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LA COLISIÓN ENTRE UN MUNDO QUE NO QUIERE MORIR Y UNO QUE AÚN NO PUEDE NACER

1973-2023
Un cambio radical no es hoy una opción más, cuando la vida, tal como la conocemos, está amenazada... es un asunto de sobrevivencia de la humanidad, y por eso no actuar pronto debe entenderse tan sólo como una forma de suicidio colectivo
El ataque al salario y el salto de la “economía del bienestar” a la “economía de la austeridad” para los trabajadores, fue la otra pata que apuntaló las nuevas relaciones dictadas por el capital

Álvaro Sanabria Duque


Hace cincuenta años un nuevo mundo empezó a pre-dibujarse de mano de la microelectrónica. La agudización de la centralización y concentración del capital, la relegación política de los trabajadores, la desindustrialización de los países sometidos y el enseñoramiento de la diplomacia de las cañoneras, velada en los medios y los análisis, son parte de las constantes de ese nuevo paisaje que, no obstante, no ha podido apagar los destellos de lo podría llegar a ser una vida más amable.

A las dos de la tarde del 6 de octubre de 1973 las fuerzas egipcias y sirias atacaron territorios que Israel había ocupado en la famosa Guerra de los seis días de 1967. La sorpresiva acción y los enfrentamientos que duraron tres semanas, conocidos como la Guerra de Yom Kipur, le permitieron a Egipto recuperar la península del Sinaí, aunque a Siria no los altos del Golán, que fueron los objetivos principales del ataque. En el acuerdo de Camp David de 1978, Israel aceptó el regreso de la soberanía plena de Egipto sobre el Sinaí a cambio de ser reconocido como un Estado legítimo y soberano. Pese a la relativa duración de la paz entre egipcios e israelíes, nada garantiza que un conflicto extendido entre las potencias del Cercano Oriente no sea probable, como lo prueban los recientes acontecimientos en Gaza. Las élites israelíes han aprovechado el statu quo con sus rivales más fuertes para extender su territorio a costa del pueblo palestino.

Luego de cincuenta años, el ambiente tenso de las relaciones entre las potencias árabes e islamitas con Israel, muestra que el conflicto no está zanjado y que cualquier chispa puede encender nuevamente la pradera. Que la incursión de Hamas sobre territorio israelí haya tenido lugar en la madrugada del 7 de octubre no es ninguna casualidad, pues además del hecho simbólico de conmemorar el medio siglo de la derrota del gobierno sionista en la Guerra del Yom Kipur, busca aprovechar que Occidente, como en 1973, enfrenta, titubeando, un punto de inflexión en su modelo de acumulación.

En aquel año, la evidencia del declive de la tasa de ganancia como una consecuencia endógena del desarrollo mismo del capital –que Marx y Keynes previeron en sus trabajos teóricos–, y en la actualidad el agotamiento y contradicciones que la globalización exterioriza en razón de que favoreció el ascenso de las dos potencias demográficas de Asia: China e India, que elevadas al grupo de las mayores economías del mundo amenazan la hegemonía absoluta del capital occidental. Entre las respuestas de Occidente a este desafío geopolítico hay incipientes muestras de un intento por regresar al nacionalismo económico que recuerda las nada agradables décadas de los treinta y cuarenta del siglo XX.

La primera gran crisis del petróleo y las respuestas del capital

La esquina suroriental del Mediterráneo no gratuitamente ha sido territorio en disputa desde comienzos del segundo milenio de nuestra era con las famosas Cruzadas, pues es una especie de puerta entre Oriente y Occidente, qué en las últimas fases del capitalismo, por el papel de los países del Cercano y Medio Oriente como fuente sustancial de producción y tránsito de petróleo y gas natural, ha sido eje de disputas enconadas entre las grandes potencias.

