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DECRECIMIENTO PLANIFICADO

  
Decrecimiento planificado / 1

John Bellamy Foster


Todos los conceptos importantes son dialécticamente vagos en los márgenes.
Herman E. Daly

La palabra decrecimiento designa una familia de planteamientos político-económicos que, ante la aceleración de la crisis ecológica planetaria actual, rechazan el crecimiento económico ilimitado y exponencial como definición del progreso humano. Abandonar el crecimiento económico en las sociedades ricas significa pasar a una formación neta de capital cero. Con el desarrollo tecnológico continuo y la mejora de las capacidades humanas, la mera inversión de sustitución es capaz de promover avances cualitativos constantes en la producción de las sociedades industriales maduras, al tiempo que elimina las condiciones de explotación laboral y reduce las horas de trabajo. Junto con la redistribución global del excedente social y la reducción del despilfarro, esto permitiría grandes mejoras en la vida de la mayoría de las personas. El decrecimiento, que se dirige específicamente a los sectores más opulentos de la población mundial, se orienta así a la mejora de las condiciones de vida de la inmensa mayoría, manteniendo al mismo tiempo las condiciones medioambientales de existencia y promoviendo un desarrollo humano sostenible.

La ciencia ha establecido sin lugar a dudas que, en la actual «economía mundializada», es necesario operar dentro de un presupuesto global del Sistema Tierra con respecto al rendimiento físico permisible. Sin embargo, en lugar de constituir un obstáculo insuperable para el desarrollo humano, esto puede verse como el inicio de toda una nueva etapa de civilización ecológica basada en la creación de una sociedad de igualdad sustantiva y sostenibilidad ecológica, o ecosocialismo. El decrecimiento, en este sentido, no tiene como objetivo la austeridad, sino encontrar un «camino próspero hacia abajo» desde nuestro actual mundo extractivista, derrochador, ecológicamente insostenible, mal desarrollado, explotador y desigual, jerárquico y clasista . El gasto en combustibles fósiles, armamento, jets privados, vehículos deportivos utilitarios, segundas residencias y publicidad tendría que recortarse para dejar espacio al crecimiento en áreas como la agricultura regenerativa, la producción de alimentos, la vivienda digna, la energía limpia, la atención sanitaria accesible, la educación universal, el bienestar comunitario, el transporte público, la conectividad digital y otras áreas relacionadas con la producción ecológica y las necesidades sociales.

Cuando se idearon los primeros sistemas de contabilidad de la renta nacional en la época de la Segunda Guerra Mundial, todos los aumentos de la renta, independientemente de su origen, se calificaron de crecimiento económico. El Producto Interior Bruto, o PIB, se convirtió en la principal medida del progreso humano. Sin embargo, gran parte de esto era cuestionable desde un punto de vista social y ecológico más amplio. Según el sistema imperante de contabilidad nacional, todo lo que proporciona «valor añadido», de acuerdo con el proceso de valorización capitalista, representa «crecimiento». Esto incluye cosas como los gastos de guerra; la producción de productos derrochadores y tóxicos; el consumo de lujo por parte de los muy ricos; el marketing (que abarca la investigación de la motivación, la orientación, la publicidad y la promoción de ventas); la sustitución del consumo social por el privado, como en la sustitución del automóvil privado por el transporte público; la expropiación de los bienes comunes; los gastos de las empresas para aumentar la explotación de los trabajadores; los costes legales relacionados con la administración, el control y la mejora de la propiedad privada; las actividades antisindicales de la dirección de las empresas; el llamado sistema de justicia penal; el aumento de los costes farmacéuticos y de los seguros; el empleo en el sector financiero; el gasto militar; e incluso las actividades delictivas. La extracción máxima de recursos naturales se considera crucial para un crecimiento económico rápido, ya que aprovecha el «regalo gratuito» de la naturaleza al capital.

Por el contrario, la producción no comercial y de subsistencia llevada a cabo en todo el mundo; el trabajo doméstico realizado principalmente por mujeres; los numerosos gastos para el crecimiento y el desarrollo humanos (considerados relativamente improductivos); la conservación del medio ambiente; y las reducciones de la toxicidad de la producción se consideraron «inútiles» o se les asignó un valor disminuido, ya que no mejoran la productividad ni promueven directamente el valor económico.

Hoy en día, la tragedia elemental de todo esto está a nuestro alrededor. Ahora se percibe ampliamente que el crecimiento económico, basado en la acumulación incesante de capital, es la causa principal de la destrucción de la Tierra como lugar seguro para la humanidad. La crisis del Sistema Tierra es evidente en el cruce de los límites planetarios relacionados con el cambio climático, la acidificación de los océanos, la destrucción de la capa de ozono, la extinción de especies, la alteración de los ciclos del nitrógeno y el fósforo, la pérdida de la cubierta vegetal (incluidos los bosques), el agotamiento del agua dulce, la carga de aerosoles y las nuevas entidades (como los productos químicos sintéticos, la radiación nuclear y los organismos modificados genéticamente). El impulso de la acumulación de capital está generando así una «crisis de habitabilidad» para la humanidad en este siglo.

El consenso científico mundial, representado por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas, ha establecido que la temperatura media mundial debe mantenerse este siglo por debajo de un aumento de 1,5 °C con respecto a los niveles preindustriales –o bien, con un nivel de riesgo desproporcionadamente mayor, «muy por debajo» de un aumento de 2 °C– para que la desestabilización del clima no amenace con una catástrofe absoluta al entrar en acción los mecanismos de retroalimentación positiva. En el Sexto Informe de Evaluación del IPCC (AR6, publicado en sus distintas partes a lo largo de 2021-23), el escenario más optimista es el de un aumento de la temperatura media mundial a finales de siglo por debajo de 1,5 °C con respecto a los niveles preindustriales. Esto requiere que no se cruce el límite de 1,5°C hasta 2040, aumentando una décima de grado hasta 1,6°C, para luego descender hacia finales de siglo hasta un aumento de 1,4°C. Todo esto se basa en la premisa de alcanzar cero emisiones netas de carbono (de hecho, cero reales) en 2050, lo que da una probabilidad del cincuenta por ciento de que no se supere el límite de temperatura climática.

Sin embargo, según el destacado climatólogo Kevin Anderson, del Centro Tyndall para la Investigación del Cambio Climático, este escenario ya está desfasado. Ahora es necesario, según las propias cifras del IPCC, alcanzar el punto de cero emisiones de dióxido de carbono en 2040, para tener la misma probabilidad del 50% de evitar un aumento de 1,5 °C. «Empezando ahora», escribió Anderson en marzo de 2023, para no sobrepasar los 1,5 ºC de calentamiento se requiere una reducción interanual de las emisiones del 11%, que desciende a cerca del 5% para los 2 ºC. Sin embargo, estas tasas medias mundiales ignoran el concepto básico de equidad, central en todas las negociaciones de la ONU sobre el clima, que concede a las «partes que son países en desarrollo» un poco más de tiempo para descarbonizarse. Si se tiene en cuenta la equidad, la mayoría de los países «desarrollados» deben alcanzar un nivel cero de emisiones de CO2 entre 2030 y 2035, y los países en desarrollo deben seguir su ejemplo hasta una década más tarde. Cualquier retraso reducirá aún más estos plazos.

La Organización Meteorológica Mundial indicó en mayo de 2023 que existe un 66% de probabilidades de que la temperatura media anual cercana a la superficie del planeta supere temporalmente un aumento de 1,5 °C con respecto a los niveles preindustriales durante «al menos» un año de aquí a 2027.

Los escenarios existentes del IPCC forman parte de un proceso conservador, diseñado para ajustarse a los requisitos previos de la economía capitalista, que incorpora el crecimiento económico continuado en los países ricos a todos los escenarios, al tiempo que excluye cualquier cambio sustancial en las relaciones sociales. El único recurso en el que se basan estos modelos climáticos es la suposición de cambios tecnológicos inducidos por los precios. Así pues, los escenarios existentes dependen necesariamente en gran medida de tecnologías de emisiones negativas, como la bioenergía y la captura y retención de carbono (BECCS) y la captura directa de carbono en el aire (DAC), que actualmente no existen a escala y no pueden implantarse en el plazo previsto, al tiempo que presentan enormes riesgos ecológicos en sí mismas. Este énfasis en tecnologías esencialmente inexistentes y de por sí destructivas para el medio ambiente (dadas sus enormes necesidades de tierra, agua y energía) ha sido cuestionado por científicos del propio IPCC. Así, en el Resumen para responsables de políticas original para el informe de mitigación, parte 3 del IE6, los científicos autores del informe coincidían en que tales tecnologías no son viables en un plazo razonable y sugerían que las soluciones de bajo consumo energético basadas en la movilización popular podrían ofrecer la mejor esperanza para llevar a cabo las transformaciones ecológicas masivas que ahora se requieren. Todo esto, sin embargo, quedó excluido del Resumen para responsables de políticas publicado finalmente por decisión de los gobiernos, como parte del proceso normal del IPCC, que permite censurar a los científicos.

