El bien es, de hecho, por definición anónimo e inapropiable, y el obstinado intento de adueñarse de la tradición define el poder que rechazamos en todos los ámbitos, en la política como en la poesía, en la filosofía como en la religión, en las escuelas como en los templos y los tribunales
Giorgio Agamben/
Traducción para Artillería inmanente de un texto de Giorgio Agamben publicado por primera vez el 31 de julio de 2023 en el sitio web de la editorial italiana Quodlibet, donde publica habitualmente su columna «Una voce».
La meditación sobre la historia y la tradición que Hannah Arendt publicó en 1954 lleva el título, ciertamente no casual, de Entre el pasado y el futuro. Para la filósofa judeo-alemana, refugiada en Nueva York desde hacía quince años, se trataba de interrogarse sobre el vacío entre pasado y futuro que se había producido en la cultura de Occidente, es decir, sobre la ruptura ya irrevocable de la continuidad de toda tradición. Por eso el prefacio del libro se abre con el aforismo de René Char Notre héritage n’est précédé d’aucun testament. Se trataba, pues, del problema histórico crucial de la recepción de una herencia que ya no puede transmitirse de ninguna manera.
Unos veinte años antes, Ernst Bloch, exiliado en Zúrich, había publicado bajo el título La herencia de nuestro tiempo una reflexión sobre la herencia que pretendía recuperar hurgando en las mazmorras y los almacenes de la cultura burguesa ya en decadencia («la época se pudre y está en parto al mismo tiempo» es la insignia que abre el prefacio del libro). Es posible que el problema de una herencia inaccesible o practicable sólo por caminos escabrosos y atisbos semiocultos que plantean los dos autores, cada uno a su manera, no sea en absoluto obsoleto y nos concierna, de hecho, muy de cerca, tan íntimamente que a veces parecemos olvidarnos de él. También nosotros experimentamos un vacío y una ruptura entre pasado y futuro, también nosotros, en una cultura en agonía, debemos buscar si no una marca de parto, al menos algo así como una parcela de bien que haya sobrevivido al colapso.
Una investigación preliminar de este concepto exquisitamente jurídico —la herencia— que, como ocurre a menudo en nuestra cultura, se expande más allá de sus límites disciplinarios para abarcar el destino mismo de Occidente, no será por tanto inútil. Como muestran claramente los estudios de un gran historiador del derecho —Yan Thomas—, la función de la herencia es garantizar la continuatio dominii, es decir, la continuidad de la propiedad de los bienes que pasan de los muertos a los vivos. Todos los dispositivos que el derecho excogita para suplir el vacío que amenaza con producirse a la muerte del propietario no tienen otra finalidad que garantizar la sucesión ininterrumpida en la propiedad.
Herencia quizá no sea entonces el término apropiado para pensar el problema que tanto Arendt como Bloch tenían en mente. Puesto que en la tradición espiritual de un pueblo algo como una propiedad simplemente no tiene sentido, una herencia como continuatio dominii no existe en este ámbito, ni puede interesarnos en modo alguno. En efecto, acceder al pasado, conversar con los muertos, sólo es posible rompiendo la continuidad de la propiedad, y es en el intervalo entre pasado y futuro donde cada individuo debe necesariamente situarse. No somos herederos de nada, y en ninguna parte tenemos herederos, y sólo en este pacto podemos volver a entablar conversación con el pasado y los muertos. El bien es, de hecho, por definición anónimo e inapropiable, y el obstinado intento de adueñarse de la tradición define el poder que rechazamos en todos los ámbitos, en la política como en la poesía, en la filosofía como en la religión, en las escuelas como en los templos y los tribunales.
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