A fines de este mes de octubre Colombia será sede de la COP16 sobre biodiversidad. En el contexto de un gobierno progresista, la conferencia debe convertirse en un espacio de cuestionamiento de las causas estructurales de la crisis ambiental que destaque las voces subalternas de la ruralidad.
J. Sebastian Reyes Bejarano
Entre el 21 de octubre y el 1º de noviembre de 2024, Colombia hospedará la conferencia de las partes del convenio sobre la diversidad biológica de las Naciones Unidas (COP16), bajo el eslogan de «paz con la naturaleza». Se trata de una de las convenciones internacionales más importantes para la elaboración de agendas, acciones y políticas públicas orientadas a la conservación de la biodiversidad a nivel global.
El gobierno colombiano eligió la ciudad de Cali como sede, buscando visibilizar una de las zonas más biodiversas del país: la región del Pacífico. Además, Cali es una de las principales capitales del territorio nacional. Durante el estallido social del 2021, esta ciudad se convirtió en un símbolo de lucha y resistencia. Ese año, las barriadas populares protagonizaron una protesta extendida que fue duramente reprimida por el gobierno de derecha del entonces presidente Iván Duque, lo cual provocó una indignación generalizada que llevó a la ocupación permanente del espacio público para enfrentar con barricadas y escudos la fuerte represión. Para muchos, este escenario contribuyó a configurar las condiciones que hicieron posible la llegada del primer gobierno de izquierda durante las elecciones de 2022.
El hecho de que Cali se haya convertido en un epicentro de lucha durante el estallido social tiene que ver, en parte, con los flujos demográficos urbano-rurales producidos en el marco del conflicto armado interno en una región altamente biodiversa. Estos flujos de población se han caracterizado por la migración constante del campo a la ciudad, en donde la violencia ha jugado un papel preponderante, al punto de que en el país existen más de 7 millones de víctimas de desplazamiento forzado a causa del conflicto que aún no cesa.
La biodiversa región del pacífico es también una de las más violentas del país. Allí se registró el mayor número de desplazamientos forzados en el 2023, siendo Cali la segunda ciudad con mayor recepción de población víctima de este flagelo según la Unidad para las Victimas, organismo institucional para la atención a las víctimas en Colombia. Estas «urbanidades forzadas» arriban a ciudades como Cali para asentarse en barrios populares en los que enfrentan precariedad, exclusión y racismo generalizado. Fueron estas barriadas, que agrupan población trabajadora y urbanidades forzadas, que generaron la olla a presión que finalmente reventó durante el estallido social. Una verdadera rebelión popular protagonizada por jóvenes, muchos de ellos descendientes de campesinos sin tierra desplazados.
Así las cosas, el hecho de que Cali, próxima sede de la COP16, se convirtiera en el 2021 en el símbolo de la resistencia popular, tiene que ver con procesos de despojo de tierra y recursos naturales en el marco del conflicto armado, el cual se desarrolla en buena parte de los lugares donde se concentra la biodiversidad que el gobierno de Petro quiere promocionar ante el mundo. Estos espacios son altamente disputados por los actores del conflicto, quienes se imponen para ejercer control territorial, asegurando recursos naturales en función de la implementación de proyectos extractivos y el sostenimiento de economías ilícitas, con graves consecuencias tanto para los ecosistemas como para las poblaciones rurales despojadas y desplazadas.
Contra la naturaleza y contra la campesinada
Considerando la relevancia de la violencia como factor determinante en la reconfiguración de los espacios rurales donde se concentra la biodiversidad, el lema de la COP16 «paz con la naturaleza» propuesto por el gobierno de Gustavo Petro adquiere un sentido social muy importante, pues la violencia que ha desangrado al país por más de seis décadas ha sido el vehículo para el cercamiento de los bienes comunes de la ruralidad, el despojo de tierras y recursos naturales y el vaciamiento de los territorios en fusión del extractivismo ecocida.