Las soluciones tecnológicas inducidas por los precios, que permitirían un crecimiento económico continuado y la perpetuación de las relaciones sociales actuales, no existen en nada parecido a la escala y el ritmo necesarios. Por lo tanto, se necesitan grandes cambios socioeconómicos en el modo de producción y consumo, en contra de la hegemonía político-económica reinante. «Tres décadas de autocomplacencia», escribe Anderson, «han hecho que la tecnología por sí sola no pueda ahora reducir las emisiones con suficiente rapidez». Así pues, existe una necesidad drástica de soluciones de bajo consumo energético basadas en cambios en las relaciones de producción y consumo que también aborden las profundas desigualdades. Las reducciones necesarias de las emisiones «sólo son posibles reasignando la capacidad productiva de la sociedad, en lugar de permitir el lujo privado de unos pocos y la austeridad para todos los demás, hacia una prosperidad pública más amplia y la suficiencia privada». Para la mayoría de las personas, la lucha contra el cambio climático reportará múltiples beneficios, desde una vivienda asequible hasta un empleo seguro. Pero para aquellos pocos de nosotros que nos hemos beneficiado desproporcionadamente del statu quo», insiste Anderson, «significa una profunda reducción de la cantidad de energía que utilizamos y de las cosas que acumulamos».

Un enfoque de decrecimiento/desacumulación que cuestione la sociedad acumulativa y la primacía del crecimiento económico es crucial en este caso. El aprovisionamiento social de las necesidades humanas y la reducción drástica de las desigualdades son partes esenciales de un cambio hacia una transformación de la economía de bajo consumo energético y la eliminación de formas y escalas de producción ecológicamente destructivas. De este modo, la vida de la mayoría de las personas puede mejorar tanto económica como ecológicamente. Sin embargo, para lograrlo es necesario ir en contra de la lógica del capitalismo y de la mitología de un sistema de mercado autorregulado. Una transformación tan radical sólo puede lograrse introduciendo niveles significativos de planificación económica y social, a través de la cual, si se lleva a su máxima expresión, los productores asociados trabajarían juntos de forma racional para regular el proceso de trabajo y producción que rige el metabolismo social de la humanidad y la naturaleza en su conjunto.

El socialismo clásico del siglo XIX, en la obra de Karl Marx y Friedrich Engels, vio la necesidad de la institución de la planificación colectiva como respuesta a las contradicciones ecológicas y sociales del capitalismo, además de las económicas. El análisis de Engels insistía en la necesidad de una planificación socialista para superar la fractura ecológica entre la ciudad y el campo, mientras que la teoría de la fractura metabólica de Marx, que operaba a un nivel más general, insistía en la necesidad de un desarrollo humano sostenible.

La planificación ha sido crucial para todas las economías, tanto capitalistas como socialistas, en tiempos de guerra. Las grandes empresas monopolísticas han instituido por su cuenta lo que el economista John Kenneth Galbraith denominó un «sistema de planificación», aunque en gran medida dentro de los conglomerados multinacionales, y no entre ellos. Sin embargo, la ideología dominante considera que la planificación económica es antagónica al mercado capitalista y, tras el triunfo del capitalismo en la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética, se ha prohibido su debate público, declarándola inviable y una forma de despotismo.

Esta situación está cambiando rápidamente. Como ha señalado recientemente el economista francés Jacques Sapir, «el plan y la planificación vuelven a estar de moda» debido a las contradicciones internas y externas del sistema de mercado capitalista . Ahora está claro que, sin el retorno de la planificación y la regulación ambiental-estatal de la economía en un contexto de decrecimiento/desacumulación de capital, no hay ninguna posibilidad de abordar con éxito la actual emergencia planetaria y garantizar la continuación de la sociedad industrializada y la supervivencia de la población humana.

Decrecimiento planificado / 2

John Bellamy Foster


[Continuación]

Marx, Engels y la planificación ecológica

Marx y Engels siempre se mostraron reacios a proporcionar lo que Marx llamó «recetas… para las cocinas del futuro», demarcando qué formas deberían adoptar las sociedades socialistas y comunistas. Como dijo Engels, «especular sobre cómo una sociedad futura podría organizar la distribución de alimentos y viviendas conduce directamente a la utopía». Sin embargo, a lo largo de sus escritos dejaron claro que la reorganización de la producción bajo una sociedad de productores asociados implicaría el trabajo cooperativo organizado de acuerdo con un plan común.

En Principios del comunismo, Engels escribió que en la sociedad futura, «todas… las ramas de la producción» serían «explotadas por la sociedad en su conjunto, es decir, por cuenta común, según un plan común, con la participación de todos los miembros de la sociedad». El mismo planteamiento fue adoptado por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, donde señalaron la necesidad de «ampliar las fábricas y los instrumentos de producción propiedad del Estado; poner en cultivo las tierras baldías y mejorar el suelo en general de acuerdo con un plan común» . Aquí, el problema de poner fin a la división entre la ciudad y el campo mediante la dispersión de la población de manera más uniforme por todo el país, de modo que ya no se concentrara en las grandes ciudades industriales que separaban a la población urbana de la rural, ocupaba un lugar central en su idea de un plan común.

Gran parte del análisis de Marx en los Grundrisse se centraba en la necesidad de la «economía del tiempo, que de acuerdo con la distribución planificada del tiempo de trabajo entre las diversas ramas» de la industria, constituía «la primera ley económica sobre la base de la producción comunal». Como escribió a Engels el 8 de enero de 1868: «Ninguna forma de sociedad puede impedir que el tiempo de trabajo a disposición de la sociedad regule la producción de un modo u otro. Sin embargo, mientras esta regulación se lleve a cabo no por el control directo y consciente de la sociedad sobre su tiempo de trabajo –que sólo es posible con la propiedad común– sino por el movimiento de los precios de las mercancías, las cosas seguirán siendo como usted ya las ha descrito muy acertadamente en Deutsch-Französische Jahrbücher», refiriéndose a los Esbozos de una crítica de la economía política de Engels de 1843. Esta obra temprana de Engels fue muy admirada por Marx. En su «Resumen de los ‘Esbozos’ de Engels» de 1843, Marx subrayó «la escisión entre la tierra y el ser humano» y, por tanto, la alienación de la naturaleza, como base externa de la producción capitalista.

En El Capital, Marx argumentó con respecto a la planificación que la parte del producto social destinada a la reproducción de los medios de producción es propiamente colectiva mientras que la otra parte, dedicada al consumo, se divide entre los consumidores individualmente. La forma en que una sociedad determinada lleva a cabo esta importantísima división es la clave de todo el modo de producción y refleja el desarrollo histórico de la propia sociedad. En el socialismo, el tiempo de trabajo se repartirá necesariamente «de acuerdo con un plan social definido» que «mantenga la proporción correcta entre las diferentes funciones del trabajo y las diversas necesidades de las asociaciones» laborales. Esto sólo sería posible cuando «las relaciones prácticas de la vida cotidiana entre el hombre y el hombre, y entre el hombre y la naturaleza, se presentaran en general… de forma racional» como resultado del desarrollo histórico, haciendo posible «la producción por parte de [individuos] libremente asociados… bajo su control consciente y planificado». Como explicó Marx en respuesta a la Comuna de París, las «sociedades cooperativas» de la sociedad futura «regularían la producción nacional según un plan común». El hecho de que tal planificación fuera tanto un problema económico como ecológico quedó claro a lo largo de toda su obra.

«La libertad en esta esfera», una sociedad superior, escribió Marx en el tercer volumen de El Capital, «sólo puede consistir en esto, en que el hombre socializado, los productores asociados, gobiernen el metabolismo humano con la naturaleza de una manera racional, poniéndolo bajo su control colectivo… realizándolo con el menor gasto de energía y en las condiciones más dignas y apropiadas para su naturaleza humana». El registro histórico de la destrucción ecológica causada por el hombre en formas como la deforestación y la desertificación, encarnaba, para Marx, «tendencias socialistas» inconscientes, ya que demostraba la necesidad del control social.