Apuntando a ello, Robert Kennedy Jr., miembro del poderoso clan Kennedy norteamericano, declaró recientemente a la prensa que el apoyo incondicional de EU a Israel proviene de su necesidad de controlar los flujos petroleros, y afirmó que el embajador norteamericano en Israel son los ojos y oídos de EU en esa región del mundo. Quizá olvidó decir que también es otro de sus dedos en los múltiples gatillos, listos a disparar, que tiene en las diversas geografías del planeta. Y es que pese a la fecha de caducidad que muchos colocan al quizá más importante de los combustibles fósiles, su actualidad y la importancia de las estrategias para garantizar su suministro seguirán por un largo tiempo. Es difícil no ver que el medio siglo que va de 1973 a 2023 ha estado atravesado, en no poca medida, por las disputas alrededor de la espesa viscosidad del llamado “oro negro”. Yom Kipur y la actual masacre de gazatíes tienen más elementos en común de los que quisieran reconocer los amigos tanto de remitirlo todo a la inmediatez de los hechos como a la descalificación de los contextos como ejercicios inútiles intelectualizados.

En esa memoria y en esa disputa de plena actualidad, el 17 de octubre de 1973 los países árabes exportadores de petróleo recortaron su producción y anunciaron un embargo a las exportaciones hacia Estados Unidos, Holanda, Portugal y Sudáfrica, por su apoyo abierto a Israel. El precio del barril, que estaba en US$2,90 en julio de ese año, escaló en diciembre hasta los US$11,65, es decir, sufrió un alza del 400 por ciento. Estados Unidos que había visto desde comienzos de los setenta el descenso de su producción por el agotamiento de las reservas del petróleo convencional entró en la carrera por las fuentes de suministro externas. Establecer de facto con Arabia Saudita que el comercio petrolero tendría lugar tan sólo en dólares –que desde 1971 no eran convertibles a oro–, dio lugar al nacimiento del petrodólar como el medio casi único, tanto para la circulación internacional de mercancías, como para el atesoramiento de divisas. Los importadores del combustible, que son la mayoría de los países del mundo, si nos atenemos a que las trece naciones de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (Opep) poseen el 80 por ciento de las reservas mundiales, quedaron obligados a adquirir la divisa norteamericana si querían comprar el combustible.

Que EU emita la moneda con la que son realizados los intercambios internacionales le permite no sólo mantener un permanente déficit comercial, sin que ese desbalance lo obligue a dolorosos ajustes internos como a los demás países, pues puede realizar compras tan sólo emitiendo moneda –paradójicamente ese déficit es necesario para alimentar la liquidez mundial– y también lo fuerza, igualmente, a un endeudamiento permanente, pues los excesos de dólares de los países con superávit regresan a los EU para ser cambiados por bonos del Tesoro. Esta situación, conocida como el dilema o la paradoja de Triffin, es el núcleo del poder financiero de EU, y el que le posibilita, además del control de las transacciones mundiales, declarar bloqueos económicos a los países que considera necesario atacar. El petróleo está, entonces, en el origen del sistema-dólar y es otra de las razones para que la transición energética no aparezca en un horizonte tan inmediato como es el deseo de muchos, salvo que el dólar deje de ser la moneda de “circulación forzosa” a nivel mundial.

El alza abrupta del precio del petróleo en diciembre de 1973, condujo a EU a la recesión durante los años 1974 y 1975 y acercó la tasa de desempleo, en ese país, a los dos dígitos. Asegurar un flujo de combustibles con menor incertidumbre, reducir el consumo energético por unidad de producto o movimiento generado y buscar mecanismos para disminuir los costos laborales, fueron los objetivos que dejó el embargo petrolero de inicios de los setenta a los países del centro capitalista inaugurando, quizá de forma no tan consciente, una nueva era en las formas de acumulación del capital.

En octubre de 2018, en un mitin en Mississippi el entonces presidente de EU Donald Trump declaró ante sus seguidores: “Quiero al rey, el rey Salman, pero le dije: ‘Rey, te estamos protegiendo. Sin nosotros no seguirías allí dos semanas. Tienes que pagar por tu Ejército, tienes que pagar’”, en una confesión de cómo la seguridad de la familia real saudita es la garantía para que el Reino no intente contrariar, como en 1973, los intereses de Occidente. Las guerras en Irak, Libia, Siria y el cerco económico a Irán, no son otra cosa que parte del programa de garantía para sostener un “mercado” contralado del petróleo y el gas. “La diplomacia de las cañoneras” no es, entonces, ningún desvarío de enfebrecidos “comunistas” sino una realidad del capital, disimulada como “lucha contra los autoritarismos”, “regresos de la democracia”, “protección de los derechos humanos” y un largo etcétera que los medios de comunicación del mundo manejan con creciente complejidad en lo que el pensador francés Michel Foucault denominó las tecnologías del simbolismo.

