Ninguno de los dos es democrático. Ambos han comprado a la clase política, la academia y la prensa. Ambos son formas de explotación que empobrecen y desempoderan al pueblo.
Elijan su veneno. Destrucción por el poder corporativo o destrucción por la oligarquía. El resultado final es el mismo.
Hay una guerra civil dentro del capitalismo. Kamala Harris es el rostro del poder corporativo. Donald Trump es la mascota de los oligarcas. De cualquier manera, perdemos.
Chris Hedges, The Chris Hedges Report
Voces del Mundo, 22 de octubre de 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
La opción en las elecciones es entre el poder corporativo y el oligárquico. El poder corporativo necesita estabilidad y un gobierno tecnocrático. El poder oligárquico prospera en el caos y, como dice Steve Bannon, en la «deconstrucción del Estado administrativo». Ninguno de los dos es democrático. Ambos han comprado a la clase política, la academia y la prensa. Ambos son formas de explotación que empobrecen y desempoderan al pueblo. Ambos canalizan el dinero hacia las manos de la clase multimillonaria. Ambos desmantelan las regulaciones, destruyen los sindicatos, destripan los servicios gubernamentales en nombre de la austeridad, privatizan todos los aspectos de la sociedad estadounidense, desde los servicios públicos hasta las escuelas, perpetúan las guerras permanentes, incluido el genocidio en Gaza, y neutralizan a unos medios de comunicación que deberían, si no estuvieran controlados por las corporaciones y los ricos, investigar su saqueo y corrupción. Ambas formas de capitalismo destripan el país, pero lo hacen con herramientas diferentes y tienen objetivos distintos.
Kamala Harris, ungida por los donantes más ricos del Partido Demócrata sin recibir un solo voto en las primarias, es el rostro del poder corporativo. Donald Trump es la mascota bufonesca de los oligarcas. Esta es la división dentro de la clase dominante. Es una guerra civil dentro del capitalismo que se desarrolla en el escenario político. El pueblo es poco más que un accesorio en unas elecciones en las que ninguna de las partes promoverá sus intereses ni protegerá sus derechos.
George Monbiot y Peter Hutchison en su libro «Invisible Doctrine: The Secret History of the Neoliberalism», se refieren al poder corporativo como “capitalismo domesticado”. Los capitalistas domesticados necesitan políticas gubernamentales coherentes y acuerdos comerciales fijos porque han realizado inversiones que tardan tiempo, a veces años, en madurar. Las industrias manufactureras y agrícolas son ejemplos de «capitalismo domesticado».
Monbiot y Hutchison se refieren al poder oligárquico como «capitalismo caudillo». El capitalismo de señores de la guerra busca la erradicación total de todos los impedimentos a la acumulación de beneficios, incluyendo regulaciones, leyes e impuestos. Gana su dinero cobrando alquileres, erigiendo cabinas de peaje en todos los servicios que necesitamos para sobrevivir y cobrando tasas exorbitantes.
Los campeones políticos del capitalismo caudillista son los demagogos de extrema derecha, como Trump, Boris Johnson, Giorgia Meloni, Narendra Modi, Victor Orban y Marine Le Pen. Siembran la disensión pregonando absurdos, como la teoría del gran reemplazo, y desmantelan estructuras que proporcionan estabilidad, como la Unión Europea. Esto crea incertidumbre, miedo e inseguridad. Los que orquestan esta inseguridad prometen, si cedemos aún más derechos y libertades civiles, que nos salvarán de enemigos fantasmas, como los inmigrantes, los musulmanes y otros grupos demonizados.
Los epicentros del capitalismo caudillista son las empresas de capital riesgo. Estas empresas, como Apollo, Blackstone, Carlyle Group y Kohlberg Kravis Roberts, compran y saquean empresas. Amontonan la deuda. Se niegan a reinvertir. Recortan personal. Llevan voluntariamente a las empresas a la quiebra. El objetivo no es mantener las empresas, sino recolectarlas para obtener activos y beneficios a corto plazo. Quienes dirigen estas empresas, como Leon Black, Henry Kravis, Stephen Schwarzman y David Rubenstein, han amasado fortunas personales de miles de millones de dólares.