Sin embargo, fue Engels en Anti-Dühring quien fundamentó más explícitamente la necesidad de la planificación en relación con las condiciones medioambientales. Para Engels, eran las externalidades negativas de la producción capitalista, asociadas a la división entre la ciudad y el campo, a un problema permanente de vivienda y a la destrucción de las condiciones tanto naturales como sociales de la existencia de la clase obrera, las que más claramente exigían una planificación a gran escala. La propia industria moderna, argumentaba, necesitaba «agua relativamente pura», en contraposición a lo que existía en «la ciudad-fábrica» que «transforma toda el agua en estiércol apestoso». Ampliando temas presentes tanto en La condición de la clase obrera en Inglaterra como en el Manifiesto Comunista, declaraba:
La abolición de la antítesis entre la ciudad y el campo no es sólo posible. Se ha convertido en una necesidad directa de la propia producción industrial, del mismo modo que se ha convertido en una necesidad de la producción agrícola y, además, de la salud pública. El envenenamiento actual del aire, del agua y de la tierra sólo puede acabar mediante la fusión de la ciudad y el campo; y sólo tal fusión cambiará la situación de las masas que languidecen en las ciudades, y permitirá que sus excrementos se utilicen para la producción de plantas en lugar de para la producción de enfermedades…. La abolición de la separación de la ciudad y el campo no es, por tanto, utópica… en la medida en que está condicionada a la distribución más equitativa posible de la industria moderna por todo el país.

Organizar la producción colectivamente según un «plan social», argumentaba Engels, «pondría fin a la… sujeción de los hombres a sus propios medios de producción» característica de la producción capitalista de mercancías. Bajo el socialismo, por supuesto «seguiría siendo necesario que la sociedad supiera cuánto trabajo requiere cada artículo de consumo para su producción». Entonces «tendría que organizar su plan de producción de acuerdo con sus medios de producción, que incluyen, en particular, sus fuerzas de trabajo. Los efectos útiles de los diversos artículos de consumo, comparados entre sí y con las cantidades de trabajo necesarias para su producción, determinarán finalmente el plan». Pero más allá del uso racional y económico de la mano de obra dentro de la industria, la planificación sería necesaria para superar el agotamiento del suelo en el campo y la consiguiente contaminación de la ciudad. «Sólo una sociedad que haga posible que sus fuerzas productivas encajen armoniosamente unas con otras sobre la base de un único y vasto plan», escribió Engels, «puede permitir que la industria se distribuya por todo el país de la manera más adaptada a su propio desarrollo, y al mantenimiento y desarrollo de los demás elementos de la producción».

En la Dialéctica de la Naturaleza, a Engels le preocupaba en particular el fracaso de la economía política clásica como «ciencia social de la burguesía» para dar cuenta de las «acciones humanas en los campos de la producción y el intercambio» que eran involuntarias, externas al mercado y remotas. El carácter anárquico y no planificado de la economía capitalista amplificaba así los desastres ecológicos. «¿Qué les importaba a los plantadores españoles en Cuba?» , escribió que quemaron bosques en las laderas de las montañas y obtuvieron de las cenizas suficiente fertilizante para una generación de cafetos muy rentables-¡qué les importó que las fuertes lluvias tropicales arrasaran después el estrato superior desprotegido del suelo, dejando tras de sí sólo roca desnuda! En relación con la naturaleza, como con la sociedad, el actual modo de producción se preocupa predominantemente sólo por el resultado inmediato, el más tangible; y entonces se manifiesta la sorpresa de que los efectos más remotos de las acciones dirigidas a este fin resultan ser muy diferentes, son en su mayoría de carácter completamente opuesto.

Por lo tanto, para promover los intereses de la comunidad humana en su conjunto, era necesario llevar a cabo una «acción planificada» y regular la producción de acuerdo con la ciencia, teniendo en cuenta el entorno terrestre, es decir, de acuerdo con las leyes de la naturaleza.

Marx y Engels veían el socialismo como una expansión de las fuerzas de producción en un sentido tanto cuantitativo como cualitativo, y Engels incluso se refirió en el Anti-Dühring a cómo el advenimiento del socialismo traería consigo «el desarrollo constantemente acelerado de las fuerzas productivas y… un aumento prácticamente ilimitado de la producción misma». Sin embargo, el contexto en el que escribían no era el de la actual «economía mundializada», sino el de una fase aún temprana de industrialización. En el periodo de desarrollo industrial, que se extiende desde principios del siglo XVIII hasta el primer Día de la Tierra en 1970, el potencial productivo industrial mundial aumentó de tamaño unas 1.730 veces, lo que, desde una perspectiva decimonónica, habría parecido «un aumento prácticamente ilimitado». Hoy, sin embargo, plantea la cuestión del «rebasamiento» ecológico.

De ahí que las consecuencias ecológicas a largo plazo de la producción, subrayadas por Engels, hayan pasado cada vez más a primer plano en nuestra época. Esto está simbolizado por la época del Antropoceno propuesta en la Escala de Tiempo Geológico, que comienza alrededor de 1950 y representa la emergencia de la sociedad humana industrializada como el factor principal en el cambio del Sistema Tierra. Desde este punto de vista, lo más destacable de la afirmación de Engels sobre el desarrollo de las fuerzas productivas en el socialismo es que iba seguida inmediatamente –en el mismo párrafo y en el siguiente– de la opinión de que el objetivo del socialismo no era la expansión de la producción en sí, sino el «libre desarrollo» de los seres humanos, que requería una relación racional y planificada con «toda la esfera de las condiciones de vida que rodean al hombre».

Marx y Engels, por lo tanto, consideraron la planificación como crucial en la organización de la sociedad socialista/comunista, liberándola de la dominación del intercambio de mercancías y apoyándose en un «plan común». Sin embargo, no se puede considerar que concibieran el tipo de planificación centralizada de la economía dirigida que surgiría a finales de los años veinte y treinta en la Unión Soviética. Por el contrario, sostenían que la planificación por parte de los productores directos sería democrática con respecto a la producción misma. Todo el sistema del socialismo, como lo expresó Marx, «comienza con el autogobierno de las comunidades» en una sociedad donde el «trabajo cooperativo» sería «desarrollado a dimensiones nacionales y, en consecuencia… fomentado por medios nacionales». La organización racional del trabajo humano como trabajo comunal o cooperativo, además, no podría ocurrir sin un sistema de planificación. «Todo trabajo directamente social o comunal en una escala mayor requiere, en mayor o menor grado, una autoridad directora, a fin de asegurar la cooperación armoniosa de las actividades de los individuos, y para realizar las funciones generales que tienen su origen en el organismo productivo total», como sistema de reproducción metabólica social. La producción requiere, pues, dirección, previsión y gestión, en el sentido de un «director» de orquesta. La visión de Marx de una economía planificada, como subrayó Michael A. Lebowitz, era la de una economía dirigida por «directores asociados» que gobernarían racionalmente el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza.

Como escribió Marx en Teorías de la plusvalía, sobre la necesidad de un enfoque no capitalista, y por tanto no exhaustivo, del trabajo y la naturaleza,

La anticipación del futuro –la anticipación real– se produce en la producción de riqueza sólo en relación con el trabajador y la tierra. En efecto, el futuro puede anticiparse y arruinarse en ambos casos por el sobreesfuerzo y el agotamiento prematuros, y por la alteración del equilibrio entre gastos e ingresos. En la producción capitalista esto le ocurre tanto al trabajador como a la tierra…. Lo que se gasta aquí existe como δίναμις [la palabra griega para poder, en el sentido de Aristóteles de una fuerza causal] y la vida útil de este δίναμις se acorta como resultado de un gasto acelerado.

El capitalismo, según los fundadores del materialismo histórico, promovía una dialéctica negativa y perversa de explotación, expropiación y agotamiento/exterminio, la «ruina común de las clases contendientes.» Lo que era necesario, por tanto, era la «reconstitución revolucionaria de la sociedad en su conjunto».

Esta dialéctica negativa de explotación, expropiación y agotamiento/exterminio que caracteriza al capitalismo fue vívidamente captada por Engels en términos de la noción de «venganza» de la naturaleza, una expresión metafórica que Jean-Paul Sartre convertiría en su Crítica de la razón dialéctica en el concepto de «contra-finalidad». Los seres humanos, a través de sus formaciones sociales basadas en clases, se convirtieron en antiphysis (antinaturaleza). Esto podía verse en la destrucción de los bosques y las consiguientes inundaciones (Sartre tenía en mente la producción campesina china descrita en la Histoire de la Chine de René Grousset de 1942), en las que las poblaciones socavaban su propia existencia y sus supuestas victorias sobre la naturaleza, lo que llevaba a resultados catastróficos. «La naturaleza», escribió Sartre, «se convierte en la negación del hombre precisamente en la medida en que el hombre se hace antiphysis» y, por tanto, «antipraxis». La única respuesta al problema de la alienación de la naturaleza para Sartre, como para Marx y Engels, era alterar las relaciones sociales de producción que impulsan a la humanidad hacia la catástrofe final. Esto requería una revolución de la tierra en forma de una nueva praxis socialista de desarrollo humano sostenible en la que la vida misma ya no se planteara como el enemigo de la humanidad: la reunificación de la naturaleza y la sociedad.

