En Gaza, el desplazamiento forzado es una realidad implacable.
También es un trauma histórico.
Desplazados de nuevo. Tres personas llevan sus pertenencias mientras abandonan una zona del campo de refugiados de Bureij, en el centro de la Franja de Gaza, después de que un ataque israelí en el lugar matara a nueve personas el 17 de septiembre. Imágenes de Omar Ashtawy
Para quienes crecimos con las historias de la Nakba (el exilio forzado de nuestros abuelos en 1948), el desplazamiento fue una herida transmitida de generación en generación que parecía una tragedia lejana del pasado.
Esa distancia se hizo añicos para mí cuando la agresión militar de Israel convirtió mi vida en un ciclo de desplazamientos interminables, cada uno más desgarrador que el anterior.
En el corazón del sur de la ciudad de Gaza, nuestro barrio de Sheij Ijlin se convirtió en una ciudad fantasma a medida que las familias huían a causa de las amenazas del ejército israelí.
Mi familia, la única que se negó a irse, se aferró a nuestra casa con una determinación que parecía casi temeraria. No sabíamos entonces que esta decisión conduciría a un mes de noches que parecían una eternidad: noches de bombardeos incesantes, donde la supervivencia parecía más bien un cruel juego de azar.
Cada noche, cuando el sol se escondía tras el horizonte, comenzaba el bombardeo y yo me preparaba para lo que pudiera venir, sabiendo que el siguiente misil podría ser el que acabara con todo.
El último día del pasado octubre se destaca en mi memoria como la peor noche de todas. El bombardeo fue tan intenso que llovió metralla sobre nuestro edificio, las paredes temblaron bajo el impacto, las ventanas se rompieron en añicos y nuestro jardín se transformó en un cementerio de escombros metálicos.
El destello de un dron cuadricóptero, el ruido constante de las explosiones y los gritos de terror de las familias que se refugiaban con nosotros: son los recuerdos que me persiguen.
Al amanecer, estaba claro que ya no podíamos quedarnos. Las cinco familias que nos habíamos apiñado juntas tomamos la decisión colectiva de marcharnos. En cuestión de minutos, empacamos todo lo que podíamos llevar y huimos al barrio de al-Daraj.
Mientras conducíamos por la ciudad, vi Gaza no como el hogar que amaba, sino como una ciudad en ruinas, un lugar que ya no podía reconocer. Fue durante ese tiempo cuando probé por primera vez la amarga sensación del desplazamiento, aunque todavía no tenía palabras para describirlo.
El asedio de enero
Enero trajo otro desplazamiento.
Habíamos buscado refugio cerca de la sede de las Naciones Unidas en la ciudad de Gaza, cuando corrieron rumores de que el ejército israelí estaba avanzando y podría invadir la parte occidental de la ciudad. Nos preparamos para escapar, pero cuando mis familiares llegaron hasta la puerta, retrocedieron con miedo: había un tanque israelí justo afuera.
Durante dos días estuvimos atrapados, sin poder salir, paralizados por la incertidumbre. Las preguntas acosaban nuestras mentes:
¿Nos desplazarían de nuevo?
¿Adónde iríamos?
¿Cómo escaparíamos?
¿Irrumpirían los soldados en nuestro edificio y nos obligarían a ir hacia el sur?
¿Nos matarían?
¿O nos sacarían y nos harían caminar con tanques a nuestras espaldas, como ganado al matadero?
Los gritos de los niños, los susurros de miedo de los adultos y la aplastante sensación de impotencia llenaban cada rincón de ese edificio.
Entonces, inesperadamente, los soldados no cargaron contra los edificios. Los hombres de nuestra familia, arriesgando sus vidas, se asomaron por las ventanas, un acto peligroso que fácilmente podría haber sido una sentencia de muerte.
Pero, una vez más: ¿qué les quedaba por perder después de meses de genocidio despiadado?
Para su sorpresa, vieron que el tanque retrocedía, que desaparecía de la vista.
“¡Vamos! ¡Esta es nuestra oportunidad!”, gritaron.
Corrimos, con el corazón palpitando mientras huíamos del edificio. Sin embargo, el tanque regresó y se dirigió hacia nosotros. No nos detuvimos. Por algún milagro, llegamos a la parte oriental de la ciudad de Gaza, vivos pero desplazados una vez más. Esta vez, sin embargo, el terror que sentimos no se parecía a nada anterior. La fragilidad de la vida, la facilidad con la que se podía extinguir, dejó una marca indeleble en todos nosotros.
Un cielo desconocido
El desplazamiento de abril trajo consigo un dolor tan profundo que todavía puedo sentirlo.
Nos dirigimos hacia el sur de Gaza por la calle Al-Rashid. Estaba irreconocible. La destrucción era total, la calle estaba destrozada y los edificios entre los que crecí se habían convertido en escombros.
Vi el mar, el mar que siempre había sido un símbolo de libertad, un lugar de consuelo para mí, lleno de soldados y máquinas de guerra. Su presencia empañaba su belleza, un duro recordatorio de que ya nada en Gaza era realmente nuestro.
Al atravesar un puesto de control por primera vez en mi vida y ver de cerca a los soldados deambulando libremente por lo que una vez fue nuestro hogar, sentí que estaban violando todo lo que amaba.
Los recuerdos a los que me aferraba, las imágenes de una Gaza pacífica, estaban ahora manchados por la realidad de la guerra y el genocidio. Ya no veía mi ciudad como antes; la inocencia de esos recuerdos se había perdido para siempre.
A lo largo de más de diez desplazamientos, me he aferrado al recuerdo de mi casa, soñando con el día en que pueda regresar. Pero esa esperanza se desvaneció cuando me enteré de que los militares habían convertido nuestra zona en un campamento militar, reduciendo mi barrio a escombros.
El lugar que una vez había sido mi santuario ahora es un páramo estéril.
El desplazamiento no es solo la pérdida de un hogar. Es la pérdida lenta y agonizante de una parte de ti misma. Es la amarga verdad de que, sin importar dónde pisen tus pies, nunca pertenecerás realmente a ese lugar.
Aquí, en Egipto, soy una vagabunda bajo un cielo que no es el mío, a la deriva en una tierra que no ofrece consuelo, solo el frío recordatorio de lo que me han arrebatado.
Gaza no es solo un lugar; es la esencia misma de lo que soy. Cada grano de arena, cada ola que besó sus orillas, cada recuerdo ahora velado por el polvo y los escombros, todo está entretejido en la trama de mi alma. El desplazamiento puede haber empujado mi cuerpo a una tierra extranjera, pero no ha cortado el vínculo que me une a Gaza.
Un día regresaré, en carne y hueso, al lugar donde mi corazón se forjó en los fuegos del amor y la pérdida. Pero incluso si ese día nunca llega, dejemos que mi anhelo sea llevado por los vientos, de regreso a través del desierto, para descansar en las arenas de Gaza.
Porque incluso en ruinas, Gaza es más mi hogar que cualquier otro lugar en la tierra. En el abrazo de mi Gaza, encontraré la paz que ninguna otra tierra puede ofrecer. Ya sea en la vida o en el recuerdo, estaré en casa.
Foto de portada: Desplazados de nuevo. Tres personas con sus pertenencias abandonan una zona del campo de refugiados de Bureij, en el centro de la Franja de Gaza, después de que un ataque israelí matara a nueve personas el 17 de septiembre (Omar Ashtawy/APA).
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Roaa Shamallakh es una escritora y traductora de Gaza.
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