La cohorte de partidarios de Trump en Silicon Valley, encabezada por Elon Musk, estaba, según escribe The New York Times, «acabada con los demócratas, los reguladores, la estabilidad, todas esas cosas». En su lugar, optaban por el caos libre y generador de fortuna que conocían del mundo de las startups». Planeaban «plantar dispositivos en los cerebros de la gente, sustituir las monedas nacionales por fichas digitales no reguladas, [y] reemplazar a los sistemas generales por sistemas de inteligencia artificial».
El multimillonario Peter Thiel, fundador de PayPal y partidario de Trump, le ha hecho la guerra a los «impuestos confiscatorios». Financia un comité de acción política contra los impuestos y propone la construcción de naciones flotantes que no impondrían impuestos obligatorios sobre la renta.
La multimillonaria israelí-estadounidense Miriam Adelson, viuda del magnate de los casinos Sheldon Adelson, con un patrimonio neto estimado en 35.000 millones de dólares, ha donado a Trump 100 millones de dólares para su campaña. Aunque Adelson, nacida y criada en Israel, es una ferviente sionista, también forma parte del club de oligarcas que pretenden recortar drásticamente los impuestos a los ricos, impuestos que ya han sido recortados por el Congreso, o disminuidos a través de una serie de vacíos legales.
El economista Adam Smith advirtió que, a menos que los ingresos de los rentistas se gravaran fuertemente y se devolvieran al sistema financiero, éste se autodestruiría.
Los restos del naufragio que orquestan las empresas de capital riesgo y los oligarcas recaen sobre los trabajadores que se ven forzados a entrar en una economía de trabajo temporal, que han visto cómo se erradicaban los salarios estables y las prestaciones. Se extrae de los fondos de pensiones que se agotan debido a las comisiones usurarias, o se suprimen. Se extrae de nuestra salud y seguridad. Los residentes de residencias de ancianos, por ejemplo, propiedad de empresas de capital riesgo, sufren un 10% más de muertes -por no hablar de los honorarios más elevados- debido a la escasez de personal y al menor cumplimiento de las normas de atención.
Las empresas de capital riesgo son una especie invasora. También están omnipresentes. Han adquirido instituciones educativas, empresas de servicios públicos y cadenas minoristas, mientras desangraban a los contribuyentes con cientos de miles de millones en subvenciones que son posibles gracias a fiscales, políticos y reguladores comprados y pagados. Lo que resulta especialmente irritante es que muchas de las industrias de las que se apoderan las empresas de capital riesgo -agua, saneamiento, redes eléctricas, hospitales- se pagaron con fondos públicos. Canibalizan a la nación, dejando tras de sí industrias cerradas y en quiebra.
Gretchen Morgenson y Joshua Rosner documentan cómo funciona el capital riesgo en el libro «These are the Plunderers: How Private Equity Runs-and Wrecks-America».
«Rutinariamente alabados en la prensa financiera por sus negocios y alabados por sus donaciones ‘caritativas’, estos capitalistas desenfrenados han montado costosas campañas de presión para asegurarse un enriquecimiento continuado gracias a leyes fiscales favorables», escriben.
«Sus cuantiosas donaciones les han valido puestos de poder en consejos de museos y grupos de reflexión. Han publicado libros sobre liderazgo en los que ensalzan ‘la importancia de la humildad y la humanidad’ en la cima, mientras destripan a los de abajo. Sus empresas se encargan de que no paguen impuestos por las multimillonarias ganancias que generan sus acciones. Y, por supuesto, rara vez mencionan que las empresas de las que son propietarios se encuentran entre las mayores beneficiarias de las inversiones gubernamentales en autopistas, ferrocarriles y educación primaria, cosechando enormes beneficios de las subvenciones y las políticas fiscales que les permiten pagar tipos sustancialmente más bajos sobre sus ganancias», explican.