La tradición del «comunismo del decrecimiento» dentro del marxismo se remonta a William Morris, que argumentaba que Gran Bretaña podía vivir con menos de la mitad del carbón que utilizaba. Pero también puede considerarse relacionada con lo que Paul Burkett llamó la «visión general del desarrollo humano sostenible» de Marx. Aquí, la acumulación de capital debía ser desplazada por avances en el desarrollo humano cualitativo y dedicada a la producción de valor de uso (en lugar de valor de cambio) y a la satisfacción de las necesidades de todos los individuos, pasando de las necesidades más básicas hasta las necesidades humanas y sociales más desarrolladas, en armonía con el medio ambiente en su conjunto.

Decrecimiento planificado / 3

John Bellamy Foster


[Continuación]

La eficacia de la planificación centralizada

Al tomar el poder en la Revolución de Octubre de 1917, «los bolcheviques», como observó el economista marxista Paul Baran, «no tenían ninguna intención de establecer inmediatamente el socialismo (y una planificación económica integral) en su país hambriento y devastado». Originalmente preveían una estricta regulación y control del mercado capitalista bajo un gobierno dirigido por los trabajadores y la nacionalización de empresas clave, abarcando una larga y lenta transición hacia una economía plenamente socialista. De hecho, en aquella época no existía ninguna noción concreta de planificación central o de economía dirigida. «La palabra ‘planificación’», escribió Alec Nove en An Economic History of the U.S.S.R, tenía un significado muy diferente [en la Unión Soviética] en 1923-6 al que adquirió más tarde. No existía un programa de producción y asignación totalmente elaborado, ni una «economía dirigida». Los expertos de Gosplan… trabajaron con notable originalidad, luchando con estadísticas inadecuadas para crear el primer «balance de la economía nacional» de la historia, con el fin de proporcionar algún tipo de base para la planificación del crecimiento…. La cuestión es que lo que surgió de estos cálculos no fueron planes en el sentido de órdenes de actuar, sino «cifras de control», que eran en parte una previsión y en parte una guía para las decisiones de inversión estratégica, una base para discutir y determinar prioridades.

El Comunismo de Guerra, que comenzó a mediados de 1918, ocho meses después de la Revolución de Octubre, fue un esfuerzo desesperado por hacer frente al caos y los estragos resultantes de la Guerra Civil Rusa, incluida la invasión del país por todas las grandes potencias imperiales en apoyo de las fuerzas «Blancas». El comunismo de guerra no consistía en la planificación, sino en las nacionalizaciones al por mayor, la producción de guerra, la prohibición del comercio privado, la eliminación parcial de los precios, las raciones gratuitas y la requisición forzosa de suministros y excedentes. El Estado revolucionario soviético ganó la Guerra Civil, derrotando a los ejércitos blancos y obligando a las potencias imperiales a desalojar el país. Pero la economía quedó devastada y el pequeño proletariado industrial, que había sido la columna vertebral de la revolución, quedó diezmado, con sólo la mitad de trabajadores industriales en 1920 que en 1914. En 1921, ante el deterioro económico, la hambruna y la revuelta de los marineros de Kronstadt, V. I. Lenin organizó una retirada estratégica, reintroduciendo el comercio de mercado en la Nueva Política Económica (NEP). A partir de 1920, Lenin también tomó la iniciativa personal de introducir un plan para la electrificación, en un plazo de diez a quince años, de toda Rusia, construyendo centrales eléctricas e infraestructuras conexas en todas las grandes regiones industriales. Este sería el mayor logro en materia de desarrollo económico a principios de la década de 192050.

La NEP se consideró un periodo de transición en el movimiento hacia el socialismo. Lenin lo designó como «capitalismo de Estado». El Estado soviético conservaba el control de las cúspides de la economía, incluida la industria pesada, las finanzas y el comercio exterior. En la concepción inicial de Lenin, la NEP era una alianza limitada con el gran capital con el objetivo de transformar la producción de acuerdo con su forma más desarrollada de capitalismo monopolista, pero bajo control socialista, junto con un acomodo con el campesinado. «El Estado soviético», escribió Tamás Krausz en Reconstruyendo a Lenin, «daba un trato preferencial al capital organizado a gran escala y a la propiedad estatal orientada al mercado antes que a la propiedad privada anárquica, la economía incontrolablemente caótica de los pequeños burgueses». Lenin utilizó el concepto de capitalismo de Estado para referirse no sólo al sector estatal en una economía mixta, sino también a una formación social definida en el movimiento hacia el socialismo, que constituía la esencia de la NEP.

Fue durante la NEP cuando se introdujo por primera vez en la economía un nivel de planificación del desarrollo. Ya en 1917 se había creado el Consejo Supremo de la Economía Nacional. Sin embargo, fue bajo la NEP cuando se creó Gosplan como principal comisión estatal de planificación. Gosplan desarrolló el primer sistema de balances para una economía nacional, proporcionando cifras de control para guiar las decisiones de inversión con directrices limitadas a unos pocos sectores estratégicos bajo control estatal. En 1923-24 se introdujo un incipiente método de tablas input-output, inspirado en el Tableau économique de François Quesnay y en los esquemas de reproducción de Marx en El Capital.

En 1925, la NEP había logrado restaurar la economía de preguerra y la producción industrial fuera de la agricultura empezaba a estabilizarse. Lenin había insinuado en 1922 que la NEP podría tener que mantenerse durante mucho tiempo, considerando veinticinco años como «un poco demasiado pesimista». Pero con su muerte en 1924 y el éxito de la NEP en la restauración de la economía, surgió un Gran Debate sobre la transformación y la planificación socialistas. La teoría marxista clásica se había basado en revoluciones ocurridas primero en los países desarrollados de Europa Occidental. En un principio, se pensó que la Revolución Rusa desencadenaría una revolución proletaria europea más amplia que, sin embargo, nunca llegó a materializarse. Rusia era un país subdesarrollado, principalmente campesino, que vivía en un estado de aislamiento político y económico y se enfrentaba a la amenaza continua de nuevas invasiones imperiales.

Todos los principales participantes en el Gran Debate coincidieron en la necesidad de avanzar hacia una economía socialista planificada, pero surgieron desacuerdos sobre la naturaleza y el ritmo del cambio, y sobre el grado de expropiación de las tierras de los campesinos. Algunos bolcheviques destacados, como Nikolai Bujarin, defendieron lo que entonces era la línea dominante, insistiendo en un planteamiento más lento y de crecimiento equilibrado basado en la continuación de la NEP como periodo transitorio. Por el contrario, los que, como el economista E. A. Preobrazhensky, se identificaban con la «oposición de izquierdas», favorecían un cambio mucho más rápido hacia una economía de planificación centralizada y la expropiación del campesinado mediante un proceso de acumulación primitiva socialista. Las principales figuras tanto de la oposición de izquierdas, incluidos Preobrazhensky y León Trotsky, como de lo que José Stalin caracterizaría como la oposición de derechas, asociada con Bujarin (con quien Stalin se había alineado durante el Gran Debate), fueron finalmente eliminadas una tras otra, dejando a Stalin totalmente al mando.

Con la llegada de Stalin al poder en 1928, se adoptó un curso de industrialización rápida en línea con las propuestas originalmente avanzadas por la oposición de izquierdas, a las que el propio Stalin se había opuesto en un principio. El objetivo pasó a ser la construcción del «socialismo en un solo país», dada la posición aislada de la URSS. Esto, sin embargo, adoptó la forma de una brutal acumulación primitiva socialista y una economía burocrática dirigida de arriba abajo, a partir del primer plan quinquenal de 1929. En 1925-26, bajo la NEP, el sector estatal constituía el 46% de la economía; en 1932, había aumentado hasta el 91%.

La tragedia de la planificación soviética residía en las terribles circunstancias históricas en las que surgió, que condujeron a lo que el célebre historiador de la URSS, Moshe Lewin, denominó «la desaparición de la planificación en el plan». La producción industrial en 1928-29 bajo la NEP había crecido a un ritmo del 20%. Sin embargo, eso no se consideraba suficiente. Bujarin se pronunció en contra de los planes elaborados por «locos» que pretendían un crecimiento económico anual dos veces superior al de la NEP. Así pues, el proceso de planificación se concibió desde el principio sobre bases poco realistas. Surgió un sistema de planificación central que adoptó la forma específica de una economía dirigida, en la que todas las directrices sobre la asignación de mano de obra y recursos, insumos para la producción, objetivos especificados, etc. se determinaban burocráticamente desde arriba. A esto se unió la perpetuación del carácter básico del proceso de trabajo capitalista con la incorporación de técnicas tayloristas de gestión científica, eliminando la posibilidad de formas de organización ascendentes o de control obrero, como se preveía originalmente en los soviets de obreros.

