colegas proyectan que, sin recortes drásticos de emisiones, el aumento de extremos continuará, pero con disparidad regional; algunas proyecciones apuntan a posibles descensos de altura significativa de las olas en el Pacífico Norte y el Atlántico Norte hacia finales de siglo. Aun así, un cambio en dirección o periodo puede aumentar el daño, aunque la altura no suba. Revisiones y síntesis divulgativas de la Universidad de Melbourne subrayan que hacia 2100 alrededor del 60% de las costas del planeta podrían experimentar olas extremas más grandes y frecuentes, con fuertes implicaciones para periodos de retorno y estándares de diseño.
Energía undimotriz
La dualidad que articula el reportaje —amenaza y oportunidad— se completa con una paradoja: la energía undimotriz, que aprovecha el movimiento de las olas para generar electricidad. The Guardian documenta casos australianos recientes: desde un convertidor de 200kW que abasteció hasta 200 hogares en pruebas, hasta ensayos de dispositivos “surface-riding” (que flotan y “cabalgan” la superficie del mar para capturar la energía del movimiento de las olas) frente a Albany, y la tesis de la complementariedad con eólica marina.
La literatura técnica y de innovación coinciden: el oleaje ofrece alta densidad de potencia por área y menor variabilidad que viento o sol. Sumar captadores de olas a aerogeneradores marinos eleva claramente la energía total del emplazamiento al aprovechar infraestructuras compartidas; por eso, la inversión extra crece menos que la energía añadida. El 'pero' también es claro: durabilidad en ambiente marino, costos de demostración y necesidad de estándares y aseguramiento para pasar del prototipo al despliegue.
Lo que está meridianamente claro es que el océano y la atmósfera ya tocan otra música. Para no desafinar, hay que actualizar instrumentos: medir mejor, diseñar distinto y, cuando tenga sentido, dejar que el mar nos devuelva en electricidad parte de la energía con la que ahora golpea nuestras costas. No será fácil; pero es mucho más caro y arriesgado seguir escuchando partituras viejas.
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