Hoy, Gaza confirma que esa crisis no solo persiste, sino que se ha institucionalizado. El asesinato de niños, el hambre como arma de guerra, los cuerpos calcinados entre escombros ya no generan vergüenza universal, sino análisis geopolíticos
Su negativa a aceptar la justificación del mal, una lección urgente
Camus no hablaba desde una distancia académica. Su reflexión era una denuncia viva: ‘el asesinato de un ser humano se contempla de cualquier manera menos con asco y vergüenza, que es lo que debería causar’.
Por Isabel Ginés
nuevarevolucion.es 1/08/2025
El 5 de junio de 1946, Albert Camus pronunció en Nueva York su célebre conferencia sobre La crisis del hombre, un texto que ha cobrado nueva vigencia en un mundo que, casi ocho décadas después, parece haber normalizado la violencia, institucionalizado la indiferencia y borrado los límites morales de lo humano. La humanidad, afirmaba entonces Camus, estaba ya en crisis. Hoy, la pregunta ni siquiera parece necesaria: la crisis no solo continúa, sino que se ha hecho sistémica, cotidiana, rentable.
La reflexión de Camus nace de un contexto histórico devastador. En sus palabras, “he elegido estos relatos porque ahora puedo responder a la pregunta: ¿Está el hombre en crisis?, de un modo distinto al sí convencional”. Y añade con contundencia: “Sí, la humanidad está en crisis, porque la muerte o la tortura de un ser humano en nuestro mundo se contempla con indiferencia, con curiosidad científica o incluso sin reacción alguna”. Esta frase, escrita tras el trauma de la Segunda Guerra Mundial, la Shoah y los campos de concentración, podría hoy suscribirse ante las imágenes de cuerpos mutilados en Gaza, ante los niños que mueren bajo las bombas o los refugiados que desaparecen en el mar sin que apenas se altere el ritmo de nuestras rutinas.
Camus no hablaba desde una distancia académica. Su reflexión era una denuncia viva: “el asesinato de un ser humano se contempla de cualquier manera menos con asco y vergüenza, que es lo que debería causar”. Y remata con una frase que no puede leerse sin una punzada de incomodidad: “la pena se percibe como una obligación dolorosa, algo así como tener que hacer cola para comer; por eso el ser humano está en crisis”.
¿Cómo no reconocer en esas palabras la mirada de quien ve la guerra retransmitida en directo, convertida en espectáculo, reducida a eslóganes o estadísticas, sin que la indignación detone ninguna transformación? ¿Qué otra cosa es la crisis del hombre sino la pérdida de sentido ante el sufrimiento ajeno?
Camus sabía que tras las grandes atrocidades venía el silencio. “Las víctimas no solo no pudieron verbalizar que habían sucedido ‘cosas horribles’ durante la Segunda Guerra Mundial, sino que esas cosas tenían nombre y eran reales”. Lo terrible, para él, no era solo el horror, sino la incapacidad de nombrarlo. “Ya en 1946 Camus habló de algo que muchos de los que no se vieron afectados por las deportaciones aún no estaban preparados para clasificar”. Por eso reprende a su generación, como podríamos hacer hoy con la nuestra, adormecida ante la repetición de lo inaceptable.
Pero su crítica no es derrotista. Camus propone una ética del compromiso, una resistencia lúcida: “Nuestra sugerencia es solo luchar dentro de la historia para proteger de ella esa parte del hombre que no le pertenece”. Frente al horror, no propone grandes soluciones utópicas, sino una decisión íntima: no dejarse arrastrar por la deshumanización. “Solo queremos encontrar nuestro camino hacia un tipo de civilización en la que el hombre no dé la espalda a la historia ni sea su esclavo”. Y añade algo que hoy, ante el cinismo global, suena revolucionario: una sociedad en la que “el servicio que cada uno debe a los demás se equilibre con la reflexión, el ocio y la participación en la felicidad a la que él mismo tiene derecho”.
En tiempos donde todo derecho parece estar condicionado por intereses geopolíticos, donde los discursos sobre derechos humanos conviven sin contradicción con el exterminio de poblaciones civiles, estas ideas son un recordatorio incómodo. Camus no se limitaba a denunciar; exigía acción moral. Por eso afirmaba: “Rechaza las explicaciones absolutas y el imperio de las ideologías políticas, pero afirma al ser humano vivo en su lucha por la libertad”.
En una de las frases más esperanzadoras del texto, Camus que no creía en una felicidad plena ni prometida defiende sin embargo que “sí cree en la posibilidad de aliviar el sufrimiento de la humanidad”. No era un ingenuo, sino alguien que precisamente por ver el mundo como un lugar “realmente infeliz”, pensaba que era urgente “crear en él un poco de felicidad”; y, más aún, que “porque el mundo es injusto, debemos trabajar por la justicia”. La conclusión, sencilla y brutal: “precisamente porque es, en última instancia, absurdo, debemos darle sentido”.
Ese imperativo ético dar sentido al absurdo sin caer en la resignación ni en el fanatismo es el corazón del pensamiento camusiano. Y tal vez también el único camino posible para no sucumbir hoy al espectáculo del horror. Porque la guerra, el exilio, la muerte masiva de civiles o el hambre no son fenómenos nuevos, pero sí es nueva la forma en que los observamos, los justificamos o los olvidamos.
La historia, advierte Camus, ha sido utilizada como refugio. Como excusa. Como coartada moral. Pero él la pone en duda: “La historia como lugar de refugio: como modelo explicativo que debe asumir racionalidad, intencionalidad, planificación e intención ante el carácter incomprensible de lo sucedido…”. Frente a la historia que justifica, Camus habla de “la falta de sentido de la muerte de los asesinados y los deportados”, y critica la idea de que siempre haya un plan detrás de todo. Él rechaza la imposición de sentido que absuelve al verdugo. “Esta idea fue impuesta a quienes actuaban como si el curso de la historia existiera, y Camus no quiso aceptarlo”.
Hoy, cuando vemos crímenes atroces envueltos en un lenguaje técnico o político, cuando se habla de “daños colaterales” o de “objetivos estratégicos” para referirse a vidas humanas, Camus sigue siendo necesario. Su incomodidad es la nuestra. Su lucidez, una brújula moral. Su negativa a aceptar la justificación del mal, una lección urgente.
Porque si el mundo es absurdo, como él afirmaba, no es para rendirse, sino para actuar. Para crear sentido. Para resistir a la indiferencia. Para, al fin, seguir viendo al otro aunque sea desconocido, aunque esté lejos como un ser humano que sufre, y no como una estadística de guerra.
Camus escribió que la humanidad está en crisis cuando puede contemplar la muerte de un ser humano “con indiferencia, con curiosidad científica o incluso sin reacción alguna”. Hoy, Gaza confirma que esa crisis no solo persiste, sino que se ha institucionalizado. El asesinato de niños, el hambre como arma de guerra, los cuerpos calcinados entre escombros ya no generan vergüenza universal, sino análisis geopolíticos. Mientras las bombas caen, la comunidad internacional calcula estrategias. Mientras miles mueren, se discute si la palabra “genocidio” es diplomáticamente oportuna.
El verdadero horror no es solo lo que ocurre, sino lo que no ocurre: la ausencia de repudio real, de asco colectivo, de límites éticos. El mundo contempla Gaza como quien contempla una pantalla. Por eso Camus sigue siendo esencial: porque no basta con denunciar el absurdo, hay que oponerse a él. Y si ante Gaza no nos duele, no nos revuelve, no nos mueve… entonces sí: el ser humano está en crisis. Y no hay justificación histórica que nos salve de esa vergüenza.
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