DOSSIER:
Grupos de ultraderecha de Brasil intentaron dar un golpe de Estado tras destruir los inmuebles de los tres poderes del país.
1. Brasil: un día de terror golpista
Por Eric Nepomuceno
. Imagen: NA
Desde Río de Janeiro
El ultraderechista Jair Bolsonaro logró lo que su ídolo y mentor, Donald Trump, no había logrado: un claro intento de un golpe.
Si Trump logró invadir el Congreso, los seguidores de su discípulo invadieron y destrozaron mucho más.
Además del Congreso, los seguidores más radicales del ultraderechista brasileño invadieron el Palacio del Planalto, sede de la presidencia, y el Supremo Tribunal Federal, donde todo fue revirado, con papeles esparcidos por el suelo y obras destrozadas, de cuadros y esculturas a piezas de cerámica y de mármol.
Hubo destrucción en el Palacio del Planalto, en el Congreso, pero principalmente en el Supremo Tribunal Federal.
Hasta la puerta del despacho del juez Alexandre de Moraes, el más odiado integrante de la Corte Suprema por los seguidores de Bolsonaro, ha sido derrumbada. Toda esa violencia fue algo inédito en la historia brasileña.
En el Palacio del Planalto, obras de arte fueron destrozadas, además de muebles, entre otros desastres provocados por los ultraderechistas seguidores de Bolsonaro y por él incentivados.
Brasil jamás había vivido semejante jornada de destrucción y terror, frente a la inercia de las fuerzas de seguridad de la capital, cuyo gobernador, Ibaneis Rocha, es plenamente identificado con el ultraderechista expresidente Bolsonaro.
En los últimos tres días innumerables ómnibus llegaron a Brasilia trasladando centenares de manifestantes que luego se revelaron terroristas.
No hubo ninguna iniciativa tanto de las fuerzas de seguridad de la capital como del gobierno recién asumido de Lula para identificar y vigilar a los viajeros. Tal vigilancia, a propósito, sería responsabilidad del gobierno de Brasilia.
Fue un movimiento que reunió entre seis y diez mil manifestantes, trasladados de varios estados brasileños con todos los gastos cubiertos por empresarios que, cuando sean identificados, serán castigados, acorde a lo que anunció Lula da Silva, y que actuaron frente a la inmovilidad de las fuerzas de seguridad del gobierno de Brasilia, la capital.
El pronunciamiento de Lula, a eso de las seis y media de la tarde, cuando los movilizados empezaban a recluirse, ha sido especialmente duro. Anunció una intervención en las fuerzas de seguridad de Brasilia, e insinuó con fuerza que tal intervención podría expandirse hasta el mismo gobierno de la capital brasileña.
No dejó de culpar directamente, ni siquiera por un segundo, a Jair Bolsonaro por los actos de terrorismo de este domingo.
La Policía Militar de la capital fue sorprendida sacando fotos unos a otros, entre sonrisas, mientras a su lado pasaban multitudes dirigiéndose a la Esplanada de los Ministerios, donde serían transformados en invasores.
Terminados los actos terroristas, hubo detenciones. Alrededor de las siete y cuarto de la noche se informó que al menos 150 manifestantes violentos habían sido detenidos. Una cantidad mínima, comparada al total de los que participaron de los actos de violencia explícita.
La movilización de los terroristas empezó alrededor de las dos de la tarde y se extendió hasta casi las ocho de la noche, cuando los manifestantes empezaron a ser disueltos por la policía pero seguían marchando por las anchas avenidas de la capital.
El controvertido ministro de Defensa de Lula, José Mucio Monteiro, había definido a los manifestantes como demócratas en pleno derecho de manifestación. Ya su colega de Justicia, Flavio Dino, advirtió que eran puros terroristas reunidos.
Luego de la violenta movilización, quedó clara la división entre ministros del nuevo gobierno, resaltando otro de los problemas del gobierno de Lula.