La guerra contra la naturaleza radica en la relación que forja el capitalismo con el entorno y en la separación ontológica que impone entre humanidad y naturaleza, sobre la que opera la racionalidad instrumental que legitima su apropiación, explotación y destrucción en función de la ganancia privada, la acumulación y el crecimiento económico. En su discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre del 2022, Gustavo Petro se refirió a la amenaza latente de la crisis climática:
La causa del desastre climático es el capital. La lógica de relacionarnos para consumir cada vez más, producir cada vez más y para que algunos ganen cada vez más produce el desastre climático. Le articularon a la lógica de la acumulación ampliada los motores energéticos del carbón y del petróleo y desataron el huracán: el cambio químico de la atmósfera cada vez más profundo y mortífero. Ahora, en un mundo paralelo, la acumulación ampliada del capital es una acumulación ampliada de la muerte.
La expansión del capitalismo sobre el espacio de la ruralidad en los países del Sur global continúa siendo un proceso sumamente violento. En buena medida, estos procesos ocurren en lo que Jason Moore definió como la «frontera de las commodities», aquellos espacios en disputa donde el control del Estado es aún precario, en los que perviven relaciones sociales fuera de la esfera del capitalismo, pero sobre los cuales se expande espacialmente el capital para sumarlos a los circuitos de los mercados globales.
El extractivismo ha sido un ejemplo de esto: enormes áreas donde antes habitaban poblaciones rurales, como pueblos indígenas o campesinos, son apropiadas por empresas extranjeras para el desarrollo de proyectos mineros a cielo abierto, agricultura extensiva para la producción de cultivos flexibles o explotaciones petroleras, destruyendo ecosistemas enteros para imponer el paisaje del extractivismo, sin que esto implique el mejoramiento de la calidad de vida de las personas que habitan estas áreas o mayores recursos para la garantía de derechos fundamentales de los ciudadanos.
En ese sentido, la guerra contra la naturaleza producida por la expansión constante del capital sobre el espacio que representa el extractivismo es también una guerra contra la diversidad de relaciones que establece la humanidad con su entorno, y que busca la imposición de la relación homogeneizadora del capital. Se trata de una guerra sostenida en contra de poblaciones humanas despreciadas por el capitalismo colonial como son las poblaciones campesinas de Colombia y América Latina, en donde el racismo juega un papel fundamental para justificar el despojo, el desplazamiento o la eliminación.
Es por ello que la guerra en Colombia ha sido vehículo para la acumulación capitalista: la violencia conduce a la eliminación física y el desplazamiento forzado de millones de campesinos que son despojados de la tierra y de los bienes naturales, garantizando así su entrada a la esfera de la producción y circulación capitalista. La guerra contra la naturaleza es la guerra contra la campesinada y la diversidad de formas de vida que se desenvuelven más allá del disciplinamiento del capital.
Así, hablar de paz con la naturaleza implica hablar de los sujetos oprimidos y explotados, rescatar su protagonismo en la construcción de alternativas y detener los nuevos-viejos discursos de estigmatización que recaen sobre estos sujetos en el escenario de la crisis ambiental, donde emerge la necesidad latente de conservar la biodiversidad.
Crisis y nuevas formas de despojo
En el marco de la COP16 sobre biodiversidad se han incrementado los debates alrededor de los enfoques de «conservación de fortaleza» o «conservación sin gente». Mientras el movimiento campesino colombiano reclama participación en los debates, reivindicando su compromiso con la preservación de la biodiversidad, el discurso hegemónico insiste en apuntarlos como «invasores» o «depredadores» de la naturaleza, acusaciones que, en un escenario de la crisis ambiental global, no hacen sino fortalecerse.
Para la campesinada colombiana, este tipo de enfoques significa la profundización de la persecución histórica que ha sufrido en el marco del conflicto armado, y representa una nueva dinámica de despojo de tierras y recursos naturales que sigue minando su derecho a la permanencia en los territorios. Esta perspectiva está relacionada con las denuncias que han presentado movimientos internacionales y académicos en los estudios agrarios críticos, como Jun Borras, quien ha alertado sobre las nuevas formas de acaparamiento de tierras en todo el mundo disparadas por las fiebres globales por la tierra en el escenario de crisis ambiental.