Por tanto, en 1973 acabó una era qué, sin embargo y como los grandes ríos, sigue aún como corriente relativamente independiente, por algunos kilómetros, mar adentro. El proceso de acumulación basado en la quema de grandes contingentes de petróleo barato quedó atrás y dio paso a un sistema de producción que en lo físico buscó basarse en la minimización del consumo energético y de materiales. La ley estadounidense de Política y Conservación de la Energía (Energy Policy and Conservation Act) de 1975, y sus posteriores reformas, dicta las normas obligatorias de cumplimiento mínimo de la eficiencia energética que se aplican a la mayor parte de los productos de consumo, como es el caso de los electrodomésticos. La Ley Nacional de Políticas para la Conservación de Energía (National Energy Conservation Policy Act) de 1978 exige, igualmente, el sometimiento a pruebas federales y etiquetado de ciertos motores y bombas eléctricos.

Como parte de ello, los fabricantes de autos de EU renunciaron a los coches grandes y limitaron el consumo de combustible a 9 litros por cada 100 km, redujeron la distancia entre los ejes y el peso de los automóviles acercándose, en este aspecto a los modelos de los europeos. El resultado de esas medidas quedó materializado en la disminución de la llamada intensidad petrolera –consumo de petróleo por unidad de producto–, debido a una mayor economía del combustible en la automoción y en las fuentes para la generación de electricidad que vieron el aumento de las hidroeléctricas y las termonucleares. Sin embargo, el consumo de petróleo en valores absolutos no ha tenido ninguna reducción permanente, pues con excepción del período que va de 1973 a 1979, sigue creciendo hasta el presente.

Ahorrar energía y materiales fue una tarea explícita del cambio técnico forzado por la crisis de 1973, que encontró en la microelectrónica su instrumento principal, mostrando esa relación entre tecno-ciencia y capital que ha sido una de las bases del sistema que nos rige y desmitificando, de paso, la afirmación de la independencia entre las complejidades del saber-hacer y la ganancia. La robotización y el ordenador no sólo han facilitado procesos que sustituyen fuerza de trabajo, sino que aligeran cargas y aumentan la precisión a niveles antes impensados. En el corte de materiales, por ejemplo, la aplicación de los ordenadores diseña la posición de las diferentes piezas en una lámina, de tal forma que minimiza los residuos al máximo. Pero, además, el cambio tecnológico radical en aparatos con una misma función representa ahorros abismales, tal el caso de los relojes electrónicos que funcionan con cinco dispositivos, en contraste con los relojes mecánicos que pueden contar hasta con cerca de mil piezas. En el sector rural, la biotecnología y su complemento, la agricultura de precisión, reducen el consumo de insumos y buscan disminuir mediante la ingeniería genética, la absorción de nutrientes del suelo y, de paso, a través de los transgénicos, patentar la vida y convertir su proceso de reproducción en mercancía.

El ataque al salario y el salto de la “economía del bienestar” a la “economía de la austeridad” para los trabajadores, fue la otra pata que apuntaló las nuevas relaciones dictadas por el capital. El proceso de deslocalización del trabajo, la flexibilización y la destrucción de las agremiaciones de trabajadores, junto con la automatización, confluyeron en el debilitamiento del poder de negociación de los asalariados, proceso saldado con una pérdida del ingreso real.

El procedimiento de deslocalización, sin embargo, fue asimétrico y cubrió unos pocos países asiáticos, entre ellos China, el gran ganador. En la segunda mitad de los setenta, las exportaciones de manufacturas de las naciones de la periferia representaron entre el seis y el ocho por ciento del total de esas ventas a nivel mundial, mientras que actualmente son superiores al 40 por ciento, si bien la parte más importante corresponde al gigante asiático. El abaratamiento de los costos de producción por la reducción de los salarios en los países dominantes, debido al traslado de puestos de trabajo a zonas con remuneraciones sustancialmente menores, ha sido una de las causas del aumento de las masas de ganancia, que a partir de los noventa del siglo pasado han dado lugar a una obscena concentración de la riqueza en un reducido número de milmillonarios pero que, en contraste, como fue dicho, potenciaron al que hoy es su principal rival.