Las directrices establecidas en el primer plan quinquenal estaban más allá de toda posibilidad de cumplimiento, con el resultado de que el plan fue archivado casi desde el principio. El sistema de mando que surgió estaba administrado de forma centralizada y burocrática, mientras que la planificación racional apenas aparecía. Mientras tanto, el «supertempo» de la industrialización significó la confiscación masiva de la propiedad campesina y la colectivización forzosa, que afectó a millones de personas. Como escribió Lewin, «la campaña anti-campesina de Stalin fue un ataque contra las masas populares. Requería una coerción a tan gran escala que todo el Estado tenía que transformarse en una enorme máquina opresora». En tales circunstancias, la dura regimentación de la población era inevitable.

No obstante, con todos sus defectos y barbaridades, la tosca, torpe y burocrática economía dirigida que surgió en la Unión Soviética tuvo un enorme éxito en sus efectos de desarrollo. Fue capaz de dar prioridad a la inversión en la industria pesada como nunca antes se había visto. La tasa media de crecimiento anual de la producción industrial en los años 1930-40 fue oficialmente del «16,5%», lo que, en palabras de Lewin, era «sin duda una cifra impresionante (y no mucho menos impresionante incluso si se prefieren las evaluaciones más pequeñas de los economistas occidentales)». La Unión Soviética se lanzó a la industrialización, ampliando también el transporte y la generación eléctrica, aunque con la agricultura rezagada. Entre 1928 y 1941 se construyeron unas ocho mil empresas masivas y modernas.

En 1928, la Unión Soviética era todavía un país subdesarrollado, pero en la Segunda Guerra Mundial se había convertido en una gran potencia industrial. No se puede cuestionar el duro realismo de Stalin cuando afirmó, en 1931: «Llevamos entre 50 y 100 años de retraso con respecto a los países avanzados. Tenemos que recorrer esta distancia en diez años. O lo conseguimos o seremos aplastados». Sus cálculos eran correctos. Cuando la Wehrmacht alemana invadió Rusia exactamente diez años después, en 1941, con más de tres millones de tropas del Eje, organizadas en divisiones blindadas y desplegadas en un frente de 1.800 millas, las fuerzas invasoras se encontraron frente a una gran potencia industrial y militar muy distinta de la Rusia a la que se habían enfrentado en la Primera Guerra Mundial. Las fuerzas soviéticas llevaron a cabo una resistencia extraordinaria que superó con creces todo lo que Adolf Hitler y sus asesores habían concebido. La historia del mundo moderno iba a girar en torno a ese mismo hecho, que conduciría a la derrota de la Alemania nazi.

Sin embargo, las debilidades de la economía soviética, con su producción administrada y planificada de forma centralizada, iban a perseguir al sistema después de la Segunda Guerra Mundial. Aunque mantuvo unas tasas de crecimiento bastante impresionantes y, en la era postestalinista, sobre todo a principios de la era de Leonid Brézhnev, fue capaz de proporcionar tanto armas como mantequilla en el contexto de la Guerra Fría –en la que se enfrentaba a un homólogo mucho mayor y más agresivo como Estados Unidos–, las debilidades del sistema soviético se hicieron cada vez más evidentes. La economía planificada burocrática había dado lugar a una concentración de poder y a la aparición de una nueva clase dirigente de jefes burocráticos, o nachal’niki, surgida del sistema de la nomenklatura (que ejercía el control sobre los candidatos de alto nivel al Partido), que pesaba sobre el sistema, impidiendo los cambios necesarios. A pesar de sus tempranos avances en el análisis input-output, la economía dirigida soviética nunca integró los métodos de la cibernética y las posibilidades de una planificación óptima que surgieron con la nueva revolución informática en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, a pesar de algunos movimientos en esta dirección. Un énfasis excesivo en los nuevos proyectos de inversión llevó a descuidar la inversión de sustitución, con el resultado de que la producción se llevó a cabo con equipos obsoletos, lo que provocó numerosos paros laborales. La proletarización de la mano de obra, unida al pleno empleo y otras garantías, redujo las posibilidades de coerción económica dentro del sistema en comparación con el capitalismo, lo que provocó problemas de incentivos materiales para los trabajadores.

El sistema soviético de gestión empresarial, como reconoció agudamente el Che Guevara, se basaba en el capitalismo premonopolista, no en el capitalismo monopolista, y por tanto dependía más de las transacciones entre empresas que de las intraempresariales. Esto significaba que las empresas dependían de los precios externos, con el irónico resultado de que las relaciones de mercado socavaban la planificación a nivel empresarial de un modo que no ocurría en lo que Galbraith había llamado el «sistema de planificación» de las corporaciones monopolísticas en Occidente. Al mismo tiempo, la producción fabril se organizó según el viejo modelo de Ford Motors, en el que cada división o sindicato fabricaba todos los componentes, en contraposición al sistema de producción capitalista monopolista más desarrollado, con múltiples proveedores, que evitaba los cuellos de botella. Lo más importante es que la economía dirigida soviética se basó desde el principio en el desarrollo extensivo, en lugar de intensivo, mediante el reclutamiento forzoso de mano de obra y recursos, en contraposición al cultivo de eficiencias dinámicas. En consecuencia, una vez que la mano de obra y los recursos empezaron a escasear, en lugar de abundar, la economía entró en estancamiento, creando una escasez generalizada.

Aun así, la economía siguió creciendo, aunque más lentamente, hasta el caos de la era Gorbachov, al tiempo que proporcionaba a la población amplios servicios de bienestar social, envidiables desde el punto de vista de la mayor parte del mundo, aunque carentes de consumismo de masas y bienes de lujo. Al final, fue la dirección tomada por el extremo superior de la jerarquía social asociada con el sistema de la nomenklatura, que aspiraba al mismo estilo de vida opulento que los escalones superiores de Occidente, lo que sellaría el destino del sistema soviético.

Como Harry Magdoff y Fred Magdoff explicaron en Approaching Socialism, «Las deficiencias de la economía soviética, que se hicieron evidentes poco después de la recuperación de la Segunda Guerra Mundial, no fueron el resultado del fracaso de la planificación central, sino de la forma en que se llevó a cabo la planificación. La planificación central en tiempos de paz no necesita el control de las autoridades centrales sobre cada detalle de la producción. El mando y la ausencia de democracia no sólo no son ingredientes necesarios de la planificación central, sino que son contraproducentes para una buena planificación». Irónicamente, fue el carácter de clase del sistema soviético y la corrupción desenfrenada lo que condujo a su desaparición.

El periodo de economía dirigida de China, tras la Revolución de 1949, fue mucho más breve, duró esencialmente de 1953 a 1978. Lanzó su primer plan quinquenal basado en el modelo soviético en 1953, y su fase de planificación duró hasta que instituyó las «reformas de mercado» un cuarto de siglo después. Durante su periodo de planificación central, en el que también tuvo que hacer frente a la amenaza estadounidense y, por tanto, se vio obligada a desviar importantes recursos necesarios a la defensa nacional, la República Popular China registró, no obstante, logros impresionantes, estableciendo la base industrial y social para el desarrollo económico aún más impresionante que seguiría con la apertura de la economía china y su integración controlada en la economía mundial.

No cabe duda de que el historial de la economía dirigida china en su periodo inicial de planificación fue irregular. La planificación central, tal como se instituyó en China, tenía muchos de los mismos puntos débiles que en la Unión Soviética, lo que provocó desequilibrios y el mismo fenómeno de «desaparición de la planificación en el plan». No obstante, se consiguieron grandes logros. La agricultura se asentó sobre nuevas bases, con colectividades y propiedad social. «Poca gente es consciente», escribió Fred Magdoff en su prefacio a la obra de Dongping Han The Unknown Cultural Revolution: Life and Change in a Chinese Village de la visita a China en el verano de 1974, durante la Revolución Cultural, de una delegación de agrónomos estadounidenses. Viajaron mucho y quedaron asombrados por lo que observaron, como se describe en un artículo del New York Times (24 de septiembre de 1974). La delegación estaba compuesta por diez científicos que eran «experimentados observadores de cultivos con amplia experiencia en Asia.» En palabras del Premio Nobel Norman Borlaug: «Había que buscar mucho para encontrar un campo en mal estado. Todo era verde y bonito allá donde viajábamos. Sentí que el progreso había sido mucho más notable de lo que esperaba». El jefe de la delegación, Sterling Wortman, vicepresidente de la Fundación Rockefeller, describió la cosecha de arroz como «…realmente de primera. Había un campo tras otro que no tenían nada que envidiar». También les impresionó el aumento del nivel de destreza de los agricultores de las comunas. Wortman dijo: «Todos se están poniendo al nivel de destreza de los mejores. Todos comparten los insumos disponibles». El Dr. Sprague publicó en 1975 en la prestigiosa revista Science una descripción detallada de sus observaciones sobre la agricultura en China. Gran parte del progreso de la agricultura china tras la Revolución Cultural fue posible gracias a los avances de ese periodo. Incluso el aumento del uso de fertilizantes que se produjo a finales de los 70 y principios de los 80 fue posible gracias a las fábricas que China contrató en 1973.