Como sostuvo Lefevre, el capitalismo tiene una tendencia totalizante sobre el espacio. En escenarios de crisis se producen transformaciones sobre el espacio para garantizar la apertura de nuevos mercados, proceso ligado a la expansión constante del capital. Esto es posible mediante el despojo de tierras, recursos naturales y derechos, como explica la condición inmanente de la acumulación originaria planteada por Marx y su desarrollo en la teoría de la acumulación por despojo propuesta por David Harvey. En ese sentido, las crisis pueden ser entendidas como mecanismos de disciplinamiento para el capital, puntos de inflexión que permiten su transformación a lo largo del tiempo.
Ahora bien, la particularidad de esta nueva crisis es que la lógica de acumulación capitalista ha llevado a la disrupción de los ciclos bio-geoquímicos que garantizan el sostenimiento de la vida en el planeta como la conocemos, algo ya apuntado por el ecomarxista norteamericano James O’Connor en su tesis sobre la segunda contradicción del capitalismo. La degradación de las condiciones de producción representada en la guerra contra la naturaleza genera una crisis ecológica que amenaza la base misma sobre la cual se sostiene la acumulación de capital: allí radica la contradicción en la que se enmarca esta nueva crisis.
Ante el conflicto emergen diferentes soluciones espaciales y socioecológicas que buscan lidiar con los límites que el entorno natural impone a la lógica de acumulación. Aparecen entonces agendas internacionales para la implementación de políticas públicas orientadas al establecimiento de ajustes institucionales (expresados, por ejemplo, en acuerdos para la gobernanza ambiental como los que llevan a la delimitación de áreas para la conservación) o se promueve la innovación tecnológica para la transición energética y el desarrollo de infraestructuras que permitan la adaptación al cambio climático. Todo esto sin cuestionar la lógica de acumulación y crecimiento del capitalismo, sino más bien para salvarla y darle un nuevo impulso.
A su vez, siguiendo la lógica de expansión del capital como solución a la crisis, se persigue la apertura de nuevos mercados, entre los que se cuenta el surgimiento de formas de mercantilización de la naturaleza como los mercados verdes, los bonos de carbono, los pagos por servicios ambientales, los sellos de sostenibilidad, etc. Sumado a esto aparece también lo que James McCarty denomina las «geografías de la transición energética», que no son más que la creación de nuevas zonas de sacrificio en donde poblaciones históricamente excluidas son despojadas y desplazadas para garantizar la extracción de los recursos necesarios para superar la dependencia a los combustibles fósiles. Conferencias internacionales como las COP han servido a este propósito. Desde allí, las tecnocracias científicas mundiales han determinado la agenda para facilitar estos procesos de transformación hacia lo que activistas y académicos han llamado el «capitalismo verde».
En el caso de Colombia, los procesos de acaparamiento en el marco de estos nuevos ajustes han provocado el despliegue de discursos estigmatizantes en contra de los pobladores rurales —especialmente la campesinada— quienes son señalados como responsables de la deforestación y la pérdida de biodiversidad al ubicarse en ecosistemas estratégicos como la Amazonía o los páramos (estos últimos, ecosistemas andinos de gran importancia para el abastecimiento de agua de las grandes ciudades en el país).
Esta estigmatización invisibiliza las causas estructurales de la deforestación y la crisis ambiental mencionadas anteriormente, además que desconoce las razones por las cuales estas familias se asentaron en áreas consideradas ahora como estratégicas ambientalmente, razones que tienen que ver, entre otras, con los procesos de despojo y acaparamiento de tierras al interior de la frontera agrícola, los cuales obligaron a una porción de campesinos desplazados a moverse hacia las áreas más alejadas de la ruralidad.