Las consecuencias del remezón

El exceso de liquidez de los países petroleros debido al alza sostenida de sus precios, buscó salida en el endeudamiento de las naciones de la periferia. En América Latina, en particular entre 1978 y 1981, fue notorio el endeudamiento de los países de la región con la banca privada, lo que impulsó un falso crecimiento que para una docena de naciones fue del cuatro por ciento promedio anual. Esa especie de “prosperidad al debe” condujo a déficits críticos y crónicos en la balanza de pagos y en la cuenta corriente qué para la última variable, según datos de la Cepal de la época, en 25 países fue superior al 4 por ciento. El pistoletazo de salida a una década de contracción que sería conocida como la “década pérdida” estaba dado y agravado, porque los ochenta aceleraron en la región el proceso de desindustrialización que daba fin a la estrategia cepalina de la industrialización por sustitución de importaciones, al que las dictaduras de Cono Sur le habían declarado la guerra por considerarla una estrategia cercana al comunismo. Y con ello el auge del neoliberalismo.

Suramérica fue un laboratorio de las llamadas políticas neoliberales, y el destino que le marcaron las nuevas directrices globalizadoras fue el regreso a un extractivismo calcado de lo vivido en las primeras etapas coloniales, que quizá por asuntos de época fue denominado neoextractivismo y que condujo a lo que las reflexiones académicas denominaron reprimarización de las economías, un término que debe relativizarse pues no es lo mismo la extracción de materias primas del subsuelo que el cultivo y cosecha para la exportación de bienes agropecuarios. En casos como el colombiano, por ejemplo, el neoextractivismo significó que además de la desindustrialización inducida, el sector externo quedara sometido a una desagriculturización por la pérdida de su predominio en el mercado mundial del café. La nueva división internacional del trabajo que concentró en los países del Centro el diseño y producción de la altísima tecnología, y que hizo de algunos países asiáticos las fábricas del mundo, retornó el papel de proveedores de materias primas a latinoamericanos y africanos.

La llamada reprimarización ha tenido para los países que la asumen múltiples consecuencias que van desde la inestabilidad fiscal, dada la volatilidad de los precios de las materias primas, sujetas a especulaciones sofisticadas como las del Chicago Mercantile Exchange, popularmente conocido como Merc, que es un mercado secundario de derivados financieros, principalmente de futuros y opciones de materias primas. La especialización de los países en este tipo de mercancías da lugar a la desnacionalización de la producción de bienes para el mercado interno y por tanto a la dependencia de las importaciones, generando altos niveles de incertidumbre sobre precios internos y recursos para la inversión. Pero, quizá, el mayor efecto es en un aspecto cuyos costos son de difícil cuantificación: el daño ambiental.

La amenaza de la minería para el suministro de agua, como en el caso de Santurbán –departamento de Santander–, la perdida de ecosistemas naturales, cómo el riesgo corrido en el parque natural Yasuní en Ecuador –que la población decidió defender en un referendo negando la explotación de petróleo en esa reserva–, son tan sólo dos ejemplos del ataque a la naturaleza que ha motivado reacciones de la población, que ha visto sacrificar muchos de los líderes ambientales. Los vertidos tóxicos como los del mercurio en la explotación aurífera, las remociones en masa, la contaminación del aire por la emisión de partículas, la eutrofización de los cuerpos de agua, los desplazamientos de población y las rupturas del tejido cultural, entre muchos otros efectos, son costos que las multinacionales no consideran o minusvaloran en gran escala. Además, la baja tasa de empleo por unidad de inversión deja poco a las comunidades locales que, sin embargo, pagan con la degradación radical de sus entornos.