«Estos hombres son los magnates ladrones de la era moderna. Pero, a diferencia de muchos de sus predecesores en el siglo XIX, que amasaron riquezas asombrosas extrayendo los recursos naturales de una nación joven, los magnates de hoy extraen su riqueza de los pobres y de la clase media a través de complejas operaciones financieras».
Los capitalistas «domesticados» están representados por políticos como Joe Biden, Kamala Harris, Barack Obama, Keir Starmer y Emmanuel Macron. Pero el «capitalismo domesticado» no es menos destructivo. Impulsó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), la mayor traición a la clase obrera estadounidense desde la Ley Taft-Hartley de 1947, que impuso restricciones paralizantes a la organización sindical. Revocó la Ley Bancaria de 1933 (Glass-Steagall) que separaba la banca comercial de la banca de inversión. Derribar el cortafuegos entre la banca comercial y la de inversión provocó el colapso financiero mundial de 2007 y 2008, incluida la quiebra de casi 500 bancos. Impulsó la eliminación de la Doctrina de la Equidad por parte de la Comisión Federal de Comunicaciones bajo Ronald Reagan, así como la Ley de Telecomunicaciones bajo la presidencia de Bill Clinton, lo que permitió a un puñado de corporaciones consolidar el control de los medios de comunicación. Destruyó el antiguo sistema de asistencia social, el 70% de cuyos beneficiarios eran niños. Duplicó la población carcelaria y militarizó la policía. En el proceso de trasladar la fabricación a países como México, Bangladesh y China, donde los trabajadores se afanan en talleres clandestinos, 30 millones de estadounidenses fueron objeto de despidos masivos, según cifras recopiladas por el Labor Institute. Mientras tanto, acumuló déficits masivos -el déficit del presupuesto federal aumentó a 1,8 billones de dólares en 2024, con una deuda nacional total que se acerca a los 36 billones de dólares- y descuidó nuestras infraestructuras básicas, incluidas las redes eléctricas, las carreteras, los puentes y el transporte público, mientras gastamos más en nuestro ejército que todas las demás grandes potencias de la Tierra juntas.
Estas dos formas de capitalismo son especies de capitalismo totalitario, o lo que el filósofo político Sheldon Wolin llama «totalitarismo invertido». En cada forma de capitalismo, los derechos democráticos están abolidos. El pueblo está bajo vigilancia constante. Se desmantelan o desfiguran los sindicatos. Los medios de comunicación sirven a los poderosos y las voces disidentes son silenciadas o criminalizadas. Todo se mercantiliza, desde el mundo natural hasta nuestras relaciones. Los movimientos populares y de base están proscritos. El ecocidio continúa. La política es burlesque.
El peonaje de la deuda y el estancamiento salarial garantizan el control político y una mayor consolidación de la riqueza. Los bancos y los financieros corporativos esclavizan no sólo a los individuos con el peonaje de la deuda, sino también a las ciudades, los municipios, los estados y el gobierno federal. El aumento de los tipos de interés, unido a la disminución de los ingresos públicos, especialmente a través de los impuestos, es una forma de extraer los últimos restos de capital de los ciudadanos, así como del gobierno. Una vez que los particulares, los Estados o los organismos federales no pueden pagar sus facturas -y para muchos estadounidenses esto suele significar facturas médicas-, los activos se venden a empresas o se embargan. Se privatizan las tierras, propiedades e infraestructuras públicas, así como los planes de pensiones. Se expulsa a los individuos de sus hogares y se les sume en la miseria financiera y personal.
«El jefe de Goldman Sachs salió a decir que los trabajadores de Goldman Sachs son los más productivos del mundo», me dijo el economista Michael Hudson, autor de Killing the Host: How Financial Parasites and Debt Destroy the Global Economy. «Por eso les pagan lo que les pagan. El concepto de productividad en Estados Unidos es el ingreso dividido por el trabajo. Así que, si eres Goldman Sachs y te pagas 20 millones de dólares al año en salarios y primas, se considera que has añadido 20 millones de dólares al PIB, y eso es enormemente productivo. Por tanto, estamos hablando de forma tautológica. Estamos hablando de razonamiento circular».