El crecimiento del potencial industrial de China bajo Mao Zedong fue «relativamente rápido» si se compara con el de casi todos los demás países en desarrollo. La alfabetización y la esperanza media de vida se transformaron por completo, situando a China a la altura de los países de renta media en cuanto a factores de desarrollo humano a finales de la década de 1970, a pesar de que su renta per cápita seguía siendo extremadamente baja. El «impacto neto de la planificación» fue un enorme aumento de «la tasa de progreso técnico». Como escribió Chris Bramall en su importante obra de 1993, Elogio de la planificación económica maoísta, «si uno cree que las capacidades son mejor indicador del desarrollo económico que la opulencia, tanto China como [la provincia de] Sichuan se habían desarrollado mucho a la muerte de Mao». Que el Banco Mundial opte por poner más énfasis en la opulencia es una decisión completamente normativa».

Después de 1978, China pasó rápidamente de una economía totalmente planificada de forma centralizada a un sistema de economía mixta parecido a la NEP de Lenin. Podría considerarse estructuralmente, en términos marxistas, como señaló Samir Amin, como un «capitalismo de Estado» bajo la dirección del Partido Comunista Chino (aunque también se han utilizado los términos «socialismo de mercado» e incluso «socialismo de Estado»). Esto significó un giro brusco hacia el mercado, mientras que el sector estatal seguía siendo enorme, dominando las alturas de mando de la economía y guiando todo el sistema, bajo el «socialismo con características chinas.» El PIB de China se multiplicó por treinta entre 1978 y 2015, superando con creces todos los demás «milagros económicos» históricos en materia de industrialización.

La tierra, especialmente en las zonas rurales, permaneció en su mayor parte bajo propiedad estatal/colectiva. En la actualidad China cuenta con unas 150.000 empresas estatales, de las cuales unas 50.000 son propiedad del gobierno central y el resto de los gobiernos locales. Las empresas estatales representan alrededor del 30% del PIB total (alrededor del 40% del PIB no agrícola) y alrededor del 44% de los activos nacionales. Estas empresas están estrechamente controladas por el gobierno (con directores generales de las empresas estatales nombrados por el Departamento Central de Organización del Partido). Están integradas en el mercado, pero reciben ayudas y subvenciones estatales y se espera de ellas que cumplan objetivos gubernamentales que van más allá de la maximización de beneficios, al tiempo que proporcionan excedentes económicos al Estado, que ascienden al 30% de sus beneficios. Durante la pandemia de COVID-19, el Partido otorgó a las empresas estatales un papel significativo.

China sigue introduciendo planes quinquenales en los que su control sobre el sector estatal es su principal punto de apoyo para guiar toda la economía. En 2002 había seis empresas estatales chinas en la lista Global Fortune 500. En 2012 ya eran sesenta y cinco. El Partido Comunista Chino reconoce explícitamente que el mercado es una fuerza sin corazón ni cerebro, lo que exige que el Estado desempeñe un papel directo en la orientación de la economía. Esto ha tomado la forma de lo que se conoce como «regulación estatal (también conocida como regulación planificada)» y el principio de «coproducción» del Estado y el mercado.

Como ha señalado Yi Wen, economista y vicepresidente de la Junta de la Reserva Federal de St Louis, «China comprimió en una sola generación los aproximadamente 150 a 200 (o incluso más) años de cambios económicos revolucionarios experimentados por Inglaterra entre 1700-1900 y Estados Unidos entre 1760-1920 y Japón entre 1850-1960». Un aspecto importante de la economía china, que conserva un sector estatal rector y, por tanto, una capacidad mucho mayor del Estado para regular la economía –y, en efecto, para planificar los cambios en la asignación del trabajo y los recursos–, es su inmunidad mucho mayor a las crisis económicas, que generalmente se limitan a perturbaciones locales de la producción. Sin embargo, las contradicciones centrales del «socialismo con características chinas» se encuentran en el nivel de desigualdad, que ahora casi ha alcanzado proporciones estadounidenses, y en la explotación extrema de la mano de obra emigrante de las zonas rurales empleada en la producción de exportación para multinacionales extranjeras. Estas cuestiones se han convertido en motivos de gran preocupación.

La desaparición de la Unión Soviética y la apertura de China a la economía mundial fueron acogidas universalmente en Occidente –particularmente dentro de la economía ortodoxa como núcleo ideológico del sistema– como la prueba definitiva de que la planificación económica era inviable y estaba condenada al fracaso desde el principio. El socialismo se identificaba totalmente con la planificación, que, según se decía, conducía al fracaso inevitable. Esto llevaba implícita la «suposición de que la práctica soviética revela la naturaleza esencial de una economía de planificación centralizada».

Sin embargo, esta condena general de la planificación centralizada en todas sus formas y circunstancias, divorciada del análisis concreto, carecía de base teórica y se contradecía con la realidad. Las propias economías capitalistas habían recurrido con frecuencia a la planificación central de emergencia en tiempos de guerra. Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, por ejemplo, instituyó un amplio sistema de planificación nacional, dirigido por la Junta de Producción de Guerra y otros organismos, que desplazó los recursos y la producción al tiempo que instituía el racionamiento y el control de precios. La producción civil de automóviles, que constituía el núcleo del sector industrial del país, se reconvirtió rápidamente en la producción de armamento, tanques y aviones. Había una necesidad desesperada de producir buques de guerra y mercantes. Se necesitaban bienes militares no sólo para Estados Unidos, sino también para sus aliados. Esto también exigió una expansión masiva y grandes cambios en la mano de obra, ya que millones de hombres fueron llamados al servicio militar. El empleo remunerado de las mujeres creció un 57% durante la guerra; en 1943 las mujeres constituían el 65% de la mano de obra de la industria aeronáutica. Todo esto requería una planificación central, que incluía agencias de planificación, directrices por parte del Estado y controles fiscales y monetarios. Se impulsó la investigación gubernamental en ciencia y tecnología, la más famosa en el Proyecto Manhattan. El excedente económico generado por la sociedad se reorientó masivamente para facilitar la producción bélica, mientras que la industria tenía que coordinarse para maximizar bienes militares específicos en el momento y el ritmo adecuados. La planificación central, tal y como la definió Michał Kalecki, «abarca el volumen de producción, el fondo salarial, los proyectos de inversión de mayor envergadura, así como el control de los precios y la distribución de los materiales básicos.» La planificación bélica estadounidense se ajusta en gran medida a esta definición, demostrando que una economía mixta no era incompatible en todas las circunstancias con la planificación centralizada.

Sin planificación social y económica, los objetivos del socialismo encaminados a la igualdad sustantiva y la sostenibilidad ecológica son imposibles de alcanzar. La lógica y la experiencia histórica demuestran que sin un sistema de planificación de algún tipo que opere a varios niveles, desde el lugar de trabajo hasta el local y el nacional, no hay forma concebible de abordar eficazmente la emergencia ecológica planetaria ni de garantizar el «buen vivir para todas las personas» esto simplemente no puede lograrse en una sociedad de «¡Acumular, acumular! Ese es Moisés y los profetas» La planificación, sin embargo, debe ser democrática si se quieren alcanzar resultados socialmente óptimos. «No hay nada en la planificación central» en sí misma, observaron Fred y Harry Magdoff en Approaching Socialism, que requiera el mando y el confinamiento de todos los aspectos de la planificación a las autoridades centrales. Eso ocurre debido a la influencia de intereses burocráticos especiales y al poder general del Estado. La planificación para el pueblo tiene que implicar al pueblo. Los planes de las regiones, ciudades y pueblos necesitan la participación activa de las poblaciones locales, las fábricas y los comercios en consejos obreros y comunitarios. El programa general –especialmente decidir la distribución de recursos entre bienes de consumo e inversión– exige la participación de la gente. Y para ello, la gente debe tener los hechos, una forma clara de informar su pensamiento y contribuir a las decisiones básicas.

Una economía planificada unificada y polifacética, que abarcaría múltiples niveles e implicaría una «democracia de todo el proceso», no exige la eliminación de los mercados de consumo ni de la libertad de los trabajadores para trabajar donde les plazca (y, por tanto, un mercado laboral en este sentido). Sin embargo, sí requiere un control de la inversión en bienes de capital y de las finanzas y, por tanto, controles sociales que permitan movilizar el excedente económico de forma que beneficie a la población en su conjunto (incluidas las generaciones futuras), garantizando condiciones igualitarias, las bases fundamentales del desarrollo humano para todos los individuos y la protección del entorno natural.

