Fueron dos masacres las que golpearon a El Salado. La primera en marzo de 1997. La segunda, tres años después. Una tragedia que todavía enluta al país. Paramilitares, los responsables.
Por Fernando Alexis Jiménez
Crónicas de Macondo
Si usted se pregunta cómo era El Salado, el remoto caserío en Montes de María, bastará decir que eran unas cuadras cortas que convergían en una iglesia, sobre un costado del parquecito “Cinco de noviembre”, donde toda la gente se de daba cita, particularmente en las tardes de los fines de semana. No había mucho qué hacer, así que reunirse y conversar, constituía el único programa al que tenían acceso, pero que anhelaban que llegara, para salir de la rutina.
En el templo, abarrotadas, cabrían cincuenta personas. Ir a misa, luego ir a comer algo y hablar de lo que fuera, era lo que hacían cada domingo, bajo un calor insoportable que humedecía la ropa. Por eso se arremolinaban bajo los toldos de fritanga con las infaltables arepas de huevo y las butifarras.
Las fiestas anuales, eran las que se realizaban en honor a la virgen de Santa Rosa de Lima.
Nancy Montes, hoy docente de informática, recuerda la época: “La vida era maravillosa”. Con cuatro palabras resume lo que vivían en aquellos días, antes que irrumpieran los paramilitares.
El paisaje era agreste, árido. El único aliciente, era la brisa proveniente del mar, que les quedaba muy cerca. “Parecía que no había tiempo, y si lo hubiese, que se habría detenido. Solo teníamos conciencia de su transcurrir, por los pocos relojes de pared que se encontraban en las viviendas.”, relata la mujer.
UN AMANECER TEÑIDO DE SANGRE
La tranquilidad de El Salado, propia de un cuento de los tantos que han escrito autores caribeños como Álvaro Cepeda Samudio, fue rota abruptamente la madrugada el 23 de marzo de 1997. “Aquí nunca pasa nada”, solían repetir los viejos; sin embargo, esa premisa pasaría a la historia.
Los paramilitares llegaron por los cuatro costados del pueblecito. Despertaron a todos a gritos, enfatizando que “Es hora de que se levanten, guerrilleros hijuepuetas”, decían. Era su forma de intimidar a quienes consideraban aliados de la guerrilla. Venían uniformados, con fusiles en la mano, en las mangas de la camisa brazaletes con unas iniciales, pero un común denominador: todos sin rostro, como en una novela de terror de Stephen King.
La fama de pueblo izquierdoso, se la ganaron en la década de los 60, cuando las FARC iban y venían por la zona, un corredor de fácil acceso para el transporte de armas que, invariablemente, iban para el interior del país.
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Pero también reductos del EPL y el ELN se movilizaban muy cerca. Era una época en la que las organizaciones insurgentes no se agarraban a plomo para disputarse territorios. Aunque su cosmovisión político-militar era diferente, coincidían en un propósito común: derrocar al gobierno y tomarse el poder.
Ese día regaron la tierra con la sangre de las primeras víctimas. Los miraban, todavía adormecidos y con sorpresa y a “ojo de buen cubero”, intuían si era afecto a los guerrilleros. Los apartaban de los demás. Y sin más, les dispararon. “Somos las Autodefensas Unidas de Colombia, que no se les olvide. Si le siguen colaborando a los guerrillos, se mueren todos”, vociferaba un hombre que todos señalaban como el comandante de la compañía, a quien llamaban Genaro. Eran aproximadamente 20 hombres.
Las primeras víctimas fueron la profesora Doris Torres y Ender Domínguez, que apenas era un adolescente, estudiante aventajado.
DOS SEMANAS DE MUERTE
Una segunda arremetida, que dejó 67 víctimas, tuvo lugar entre el 16 y el 22 de febrero del 2000. La acción fue ejecutada por el llamado Bloque Norte y el Bloque Héroes de Montes de María. Ejecuciones sumarias que iban acompañadas por disparos de fusil o de pistola. Al escuchar los tiros, quienes estaban encerrados en sus casas, sabían que encontrarían en las callecitas polvorientas uno o varios cadáveres.
Esta vez no estaba Genaro, sino Rodrigo Tovar Pupo, alias “Jorge 40”. Un asesino robusto y de mediana estatura, con barba bien cuidada y pinta de intelectual universitario. Vestía con camuflado y una gorra distintiva, con una efigie que muchos asociaban con una calavera.
Mataron a 67 personas, aun cuando algunos testigos de los hechos, aseguran que fueron más de cien. Quienes no figuran en los registros, fueron arrojados junto a los arbustos, lejos de El Salado. La cifra fue avalada por la Fiscalía en el 2008.
En la masacre participaron 450 hombres, todos al servicio de las autodefensas. Su modus operandi fue el mismo: sacaron a las víctimas de las viviendas, las torturaron y, en al menos la mitad de los casos, las degollaron. “Era para ahorrar munición”, dijo Aída López, quien testificó ante las autoridades y hoy reside en Argentina.
UN DOLOR QUE NO TERMINA
A quienes seleccionaban para darles la “solución final” por considerar que tenían afinidad con la izquierda, los molieron a golpes y los degollaron en el pequeño templo. Desde su perspectiva, no profanaban el lugar, porque cubrieron el crucifijo del lugar con una toalla.
Los gritos se escuchaban en la distancia. Pedían misericordia e invocaban la ayuda de Dios. Los paramilitares parecían sordos.
Otros fueron masacrados en una cancha de fútbol cercana. Esas fueron las ejecuciones extrajudiciales para intimidad y advertir a los demás que jamás podían colaborar con la guerrilla, y si era dueño de una fonda, ni siquiera venderles una libra de arroz o una cerveza. Utilizaron garrotes, destornilladores y motosierras.
Para ahogar los gritos, hicieron sonar los instrumentos musicales que hallaron en la casa de la cultura de El Salado.
«En tres días sacaron todo el trago de las tiendas, se emborracharon y violaron y empalaron mujeres, sacaron fetos de embarazadas y jugaron al fútbol con cabezas. Con un palo, subían la cabeza de la gente y los obligaban a mirar. No los dejaban llorar«, relataría la periodista Claudia García Jaramillo, en diálogo con un portal de noticias, mucho tiempo después.
Esa mortandad desencadenó el desplazamiento forzoso de por lo menos 280 personas, entre ellos ancianos, mujeres y niños.
Las órdenes las impartió Carlos Castaño con el aval de Salvatore Mancuso, pero fueron instrumentalizadas por Jorge 40, Nicolás Castellanos Duque, Jhon Jairo Esquivel Cuadrado, alias ‘el Tigre’, y Uber Enrique Bánquez Martínez, alias ‘Juancho Dique’.
Los que “corretiaron” a los paramilitares, fueron combatientes del frente 37 de las FARC. Curiosamente el Ejército y la Policía solo aparecieron cuando los guerrilleros repelieron a las autodefensas. En tanto ocurrían las masacres, jamás se dejaron ver por la zona.
UN PUEBLO EN RUINAS
Antes de la masacre, la principal fuente de riqueza del pueblo era la industria tabacalera. Hoy la pobreza campea en la zona. Nadie invierte.
El Salado y sus alrededores lucen fantasmales y en el cementerio, ya no hay cruces. El tiempo, el calor y el paso del tiempo, acabaron con la madera. Ni siquiera lápidas se encuentran. Solo los recuerdos de una masacre que Colombia no olvida.
02/27/2025
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