«Así que la cuestión es si Goldman Sachs, Wall Street y las empresas farmacéuticas depredadoras, añaden realmente ‘producto’ o si se limitan a explotar a otras personas», continuó. «Por eso utilicé la palabra parasitismo en el título de mi libro. La gente piensa que un parásito simplemente saca dinero, sangre de un huésped o dinero de la economía. Pero en la naturaleza es mucho más complicado. El parásito no puede simplemente entrar y tomar algo. En primer lugar, tiene que adormecer al huésped. Tiene una enzima para que el huésped no se dé cuenta de que el parásito está allí. Y luego los parásitos tienen otra enzima que se apodera del cerebro del huésped. Hace que el huésped imagine que el parásito es parte de su propio cuerpo, en realidad parte de sí mismo y por lo tanto debe protegerlo. Eso es básicamente lo que ha hecho Wall Street. Se representa a sí mismo como parte de la economía. No como una envoltura alrededor de ella, no como algo externo a ella, sino en realidad como la parte que está ayudando al cuerpo a crecer, y que en realidad es responsable de la mayor parte del crecimiento. Pero no es sino el parásito que se está apoderando del crecimiento».
«El resultado es una inversión de la economía clásica», dijo Hudson. «Le da la vuelta a Adam Smith. Dice que lo que los economistas clásicos decían que era improductivo -el parasitismo- es en realidad la economía real. Y que los parásitos son el trabajo y la industria que se interponen en el camino de lo que el parásito quiere: que es reproducirse, no ayudar al huésped, es decir, el trabajo y el capital.»
La weimarización de la clase obrera estadounidense es por diseño. Se trata de crear un mundo de amos y siervos, de élites oligárquicas y corporativas empoderadas y un público desempoderado. Y no es sólo nuestra riqueza lo que nos quitan. Es nuestra libertad. El llamado mercado autorregulado, como escribe el economista Karl Polanyi en «The Great Transformation», siempre acaba con un capitalismo mafioso y un sistema político mafioso. Un sistema de autorregulación, advierte Polanyi, conduce a «la demolición de la sociedad».
Si votan a Harris o a Trump -no tengo intención de votar a ningún candidato que sostenga el genocidio en Gaza-, están votando a una forma de capitalismo rapaz frente a otra. Todas las demás cuestiones, desde el derecho a las armas hasta el aborto, son tangenciales y se utilizan para distraer al público de la guerra civil dentro del capitalismo. El pequeño círculo de poder que encarnan estas dos formas de capitalismo excluye al público. Son clubes de élite, clubes donde los miembros ricos habitan a cada lado de la división, o a veces van y vienen, pero son impenetrables para los de fuera.
«La ironía es que la avaricia desenfrenada de los corporativistas, los capitalistas domesticados, creó un pequeño número de multimillonarios que se convirtieron en su némesis, los capitalistas señores de la guerra. Si no se detiene el saqueo, si no restauramos mediante movimientos populares el control sobre la economía y el sistema político, triunfará el capitalismo de los señores de la guerra. Los señores de la guerra capitalistas consolidarán el neofeudalismo, mientras el público está distraído y dividido por los disparates de payasos asesinos como Trump.
No veo nada en el horizonte que vaya a evitar este destino.
Trump, por ahora, es el mascarón de proa del capitalismo caudillista. Pero él no lo creó, no lo controla y puede ser sustituido fácilmente. Harris, cuyas divagaciones sin sentido pueden hacer que Biden parezca centrado y coherente, es el traje vacío y vacuo que los tecnócratas adoran.
Elijan su veneno. Destrucción por el poder corporativo o destrucción por la oligarquía. El resultado final es el mismo. Eso es lo que ofrecen en noviembre los dos partidos gobernantes. Nada más.
18 octubre 2024
Imagen de portada: Banco de sangre (por Mr. Fish).
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Chris Hedges es un escritor y periodista ganador del Premio Pulitzer. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.
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