De esta manera, la reconfiguración del espacio rural dirigida por el capital en el escenario de la crisis ambiental desata nuevos procesos de despojo en contra de poblaciones históricamente excluidas. La apertura de mercados para la expansión del renovado capitalismo verde como una forma de superar la crisis, lejos de morigerarla, puede profundizar los conflictos alrededor de la tenencia de la tierra y el acceso y uso de bienes naturales, provocando mayores grados de exclusión de los trabajadores rurales, sosteniendo la tendencia hacia el cercamiento de los comunes, la mercantilización de la naturaleza y el vaciamiento de los territorios campesinos.
Empero, si bien la crisis ambiental no es el anuncio de un inminente fin del capitalismo, los conflictos sociales y las tensiones de clase que se exacerban en este escenario provocan procesos de movilización y lucha que cuestionan profundamente las lógicas de explotación y acumulación capitalista, incrementando la potencialidad de las transformaciones radicales que contribuyan al desmantelamiento del sistema. Entre estas voces movilizadas se encuentra la campesinada, que reclama el derecho a la permanencia y la vida digna en sus territorios, cuestionando el modelo extractivista y las dinámicas de despojo que lo hacen posible, y reclamando participación en la definición del futuro en este escenario de crisis.
El movimiento campesino y la alternativa a la crisis
La campesinada colombiana ha sido objeto de una violencia recurrente relacionada con los procesos de acaparamiento y despojo de tierras y recursos naturales para la implementación de proyectos extractivistas que tienen grandes consecuencias en el detrimento de la biodiversidad. Además, las consecuencias de la contaminación y la degradación ambiental recaen sobre los trabajadores de la ruralidad, que no solo son objeto de una explotación despiadada sino también de enfermedades y malestares que atentan contra su salud.
El movimiento campesino que ha resistido a estas dinámicas de despojo y destrucción de la vida emerge no solo como víctima, sino como un actor central en la lucha contra el capitalismo colonial y ecocida.
La transición para la superación de la crisis ambiental no puede quedar en manos de las corporaciones privadas y los mercados verdes. Además de los nuevos-viejos procesos de despojo y acaparamiento de tierras y recursos naturales que desatan, no atenderán las causas estructurales de la crisis: su superación sentará siempre las bases para la crisis siguiente, pues la lógica de acumulación capitalista, en la que prevalece el egoísmo y la acumulación de riqueza individual a costa de la explotación de la naturaleza humana y no humana, prolonga la guerra contra aquellas vidas que no caben en las naves espaciales en las que los ultrarricos pretenden escapar de la catástrofe.
Las alternativas que emergen desde los sujetos sobre los cuales recaen las peores consecuencias de esta guerra, quienes han enfrentado desde la primera línea la destrucción de la vida, deben ser tomadas en cuenta en una COP sobre la biodiversidad que ha sido promocionada como «la COP de la gente». El gobierno colombiano ha tenido avances significativos en este propósito; el más destacado, la llamada Cumbre Campesina previa a la COP16, a fines de agosto, que reunió la diversidad del movimiento campesino colombiano y representantes del movimiento internacional como La Vía Campesina.
En esta cumbre el gobierno recogió los planteamientos de las organizaciones campesinas alrededor del cuestionamiento profundo del modelo extractivista y el régimen alimentario global, las denuncias sobre sus consecuencias en la degradación ambiental y los reclamos sobre su participación en la elaboración de alternativas radicales a la crisis, una alternativa en la que la producción no esté en función de la lógica de acumulación capitalista sino del cuidado y sostenimiento de la vida en general, protegiendo la labor de la campesinada en la preservación de semillas, los conocimientos y prácticas alrededor de la producción de alimentos y el cuidado del entorno al que están ligados vitalmente. Además de esto, se hicieron fuertes críticas al enfoque de «conservación sin gente» que ha dominado buena parte de los discursos conservacionistas.