En su ensayo En defensa de la planificación socialista de 1986, Ernest Mandel argumentaba que la principal ventaja de la planificación económica es que las decisiones sobre la asignación de recursos y mano de obra se toman ex ante y luego se corrigen por ensayo y error, en lugar de ex post a través de la fuerza mediadora del mercado de mercancías (y su «racionamiento por la cartera»). La planificación permite así tomar decisiones directamente sobre la base de lo que Marx llamó la «jerarquía de… necesidades». Esto no requiere que todas las decisiones sean tomadas por una burocracia centralizada; es coherente con una democracia socializada basada en la «institucionalización de la soberanía popular.» Los parámetros fundamentales de la producción serían establecidos por los productores asociados en una sociedad organizada según el principio de cooperación. Una sociedad así «crecería en civilización y no en mero consumo».

Decrecimiento planificado / 4

John Bellamy Foster


[Continuación]

Los Estados socialistas y el medio ambiente

Existe una noción muy extendida, que se hizo casi universalmente aceptada tras la desaparición de la Unión Soviética, de que el historial soviético en materia de medio ambiente era mucho peor que el de Occidente, y que ello era atribuible al socialismo y a la planificación central. Es cierto que el historial de la URSS en materia de medio ambiente era deplorable en muchos aspectos. Basta pensar en Chernóbil y el mar de Aral. En la época de Stalin, muchos de los ecologistas soviéticos pioneros fueron purgados, con importantes consecuencias para el desarrollo soviético. Sin embargo, la visión dominante borra los éxitos medioambientales soviéticos, manifestados en sus cinturones verdes alrededor de las ciudades, sus famosas zapovedniki (reservas ecológicas científicas), sus campañas masivas de reforestación/forestación, su papel de liderazgo en la promoción de acuerdos medioambientales a escala internacional y sus poderosas organizaciones ecologistas, que ejercían presión sobre el gobierno. La Sociedad Panrusa para la Preservación de la Naturaleza, dirigida en gran parte por científicos, tenía treinta y siete millones de miembros en 1987, lo que la convertía en la mayor organización de defensa de la conservación del mundo.

A medida que la Unión Soviética se industrializaba y modernizaba al tiempo que se enfrentaba a la necesidad de elevados niveles de gasto militar dada la amenaza de la Guerra Fría por parte de Occidente, convergió de forma natural con los niveles occidentales de destrucción medioambiental. Al igual que Occidente, acabó respondiendo, aunque no sin contradicciones, a sus movimientos ecologistas. La protección y conservación del medio ambiente se incorporaron, aunque de forma inadecuada, a su sistema general de planificación. La Unión Soviética contaba con un amplio sistema de leyes medioambientales que, sin embargo, no se aplicaban suficientemente. Fueron científicos soviéticos, pronto seguidos por científicos estadounidenses, los primeros en dar la voz de alarma sobre el calentamiento acelerado del planeta. También se hicieron grandes esfuerzos en el ámbito de la conservación del suelo. En la década de 1980, el concepto de «civilización ecológica» surgió por primera vez en la Unión Soviética y pronto fue adoptado en China, donde se ha convertido en un aspecto central de la planificación general, como se refleja en los planes quinquenales de China. Destacados economistas soviéticos, como P. G. Oldak, abogaron por una transformación radical de la contabilidad soviética de la renta nacional para integrar medidas directas de destrucción medioambiental. «Más», argumentaba, «no siempre es «mejor».

El historial medioambiental de la Unión Soviética con respecto a la contaminación, aunque apenas satisfactorio, era en general favorable si se comparaba con el de Estados Unidos, con poblaciones aproximadamente iguales. Las emisiones per cápita de dióxido de azufre, óxido nitroso, partículas y dióxido de carbono de la Unión Soviética eran muy inferiores a las de Estados Unidos, mientras que sus emisiones per cápita de dióxido de carbono disminuyeron en sus últimos años. La huella ecológica per cápita de la Unión Soviética, la medida más exhaustiva del impacto medioambiental, era muy inferior a la de Estados Unidos, y la diferencia aumentó en la década de 1980, ya que la huella ecológica per cápita de Estados Unidos siguió creciendo mientras que la de la URSS se estabilizó. Además, esto era así a pesar de que Estados Unidos era capaz de «descargar los daños medioambientales en muchos otros países». Estados Unidos era mucho más rico y avanzado tecnológicamente, pero también causaba mucho más daño al medio ambiente mundial.

Aunque la planificación soviética y la de otras sociedades posrevolucionarias se habían orientado al crecimiento económico, imitando hasta cierto punto al capitalismo en este aspecto, el impulso interno, basado en las clases, de acumulación de capital no es una característica estructural inherente a una sociedad socialista planificada. Por esta razón, Paul M. Sweezy argumentó en 1989 que las economías planificadas realmente existentes ofrecían la mejor oportunidad para la humanidad en cuanto a las rápidas transformaciones en la producción y el consumo necesarias para hacer frente a la crisis medioambiental mundial.

Cuba, a pesar de ser un país pobre sometido a un perpetuo bloqueo económico por parte de Estados Unidos, es reconocida desde hace tiempo como la nación más ecológica de la Tierra, según el Informe Planeta Vivo de la Federación Mundial de la Naturaleza. Cuba pudo demostrar que un país puede tener una alta calificación en desarrollo humano y al mismo tiempo una baja huella ecológica. Ello se debe a que sitúa el desarrollo humano de la población en su conjunto, incluidas las condiciones medioambientales, en el primer plano de su planificación.

La República Popular China, por su parte, ha dado pasos de gigante en la dirección de la «civilización ecológica», a pesar de su intento de elevar la renta per cápita de su población por encima del nivel actual, que actualmente es menos de una quinta parte de la de Estados Unidos (en términos de cambio de mercado), lo que requiere altas tasas de crecimiento económico. Aun así, China ha avanzado en tecnologías sostenibles, en las que es líder mundial; en la rápida reducción de la contaminación; y en los niveles mundiales de reforestación/forestación.

En el actual clima ecológico, China y Cuba –junto con otras economías mixtas, dirigidas por el Estado y semiplanificadas, como Venezuela, con sus intentos, a través de su Revolución Bolivariana, de construir un Estado comunal y sus extraordinarios logros en seguridad y soberanía alimentarias– ofrecen esperanzas de avances ecológicos en la actual emergencia planetaria, actualmente inexistentes en el opulento mundo capitalista.

Planificar el desarrollo humano sostenible

El decrecimiento o la desacumulación planificados y el cambio a un desarrollo humano sostenible son ahora inevitables en los países más ricos, cuyas huellas ecológicas per cápita son insostenibles a escala planetaria, si queremos que sobreviva la civilización organizada. La escala y el ritmo de la transformación ecológico-energética necesaria, tal y como se subraya en los informes científicos sobre el cambio climático y otros límites planetarios, indican que para evitar el desastre debe llevarse a cabo una transformación revolucionaria de todo el sistema de producción y consumo bajo el principio «Más pequeño, pero mejor». De ahí que los países capitalistas/imperialistas centrales, que constituyen la principal fuente del problema, deban buscar un «camino próspero hacia abajo», centrándose en el valor de uso más que en el valor de cambio. Esto requiere avanzar hacia niveles mucho más bajos de consumo energético y gravitar hacia cuotas per cápita globales iguales, al tiempo que se reducen a cero las emisiones de carbono.

Al mismo tiempo, hay que permitir que los países más pobres con baja huella ecológica se desarrollen en un proceso general que incluye la contracción de la producción de energía y materiales en los países ricos y la convergencia del consumo per cápita en términos físicos en el mundo en su conjunto. La reducción de las economías ricas requerirá un cambio masivo a tecnologías sostenibles, incluidas las energías solar y eólica. Pero ninguna de las tecnologías existentes puede por sí sola resolver el problema climático en el plazo requerido, por no hablar de abordar la emergencia planetaria en su totalidad, al tiempo que permite la acumulación exponencial ilimitada y la mala distribución requerida por el capitalismo.

Lo que es objetivamente necesario en este momento de la historia humana es, por tanto, una transformación revolucionaria de las relaciones sociales que rigen la producción, el consumo y la distribución. En su lugar, una humanidad revolucionaria basada en la población trabajadora –un proletariado medioambiental emergente– tendrá que exigir una nueva formación social que satisfaga las necesidades básicas de toda la población, seguidas de las necesidades de la comunidad, incluidas las necesidades de desarrollo de todos los individuos. Esto será posible mediante mejoras cualitativas en el trabajo, un énfasis en el trabajo útil y el trabajo asistencial, junto con el reparto de la abundante riqueza social, producto a su vez del trabajo humano. Una relación sostenible con la tierra es un requisito absoluto sin el cual no puede haber futuro humano. Todo ello exige ir contra la lógica de la acumulación capitalista en el presente. La planificación económica tendrá que ser reorientada, no para el crecimiento económico o la guerra contra otros países, sino para crear un nuevo conjunto de prioridades sociales dirigidas al florecimiento humano y a un metabolismo social sostenible con la tierra.

