La escalada de presiones diplomáticas estadunidenses busca explotar las vacilaciones y contradicciones de los presidentes de Brasil y Colombia
Lula y Petro parecen no haber comprendido que, en tiempos de gran polarización geopolítica, jugar en un terreno resbaladizo y oscilante es una pésima señal...
Carlos Fazio
El conflicto poselectoral en Venezuela exhibe la redición de antiguos esquemas de presión, desestabilización y ataques directos a la soberanía nacional del país sudamericano por la diplomacia de guerra de Washington. Así, mientras por un lado el Departamento de Estado ejerce una creciente presión diplomática sobre el eje conformado por Brasil, Colombia y México para llevarlos a su terreno y debilitar su posición como interlocutores y mediadores regionales autónomos, por otro, funcionarios de la administración Biden han intensificado declaraciones que aluden a una eventual reanudación del programa de sanciones contra la paraestatal Petróleos de Venezuela (PDVSA).
Con su carga de ambigüedad estratégica y sobre la base del desconocimiento de los resultados emitidos por las autoridades electorales de Venezuela que dieron como ganador a Nicolás Maduro el 28 de julio, la Casa Blanca busca garantizar la conducción y el tutelaje de la crisis política de alcance regional en función de los intereses de seguridad nacional del imperio, donde el factor energético (petróleo/gas) es fundamental de cara a la elección presidencial de noviembre próximo entre Kamala Harris y Donald Trump.
En medio de una controversia poselectoral que se encuentra en proceso de resolución en el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), la escalada de presiones diplomáticas estadunidenses busca explotar las vacilaciones y contradicciones de los presidentes de Brasil y Colombia, Luiz Inácio Lula da Silva y Gustavo Petro, respectivamente, y fabricar un consenso regional que con la intervención de la moribunda Organización de Estados Americanos (OEA), permita la adopción de una postura más agresiva y hostil hacia el gobierno de Nicolás Maduro.
La reciente propuesta de una repetición de elecciones esbozada por Lula y Petro –que inicialmente respaldó el presidente Joe Biden, luego desmentido por un portavoz del Consejo de Seguridad Nacional de EU que adujo una mala interpretación de una pregunta periodística–, indica que el camino tejido por Washington en los últimos días ha buscado consumar ese objetivo. Al respecto, cabe consignar que Lula sugirió la formación de un gobierno de coalición o la convocatoria a elecciones con un comité electoral independiente y observadores internacionales, mientras Petro propuso un levantamiento de sanciones, amnistía general, garantías para la acción política y un gobierno de cohabitación transitorio que conduzca a nuevos comicios. A su vez, el mandatario mexicano, Andrés Manuel López Obrador, mostró desacuerdo con esas propuestas, considerando imprudente la injerencia extranjera en asuntos internos de otro país.
Según la interpretación de la página web Misión Verdad, la iniciativa de Lula y Petro, ampliamente rechazada por todo el espectro político venezolano, puede interpretarse como una salida elegante al dilema planteado por las presiones del secretario de Estado, Antony Blinken. Según el medio, con eso intentaron, al mismo tiempo, no conceder a Washington el reconocimiento al candidato opositor Edmundo González –el testaferro de María Corina Machado, financiada por EU y con derecho de picaporte en la Casa Blanca–, pero tampoco al presidente Maduro el reconocimiento a su victoria ni la validación del contencioso electoral en el TSJ.
Lula y Petro parecen no haber comprendido que, en tiempos de gran polarización geopolítica, jugar en un terreno resbaladizo y oscilante es una pésima señal, en un contexto internacional donde la autonomía estratégica define el perfil de los países en el marco del gran momento multipolar impulsado por potencias como China y Rusia, motores, a su vez, del BRICS+10. Es debido a ese escenario –en el cual Venezuela aspira jugar un rol protagónico a corto plazo dado su papel como eslabón fundamental en la cadena de suministro global de hidrocarburos–, que EU reactivó el hostigamiento económico como principal arma de coerción, ahora bajo la mampara de la crisis poselectoral. Proceso que incluye, además, el virtual alejamiento venezolano del imperio del dólar dado su potencial acoplamiento al BRICS, que está por poner en funcionamiento un nuevo sistema de mensajería financiera similar al SWIFT, que puede acabar con el dominio global del billete verde y reconfigurar el panorama del comercio mundial.
En medio de la escalada de presiones diplomáticas, el programa de exenciones petroleras otorgadas a Venezuela por la administración Biden, así como la intensificación de las sanciones unilaterales, extraterritoriales e ilegales incluye una fase de administración de licencias que permite ajustar el enfoque conforme cambien las circunstancias y urgencias del mercado energético global, así como en criterios de conveniencia en relación con la seguridad nacional y energética del imperialismo estadunidense. Si bien Maduro amenazó con pasar los bloques de petróleo y gas explotados por firmas occidentales a sus aliados del BRICS, no hay que descartar que en esta nueva fase de agresión contra Venezuela, los estrategas en Washington hayan elaborado un plan de contención dirigido a reforzar fuentes alternativas que cubran las necesidades energéticas del país (previsiblemente con la mira puesta en las vastas reservas de arenas bituminosas de Canadá y los nuevos pozos descubiertos en Guinea Ecuatorial y el Golfo de México), a fin de evitar las presiones de grandes empresas como Chevron, Eni, Repsol, Shell, BP y otras, con operaciones y proyectos conjuntos con PDVSA.
En ese contexto, las propuestas pusilánimes y a todas luces injerencistas de Lula y Petro, aunque han servido para frenar la inicial violencia del terrorismo guarimbero de María Corina Machado y la ultraderecha venezolana, y no satisfagan plenamente el objetivo imperial de elevar la hostilidad regional hacia el gobierno venezolano, se traducen en un apalancamiento de la narrativa de desconocer la victoria electoral de Nicolás Maduro y permitiría a la administración demócrata de Joe Biden ganar tiempo, distribuir el foco de atención sin perder el sentido de la escalada multiforme propia de la guerra híbrida en curso y retrasar la imposición de sanciones petroleras que afectarían sus intereses energéticos, en especial en un contexto electoral estadunidense donde un desbalance en la inflación o en los precios de la gasolina, a causa de una medida improvisada, podría seguir catapultando la candidatura del republicano Donald Trump.
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