En respuesta a estas reivindicaciones, los Ministerios de Medio Ambiente y Agricultura firmaron, frente a la campesinada en su Cumbre, tanto una declaración conjunta como un decreto que orientará la acción coordinada hacia la reconciliación de las iniciativas de conservación de la biodiversidad y el sostenimiento de la agricultura campesina familiar y comunitaria. Queda entonces el compromiso del Gobierno de Petro para incorporar dentro de la delegación oficial a la COP16 a este amplio movimiento campesino, el cual se adhiere a las voces de los pueblos indígenas y las comunidades afrocolombianas de uno de los países más peligrosos del mundo para los defensores del medio ambiente.
Dentro de las propuestas que deben destacar en el marco de esta cumbre está la de las Zonas de Reserva Campesina. Se trata de una figura de ordenamiento territorial resultado de décadas de movilización y resistencia campesina en contra del despojo y por el reconocimiento como sujetos políticos y de derechos. La figura, reconocida en la Ley de Reforma Agraria de la Constitución colombiana, está orientada al fortalecimiento de la economía campesina, la estabilización de la frontera agrícola y la protección de áreas de especial interés ambiental a través del manejo comunitario del territorio. Desde su regulación en 1994, las Zonas de Reserva Campesina han sido una herramienta de lucha colectiva de las comunidades campesinas en toda Colombia y pueden ser una oportunidad para que, ante la mercantilización de la naturaleza, prevalezca la comunalización como alternativa a la crisis.
Estas figuras territoriales han sido un ejemplo de organización comunitaria para la resistencia y la lucha por la vida digna en medio de la guerra. Su existencia depende del fortalecimiento organizativo de las comunidades campesinas, quienes de manera colectiva y autónoma desarrollan los planes para el manejo de su territorio, incluyendo límites a la propiedad privada sobre la tierra, fortalecimiento de las actividades productivas a partir de la economía campesina familiar y comunitaria, y conservación de ecosistemas estratégicos.
Las Zonas de Reserva Campesina, al igual que otras figuras más recientes como los Territorios Campesinos Agroalimentarios, son un ejemplo crucial para continuar avanzando en la construcción de horizontes más allá del capitalismo depredador que conocemos. Ellas plantean un elemento central para la superación de la guerra contra la naturaleza y la vida en el momento en que nos encontramos: la planificación, a través de distintos mecanismos de participación comunitaria, debe llevar al disciplinamiento del capital y el mercado en función del sostenimiento de la vida. Pues si el mercado y el capital continúan expandiéndose sin control sobre sus últimas fronteras, la crisis se convertirá en catástrofe para la mayoría.
Finalmente, para que el lema de la COP16, «paz con la naturaleza», propuesto por el Gobierno colombiano, sea una realidad, es necesario que esta conferencia multilateral se convierta en un espacio en disputa. Esto será posible mediante la inclusión y participación activa de los movimientos agrarios que habitan los últimos espacios donde florece la biodiversidad frente a la depredación capitalista. La COP16 no puede ser solo un espacio en el que los promotores internacionales del capitalismo verde se reúnan a cerrar negocios, o donde las tecnocracias científicas definan los marcos dentro de los cuales se orientan las políticas de conservación de espaldas a la gente. Las voces subalternas no solo tienen que ser escuchadas, sino que deben poder participar en las discusiones sobre las que se definen los acuerdos internacionales, incluso si esto lleva a incomodos momentos de tensión.
En un continente que descarga destrucción sobre las vidas que escapan al disciplinamiento del capital, alcanzar la paz con la naturaleza solo será posible si los sujetos que han enfrentado las peores consecuencias de esa guerra, aquellos que han sido despojados y desplazados en favor del extractivismo, toman las riendas de su futuro. Así, de la mano de otros movimientos sociales, podremos luchar colectivamente por la construcción de horizontes que vayan más allá del capitalismo y su crisis, horizontes que pongan en el centro de la relación con nuestro entorno el sostenimiento y cuidado de la vida en condiciones dignas y justas para todas las personas, una demanda radical que hoy acoge el movimiento campesino.Compartir este artículo FacebookTwitter Email
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J. Sebastian Reyes Bejarano
Sociólogo, investigador de doctorado en ecología política de la Universidad de Ámsterdam, activista por la paz con justicia social en Colombia.
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