Una «visión socialista de Estados Unidos», escribió Harry Magdoff en 1995, exigiría disminuir el uso de la energía, la producción de automóviles civiles y las subvenciones gubernamentales a las empresas destructoras del medio ambiente. «Sería necesario un estilo de vida mucho más sencillo en los países ricos para preservar la Tierra como lugar de existencia humana». Para lograrlo, «habría que restringir o controlar el crecimiento». En un sistema así sería esencial centrarse en las necesidades básicas, como una vivienda adecuada y digna para todos. Habría que poner fin a los gastos de guerra orientados al imperialismo y eliminar las restricciones a la inmigración. Todo ello requiere una planificación social y económica. Nada de ello podría lograrse confiando principalmente en el sistema de precios de mercado, que invariablemente fomenta la desigualdad, la destrucción medioambiental, la guerra y la exclusión. Como escribió el sociólogo británico Anthony Giddens en The Politics of Climate Change, «la planificación de algún tipo es inevitable» ante la actual crisis planetaria.

En Estados Unidos y otros países ricos, ya existen actualmente los medios para esa transformación masiva y cualitativa de la sociedad en consonancia con las prioridades sociales y las necesidades de la clase trabajadora oprimida, alejándose al mismo tiempo del imperialismo y de la opresión global de «los desdichados de la tierra». Esto puede verse fácilmente señalando el actual presupuesto militar de un billón de dólares, que podría reorientarse para llevar a cabo esos cambios en la infraestructura energética necesarios para la supervivencia humana. Pero también puede verse en los crecientes niveles de expropiación del excedente a los productores directos. Un estudio de la Corporación RAND estimó que se expropiaron 47 billones de dólares (en dólares de 2018) al 90% más pobre de la población estadounidense entre 1980 y 2018, calculado sobre la base de lo que habrían recibido si los ingresos hubieran crecido equitativamente dentro de la economía durante el período. Esto supera todo el valor actual del parque inmobiliario estadounidense, que en enero de 2022 era de 43 billones de dólares. En la base de este enorme excedente social se encuentra el trabajo social, que debe asignarse sobre una base económica y ecológica, y ya no sobre la base de la acumulación privada.

Incluso el examen más superficial del despilfarro y la explotación más amplios del sistema plantea lo que Morris denominó el problema del «trabajo útil frente al trabajo inútil». El excedente económico masivo derivado del trabajo social –medido no sólo por los beneficios, los intereses y las rentas, sino también por el despilfarro, la mala distribución y la irracionalidad elemental del sistema– es ya muchas veces superior al necesario para llevar a cabo los enormes cambios necesarios para crear una sociedad de desarrollo humano sostenible. Es el propio capitalismo el que impone la escasez y la austeridad a la población para obligar a los trabajadores a sacrificar aún más sus vidas por un sistema explotador, que ahora amenaza con una crisis de habitabilidad planetaria para toda la humanidad junto con otras innumerables formas de vida.

La mayoría de las estrategias de decrecimiento, incluso las promulgadas por los ecosocialistas, se pliegan a la ideología imperante, prefiriendo no plantear la cuestión de la planificación, ni siquiera ante la emergencia planetaria. De hecho, se tiende a renunciar a medidas tan obvias como la nacionalización de las empresas energéticas y la reducción obligatoria de las emisiones de las empresas. En su lugar, los teóricos del decrecimiento suelen proponer un menú de «alternativas políticas», como un Nuevo Pacto Verde al estilo keynesiano, una renta básica universal, una reforma fiscal ecológica, una semana laboral más corta, una mayor automatización, etc., ninguna de las cuales entra en conflicto directo con el sistema, ni se acerca a abordar la enormidad del problema, en lo que se consideran reformas no reformistas.

Las propuestas de reducción drástica del empleo, y no sólo de la jornada laboral, respaldadas en muchos esquemas de decrecimiento por una renta básica garantizada, pretenden ajustar los parámetros del capitalismo, en lugar de trascenderlos, en un enfoque que generaría el tipo de condiciones distópicas descritas en la novela de Kurt Vonnegut, La pianola. Como escribieron Leo Huberman y Sweezy cuando se planteó por primera vez la noción de una renta básica garantizada en la década de 1960, «nuestra conclusión sólo puede ser que la idea de rentas garantizadas incondicionalmente no es el gran principio revolucionario que los autores de ‘La triple revolución’ evidentemente creen que es. Si se aplicara en nuestro sistema actual, sería, como la religión, un opio del pueblo que tendería a reforzar el statu quo. Y en un sistema socialista… sería totalmente innecesaria y podría hacer más mal que bien».

Algunos socialistas ajenos al decrecimiento, enfrentados al cambio climático, han sucumbido al fetichismo tecnológico, proponiendo peligrosas medidas de geoingeniería que inevitablemente agravarían la crisis ecológica planetaria en su conjunto. No hay duda de que muchos en la izquierda consideran que toda la solución actual consiste en un New Deal verde que ampliaría los empleos verdes y la tecnología verde, conduciendo al crecimiento verde en un círculo aparentemente virtuoso. Pero como esto suele estar orientado a una economía de crecimiento keynesiano y se defiende en esos términos, los supuestos que lo sustentan son cuestionables. Una propuesta más radical, más acorde con el decrecimiento, sería un Nuevo Pacto Verde de los Pueblos orientado hacia el socialismo y la planificación ecológica democrática.

Bajo el capital monopolista-financiero de hoy en día, sectores enteros de la profesión asistencial, la educación, las artes, etc. se ven afectados por lo que se conoce como la «enfermedad del coste Baumol», llamada así por William J. Baumol, que introdujo la idea en su libro de 1966, Performing Arts: The Economic Dilemma. Esto se aplica cuando los salarios aumentan y la productividad no. Así, como declara la revista Forbes, sin rastro de ironía: «La producción de un cuarteto [de cuerda] que interpreta a Beethoven no ha aumentado desde el siglo XIX», aunque sus ingresos sí lo han hecho. Se considera que la enfermedad de los costes de Baumol es aplicable principalmente a aquellos ámbitos laborales en los que las nociones de aumento cuantitativo de la productividad carecen generalmente de sentido. Ahora bien, ¿cómo se mide la productividad de una enfermera que atiende a pacientes? Desde luego, no por el número de pacientes por enfermera, independientemente de la cantidad de cuidados que reciba cada uno y de sus resultados. El resultado de los objetivos centrados en el beneficio en la economía altamente financiarizada de hoy en día es la infrainversión y la institucionalización de salarios bajos precisamente en aquellos sectores caracterizados como sujetos a la llamada enfermedad de los costes de Baumol, simplemente porque no son directamente propicios para la acumulación de capital.

Por el contrario, en una sociedad ecosocialista, en la que la acumulación de capital no es el objetivo primordial, a menudo serían las áreas de trabajo intensivo en las profesiones asistenciales, la educación, las artes y las relaciones orgánicas con la tierra las que se considerarían más importantes y se incorporarían a la planificación social. En una economía orientada a la sostenibilidad, el trabajo en sí podría sustituir a la energía de los combustibles fósiles, como en la agricultura pequeña, orgánica y sostenible, que es más eficiente en términos ecológicos.

Escribiendo en La economía política del crecimiento en 1957, Baran argumentó que el excedente económico planificado podría reducirse intencionadamente en la planificación socialista, en comparación con lo que era posible entonces, para garantizar la «conservación de los recursos humanos y naturales». En este caso, el énfasis no se pondría simplemente en el crecimiento económico, sino en satisfacer las necesidades sociales, incluida la disminución de los costes medioambientales; por ejemplo, optando por reducir la «minería del carbón». Todo esto significaba, en efecto, dar prioridad al desarrollo humano sostenible sobre las formas destructivas de crecimiento económico. Hoy en día, la eliminación de los combustibles fósiles, incluso si esto significa una reducción del excedente económico generado por la sociedad, se ha convertido en una necesidad absoluta para el mundo en general, que se enfrenta a lo que Noam Chomsky ha llamado «el fin de la humanidad organizada». En palabras de Engels y Marx, es necesario liberar la «válvula de seguridad atascada» de la locomotora capitalista «que corre hacia la ruina». La elección es socialismo o exterminismo, «ruina o revolución».

[FIN]
Fuente: Monthly Review. Ver la parte 1, la parte 2 y la parte 3.

_____________________
Fuente:

https://www.elviejotopo.com/topoexpress/decrecimiento-planificado-1/
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