Vale reiterar: no hay antecedentes de manifestaciones de semejante violencia en la historia de la República brasileña.
Otro obstáculo que Lula da Silva tendrá de superar. Bolsonaro está ausente, fugitivo en Orlando, Florida, pero sigue activo. Y muy activo.
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2. Brasil: democracia en vilo
Las escenas registradas ayer en Brasilia son grotescas e inquietantes a partes iguales. La irrupción de hordas de fanáticos bolsonaristas en el Congreso, el Tribunal Supremo y el palacio presidencial ha sido un déjà vu en clave tropical del asalto al Capitolio perpetrado por los más incondicionales seguidores de Donald Trump, casi exactamente dos años atrás, el 6 de enero de 2021.
Entonces, como ahora, grupos violentos de ultraderecha invadieron los asientos del poder legal con la intención de descarrilar por la fuerza el proceso democrático.
Es imprescindible pasar por encima de lo anecdótico para localizar las causas y los inocultables peligros detrás de estas manifestaciones que buscan acabar con la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva.
Los bolsonaristas, como los trumpistas, los macristas en Argentina, los fujimoristas en Perú, los uribistas en Colombia, o los seguidores de Vox en España, son sectores del electorado movidos por dos grandes fuerzas: el miedo y el odio.
Es un miedo a un mundo que ha cambiado de maneras que no entienden y con las que no están de acuerdo –con el reconocimiento social a las mujeres, el respeto a la diversidad sexual, la condena al racismo y la conciencia ecológica–; un miedo a lo diferente, muchas veces encarnado en los extranjeros, a los pobres, a la pérdida de un estatus a partir del cual han construido su autoimagen.
Odio a todo lo que amenaza –en la realidad o en su imaginación– ya a los valores conservadores a los que se encuentran anclados, ya a su autopercepción de superioridad financiera, cultural o moral.
En las últimas dos décadas, ese miedo y ese odio se han cristalizado en un fenómeno singular: un anticomunismo cerril, incluso patológico, toda vez que se da en contextos nacionales y en un marco global en el que no existe una sola organización o partido de orientación comunista con posibilidades de disputar el poder.
Pero la aparición de esta esquizofrenia entre personas identificadas con el espectro derechista no es producto de la casualidad, sino la consecuencia lógica de la manipulación ideológica y el bombardeo mediático dirigidos por las oligarquías: a fin de perpetuar los privilegios y el trasvase infinito de recursos públicos a manos privadas que son la esencia del proyecto neoliberal, los dueños de los grandes capitales construyeron una mitología en la que el gobierno plutocrático (es decir, de los más ricos) es equiparado con la democracia, y cualquier intento de corregir el modelo vigente en beneficio de las mayorías se denuncia como un asalto a la libertad y a la vida misma.
Después de años de ser aterrorizados mediante campañas sucias, según las cuales incluso el más moderado progresismo es una amenaza totalitaria, hoy los simpatizantes de la derecha experimentan la alternancia política como un asunto de vida o muerte, en el que creen en juego todo aquello que les es preciado.
Si a este clima de contaminación ideológica se le suma el uso faccioso de las instituciones por la derecha partidista para poner y quitar gobiernos a contrapelo del mandato de las urnas (como ya ocurrió en Brasil con el golpe de Estado contra Dilma Rousseff en 2016, y acaba de ocurrir en Perú con la destitución de Pedro Castillo), queda a la luz por qué los bolsonaristas son incapaces de aceptar un resultado electoral adverso y se sienten empoderados para dar la espalda a la ley.
La cercanía de los antecedentes golpistas en Brasil, aunada a la presencia de correligionarios de Bolsonaro en el Congreso, el Poder Judicial, y los gobiernos estatales obligan a tomarse en serio el afán desestabilizador de un sector de la ciudadanía cuya primera reacción ante la victoria de Lula fue acudir a las instalaciones del Ejército para exigirles a los uniformados que emprendieran un cuartelazo.
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