Si fuéramos una pintura en la galería de la infamia, seríamos un camposanto donde solo hay viudas y huérfanos...
“Fue en ese momento cuando empezamos a encontrar tantos y tantos cuerpos quemados, muchos hombres, mujeres, niños, ancianos quemados, pero vivos, y qué más íbamos a hacer nosotros sino pegarles los tiros de gracia para que no sufrieran más”. Quien mejor cuenta nuestras desgracias es el escritor Daniel Ángel, que transformó la historia en una novela desgarradora y cinematográfica.
Alexander Velásquez
Escritor, periodista, columnista, analista de medios, bloguero y podcaster – Cura de reposo, El Espectador
“… el mundo siempre encuentra una forma de quitarnos las ganas de vivir”: Daniel Ángel, escritor colombiano.
Desde la embestida de los conquistadores, Colombia no ha dejado de chorrear sangre, como si mantuviéramos un pañuelo en una mano y en la otra una pala para enterrar los restos de la barbarie. Tras brevísimos descansos otra vez nos arropa la carnicería, de frente o por la espalda: a cuchillo, a machete o a plomo, con motosierra, con fusil, con bombas incendiarias que llueven del cielo “como granizo gigante”. Quedan los muertos que flotan destajados río abajo, los muertos de nadie en las fosas comunes, los muertos colgando de los árboles con sus vientres abiertos, los muertos hechos polvo en hornos crematorios clandestinos…
Si fuéramos una pintura en la galería de la infamia, seríamos un camposanto donde solo hay viudas y huérfanos o un campo de concentración (recordándonos la sevicia de Hitler y su hambre por exterminar judíos), con bombas de napalm, (de las mismas que se lanzaron en 1972 durante la Guerra de Vietnam, de la cual sobrevive la foto icónica de niños vietnamitas huyendo despavoridos de los bombardeos), porque cualquiera de las dos escenas delatan nuestra propia insensibilidad. Sí, leyó bien: campo de concentración y bombas de napalm, ¡pero en Colombia!
Vamos al principio. Se cumplen setenta años del golpe de Estado del general Gustavo Rojas Pinilla, (13 de junio de 1953), el único dictador militar que tuvo Colombia en el siglo veinte, responsable junto con los militares de los asesinatos y desapariciones de inocentes en lo que se conoció como la guerra de Villarrica, al oriente del Tolima, donde acribillaron y calcinaron a campesinos indefensos, al tiempo que godos y liberales se mataban. Destituido el dictador, los partidos tradicionales se inventaron el Frente Nacional para turnarse el poder mientras la nación continuó –y continúa– desangrándose a través del pellejo de los más débiles.
“Fue en ese momento cuando empezamos a encontrar tantos y tantos cuerpos quemados, muchos hombres, mujeres, niños, ancianos quemados, pero vivos, y qué más íbamos a hacer nosotros sino pegarles los tiros de gracia para que no sufrieran más”.
Quien mejor cuenta nuestras desgracias es el escritor Daniel Ángel (Bogotá, 1985), que transformó la historia en una novela desgarradora y cinematográfica. Con la pericia de un sabueso, buscó y rebuscó aquí y allá hasta juntar material disperso: manuscritos, fotografías, recortes de prensa, entrevistas, viajes a los escenarios reales y toda clase de mapas. Con todo, narró lo inenarrable en las 624 páginas (dos tomos) que conforman la saga de “Sepultar tu nombre”, publicada por el sello editorial Seix Barral.
Al atravesar con sigilo la siguiente página, con la piel de gallina y sin haber superado el impacto de las imágenes anteriores, lo peor siempre está por suceder. La parábola del sufrimiento incesante.
“Las cabezas las encontraban arrojadas en riachuelos o en medio de los potreros y sin orejas, por eso se les prohibió a los niños jugar en las riberas y a las mujeres usar su agua para cocinar”.
Una vez bautizado por la pluma de Daniel Ángel, el lector no querrá escabullirse: El relato estremece y amilana; se contiene el aliento, dan ganas de llorar de impotencia, de atajar a los criminales o beber con la misma sed de venganza de los otros, mientras el horizonte se tiñe con un rojo sangre “como si durante la noche hubieran masacrado a cientos de ángeles en el cielo”.
Allá donde vaya, Daniel Ángel llega con su sombrero de fieltro y una sonrisa tranquila, su pinta de profesor de literatura –que lo es–, a veces con cigarrillo en la mano y algún poema en la maleta; parece otro personaje de sus novelas. Sin haber cumplido los 40 años, ya es un escritor de La Violencia: “Montes de María”, “Rifles bajo la lluvia” y, la más reciente, “Sepultar tu nombre”, aparte de otra obra, “Silva”, que cuenta el último día del poeta José Asunción Silva, aquel 24 de mayo de 1896, cuando quemó su corazón de un tiro.
Volvamos al monte y a la ciudad, escenarios de “Sepultar tu nombre”. Cual fantasma, atravesando toda la obra, aparece Erasmo Soler, que es a la vez el teniente Sombralarga y a la vez León Villa Paz. ¿Por qué? Es el misterio a desentrañar. “Sepultar tu nombre” también es la novela de amor de Ulises Villa (¿o, más bien, de sus amoríos difíciles?). —“Isabel es bella, es buena y no quiero dañarla, ya suficiente tengo conmigo, con esta pulsión por autodestruirme”. Es la novela sobre la búsqueda de Carlos León, su hermano que desapareció siendo niño; Carlitos pudo ser cualquiera de los más de tres mil niños que fueron separados a la fuerza de sus padres y luego desplazados, (que así lo documentó Gabo, siendo corresponsal de guerra de El Espectador en su propio país) pero Carlos León creció siendo víctima y victimario, como si esa dualidad explicara una identidad nacional irracional, ¿acaso congénita?, sin que podamos despojarnos de ella.
Todo trascurre mientras el horror anda desatado: aviones como aves metálicas que escupen salivazos de fuego, mujeres violadas a la vista de los demás, la matazón en una parroquia, muertos atravesados sobre mulas, “unos encima de otros, todos decapitados”, hombres lanzados vivos desde un puente para que se los trague el río Sumapaz, la matanza de una familia el mismo día en que la esposa daba a luz, policías envueltos en llamas a los que dejan “morir abrasados para ahorrar balas”, el hombre con esquirlas de una bomba que, retorciéndose de dolor dentro de una fosa, muere al cabo de dos días “porque ninguno estuvo dispuesto a darle el tiro de conmiseración”, las ochos líneas de la “Oración del odio”, las casas incineradas con gente viva en su interior, “como si a esa tierra hubiera llegado el fin del mundo” o caminos con “cadáveres de liberales sin orejas o con el pene dentro de la boca”.
En resumidas cuentas, todas las manifestaciones posibles de la maldad y la vileza. Una lectura para los vivos y para los que todavía no han nacido. Una novela histórica que reivindica lo efímero del periodismo, llevándolo a la categoría de literatura. Usando las palabras de Gabo, Daniel Ángel ha cumplido la misión del escritor en la tierra: “ponerles los pelos de punta a sus semejantes”. Pero una cosa es decirlo y otra cosa es leerlo. Leerlo para no olvidar que esto sí pasó y no debería pasar más, a ver si algún día por fin la vida y las personas tienen un valor y se nos permite morir, pero de muerte natural.
“La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas”: Gabriel García Márquez, (“Dos o tres cosas sobre la novela de La Violencia”, octubre de 1959).
Edición 830 – Semana del 24 al 30 de junio de 2023
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