Decía José Ortega y Gasset que la paz, como la guerra, "es una cosa que hay que hacer, que hay que fabricar". Quizá ningún país del mundo ha tenido tan presente esa idea como Colombia en los últimos 70 años.
Por Juan David Correa Ulloa*
11 de agosto de 2024
. Imagen: AFP
Desde Bogotá
Hemos hecho la guerra como república desde nuestra emancipación en 1819, lo cual nos ha obligado a hacer las paces muchas veces, a riesgo de incumplir los acuerdos a los que llegamos, para volver a empezar.
Más de quince guerras civiles a lo largo del siglo xix; una guerra en la bisagra entre el XIX y el XX llamada "de los mil días", pues eso fue lo que duró; guerras partidistas a partir de 1948, cuando asesinaron en Bogotá al líder Jorge Eliécer Gaitán y las dos facciones políticas históricas, liberales y conservadores, volvieron a atrincherarse para iniciar una sangría que dejó una estela macabra de 270.000 muertos en los pueblos y campos del país en quince años; guerras de guerrillas que se iniciaron en los años sesenta, bajo el influjo de revoluciones como la cubana o la china; guerras contra las drogas, creadas por los Estados Unidos con el comienzo del comercio de la cocaína en los años setenta que inundaron el país de muertos por un negocio que aún sigue siendo el gran problema irresoluto.
Guerras de los ejércitos paramilitares creados por el propio Estado y los narcos para proteger rutas de comercio ilegal y legal —petróleo, banano, oro, platino, cocaína— y que arreciaron contra las fuerzas progresistas y de izquierda, aniquilando partidos políticos enteros como la Unión Patrióticas. Guerras de los años noventa con la profundización del proyecto paramilitar y el crecimiento de las FARC; guerras desde el Gobierno a comienzos del siglo xx que asesinó a 6.402 muchachos colombianos para hacerlos pasar como cuerpos de guerrilleros muertos en combate; guerras de estructuras criminales transnacionales que se crearon en el país con una explosiva mezcla de actores a las que se sumó la corrupción y el clientelismo político en el país.
Hacer la paz, también, ha sido una recurrente práctica en medio de nuestros conflictos, la mayoría de las veces incumpliendo los acuerdos: paces partidistas, paces con los alzados en armas, campesinos de los llanos orientales del país, de la zona cafetera; paces como campañas políticas que llenaron de palomas blancas los muros de las ciudades colombianas, en un acuerdo que sirvió para que la escritora colombiana Laura Restrepo, escribiera una de las mejores crónicas sobre la paz fallida de la que tengamos noticia, Historia de un entusiasmo; paces con grupos armados como el M-19 —al que perteneció el presidente Gustavo Petro—, el EPL, el Quintín Lame; paces con paramilitares que fueron enviados a Estados Unidos para esconder una verdad que hoy, quince años después, empieza a aparecer; paces con la guerrilla más antigua de América y del mundo, con la que el Estado colombiano, como alta parte contratante, y la organización armada de las FARC, como contraparte, firmaron un acuerdo de paz en La Habana, que fue sometido a un absurdo plebiscito que perdió por causa de la otra guerra que se instaló a partir de hace una década, la de las mentiras y la crisis de los medios, y que se firmó para buena fortuna de la sociedad colombiana, unos meses después, en el Teatro Colón, en Bogotá, en noviembre de 2016.
Paces que se hicieron trizas en el Gobierno de Iván Duque y ahora, en este, el primero de izquierda en la historia del país, el anhelo de una paz total que sea capaz de hablar con tirios y troyanos; con grupos armados de todos los pelambres; con actores armados que reivindican causas anteriores; con estructuras armadas multinacionales… Una paz total que ha sido motivo de sorna por parte de la ultraderecha cerril y de la derecha ilustrada huérfana de poder, que se ríe de los empeños, de la voluntad, de los conceptos y las propuestas como el derridiano perdón social.
¿Qué tiene entonces que proponer la cultura en un país que ha pensado e intentado la paz tantas veces? Lo primero es un verdadero cambio cultural: un cambio de formas dentro del propio Estado para recuperar el valor de lo público que fue condenado a la idea de que no podía ser manejado con virtud, aun a riesgo de equivocarse con funcionarios corruptos que han sido denunciados por el mismo Gobierno; un cambio de relato, en el cual insistamos que desde nuestra propia fundación hemos contado una historia oficial centralista, patriarcal y excluyente con pueblos racializados como los afrocolombianos, o los indígenas; un cambio simbólico, para que resignifiquemos muchos de los olvidos que ha tenido este país y reconozcamos símbolos, sujetos y luchas sociales como las de los campesinos o los grupos sindicales.
Un cambio de la propia noción de cultura para ampliarla y dejarla de reducir a las prácticas artísticas y ponerla en el centro de nuestras relaciones con la naturaleza, la alimentación, las lenguas y los pueblos que se encuentran en nuestro territorio y su ancestralidad; un cambio cultural que se emplee a fondo en invertir los recursos económicos disponibles en territorios excluidos y que entre, de nuevo, a las escuelas públicas con clases de arte y música para quienes no hacen parte de las grupos más privilegiados y así se transforme su sensibilidad; un cambio que aspire a sembrar una transformación en nuestras costumbres más complejas como el racismo, el machismo, el arribismo y el clasismo.
El cambio cultural que hemos propuesto pone en el centro la idea de una cultura de paz, es decir, una cultura del entendimiento para que los seres humanos que aquí nacimos y que estamos en muchos lugares del mundo reconozcamos nuestras heridas y entendamos la complejidad de nuestra historia para poder avanzar como sociedad, apropiándonos del conocimiento, de los saberes, del arte, y de la imaginación. Un cambio que recupere la esperanza de varios millones de seres humanos que tienen una enorme capacidad de trabajar, pensar, ser hospitalarios y generosos. Todo eso, por supuesto, a través de decididas políticas públicas que reivindiquen el trabajo colectivo y el bien común: ante la inminencia de una debacle climática, lo único que nos queda es apelar a lo mejor de nuestras culturas, ahí está el futuro, que es hoy.
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*Ministro de las Culturas, las Artes y los Saberes
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