En un sentido más general, el mundo ha visto cómo, de un lado, los procesos de centralización y concentración de la riqueza arrojan cifras de escándalo, como que los diez humanos más ricos del mundo poseen más riqueza que los 3.100 millones de personas más pobres, según Oxfam, institución que también estima que “La fortuna de los milmillonarios aumenta en 2.700 millones de dólares cada día, mientras que los salarios de al menos 1.700 millones de trabajadoras y trabajadores crecen por debajo de lo que sube la inflación”. Y, del otro, en lo geopolítico, el abierto desafío que la Alianza de China –como primera potencia económica si se mide su PIB en paridad del poder compra (PPA)– y Rusia, como potencia militar de primer orden, provocan una situación inédita, pues independientemente de lo que pueda pensarse sobre el reclamo de estos países por un nuevo orden multipolar como sustituto del orden monopolar actual la situación es, sin lugar a dudas, una consecuencia inesperada de las estrategias del capital trazadas desde 1973. Y, más allá, de si es aceptado como posible que el mundo caiga en la llamada Trampa de Tucídides, según la cual cuando una potencia emergente desafía a la dominante es inevitable la guerra, lo cierto es que el naipe del poder está barajándose de nuevo, con todas las consecuencias que esto puede traer.

Como parte de esta mirada al pasado inmediato con proyecciones sobre el presente, en los comienzos de los setenta hacen su entrada en la ciencia las previsiones apocalípticas con el estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts, los Límites del crecimiento, que llamaba la atención sobre la contradicción entre una tierra finita y las distopías del Desarrollo que no tienen en cuenta la existencia de recursos no renovables y por tanto agotables, así como las consecuencias degradantes sobre el entorno por el exceso en la generación de residuos. El calentamiento global entró en las preocupaciones de la academia y en el discurso de las políticas públicas, y sigue marcando los reclamos sobre un cambio de imaginario en nuestras relaciones con la base natural, así como en las de los humanos tanto con ellos mismos cómo con las demás especies animales. En 2014 fue publicado el estudio Dinámicas humanas y de la naturaleza: El modelado de la desigualdad y del uso de recursos frente al colapso o a la sostenibilidad de las sociedades (conocido como Handy, por sus siglas en inglés), en el que se establece una relación entre la estabilidad de las sociedades y su grado de igualdad. El Goddard Space Flight Center de la Nasa, basado en el modelo Handy, califica de desastre civilizatorio la situación actual y llama a revertirla, empezando con deshacer los niveles actuales de desigualdad.

La archiconocida frase de Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”, describe de forma precisa y sintética nuestra actual situación. El desplazamiento y masacre de los gazatíes nos invita a pensar que vivimos los tiempos de la Nakba, cuando fueron expulsados de sus hogares 700 mil palestinos en 1948, o los de La masacre de Sabra y Shatila en 1982, cuando las Falanges Libanesas cristianas asesinaron a miles de palestinos. Los monstruos del presente toman cuerpo en los que bombardean hospitales en Gaza para asesinar miles de niños, mujeres embarazadas y enfermos, así como en los que los justifican y disculpan con argumentos traídos de los cabellos, o descaradamente brutales, como la afirmación del primer ministro sueco, Ulf Kristersson, quien expresó recientemente que “los israelíes tienen derecho al genocidio”, resaltando lógicas de la peor inhumanidad como las de la “solución final”. Pero, a la vez, los jóvenes ambientalistas luchando contra la depredación del planeta, las mujeres conquistando su total autonomía, los africanos completando el proceso de descolonización, los reclamos enérgicos por un trato a los animales como seres sintientes y la creciente consciencia de que la desigualdad actual atenta contra la humanidad, dejan la ilusión que un mundo nuevo sí esta en gestación y puede nacer.

En este proceso y dilema, un cambio radical no es hoy una opción más, cuando la vida, tal como la conocemos, está amenazada. No es un asunto de emocionalidad o ideología, ni siquiera es algo limitado a la exclusiva esfera de los principios éticos, es un asunto de sobrevivencia de la humanidad, y por eso no actuar pronto debe entenderse tan sólo como una forma de suicidio colectivo.


Autor/a: Álvaro Sanabria Duque

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Fuente: 
Periódico Le Monde diplomatique, edición Colombia Nº239, diciembre 2023

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