Organización y antiimperialismo en tiempos catastróficos
El leninismo climático requiere la construcción de coaliciones entre los pueblos indígenas, las y los trabajadores del Norte Global, pequeños agricultores y pastores, las mujeres, las comunidades racializadas y otros grupos oprimidos y explotados en cuestiones de importancia ecológica, económica y política
por Kai Heron | Jodi Dean
La transición es el problema de nuestro tiempo. Transiciones energéticas, transiciones tecnológicas, transiciones verdes, transiciones políticas, transiciones justas... revolución. Mientras las variantes de la covid-19 matan a millones de personas, mientras los hábitats y las especies desaparecen, mientras los hogares se queman o son arrasados, mientras las cosechas fracasan, y mientras decenas de miles de refugiados se ahogan en el Canal de la Mancha o mueren expuestos en los desiertos de México, todo el mundo sabe que las cosas no pueden seguir así. Sea cual sea nuestra tendencia política, la cuestión de la transición es ineludible.
El comunismo, como escribieron Marx y Engels, es “el movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual”[1]. Como este movimiento, el comunismo significa transición. Es la abolición de la relación salarial, de la forma de valor, de la propiedad privada, del Estado y de los regímenes de violencia racial y de género que sostienen el sistema. Estas cosas no desaparecen de la noche a la mañana. “Entre la sociedad capitalista y la comunista”, escribe Marx en otro lugar, “hay un período de transformación revolucionaria de la una en la otra. A esto corresponde también un período de transición política en el que el Estado no puede ser otra cosa que la dictadura revolucionaria del proletariado”[2].
La transición es la revolución. Los empujes y tirones de la transición, los retrocesos y los avances son el núcleo de las tradiciones revolucionarias marxistas y no marxistas. A pesar de ello, los movimientos y los teóricos actuales rara vez le prestan mucha atención. La transición es una caja negra que se encuentra entre el presente y nuestras visiones idealizadas del futuro, ya sea un Green New Deal radical, el comunismo o un futuro de decrecimiento. En un extremo, algunos han rechazado por completo la cuestión de la transición, imaginando la aplicación inmediata del comunismo mediante “medidas de comunistización”[3]. En el otro, la transición es prorrogada en favor de la tarea aparentemente más urgente de luchar por la supervivencia dentro del capitalismo.
Por muy inspiradoras que sean las visiones de futuro de la izquierda anticapitalista, por mucho que queramos reducir el problema de la transición a medidas inmediatas, y por muy comprensible que sea priorizar la inmediatez de la supervivencia, las tres eluden el problema de la transición. Niegan su duración o reniegan del hecho de que la transición es el comunismo en ciernes. La forma de salir del capitalismo determina nuestro destino. Y debemos salir del capitalismo.
Un laboratorio de transición
Al igual que las veinticinco COP anteriores, la COP26 debía ser el lugar donde los líderes mundiales encontrarían soluciones políticas aceptables para la catástrofe ecológica. En este sentido, la cumbre fracasó. Sin embargo, en otro sentido, la COP26 fue un éxito. Mostró cómo el pensamiento capitalista está muy por delante de la izquierda cuando se trata de pensar en la transición. Una aproximación dialéctica a la COP26, que preste atención a su forma al tiempo que elimina su contenido capitalista, nos ayuda a acercarnos al problema de la transición revolucionaria hoy en día.
En lugar de orientarse hacia una transición justa, la COP26 perpetuó los intereses imperialistas y del capitalismo fósil. En primer lugar, el acuerdo de Glasgow hizo hincapié en la “reducción progresiva” del carbón cuando debería haber incluido el trío de combustibles fósiles de carbón, petróleo y gas. El carbón sigue siendo esencial para las economías de China e India, mientras se recuperan de siglos de subyugación colonial, pero no para Estados Unidos, el principal productor mundial de petróleo y gas. La transición geopolítica y energética que imagina la COP beneficia a las potencias imperialistas, no a la mayor parte del planeta. Los productores de petróleo y gas y los Estados en deuda con el capital fósil “compensarán” sus emisiones mediante “soluciones basadas en la naturaleza”, mientras que las llamadas energías renovables entran en el mix energético sin sustituir a tiempo a los combustibles fósiles para evitar el desastre del calentamiento global[4].
En segundo lugar, Estados Unidos, la Unión Europea, el Reino Unido y Australia eliminaron el mecanismo de pérdidas y daños del texto final del acuerdo de Glasgow. Presentado por 138 países en desarrollo, este mecanismo recoge la ayuda financiera que los países más ricos deben a los más pobres. Los países desarrollados, temerosos de que tales cláusulas pudieran dar lugar a una responsabilidad legal por las emisiones pasadas y abrir la puerta a peticiones de reparación, eliminaron del acuerdo final un mecanismo similar de pérdidas y daños exigido por las naciones insulares.
En lo que respecta a frenar el calentamiento global, a mantener los combustibles fósiles bajo tierra y a cuestiones de justicia global, la COP26 fue un completo fracaso. Sin embargo, algunos elementos de las actas de la COP26 apuntan más allá de su contenido capitalista hacia un horizonte comunista: expresan una teoría de la transición verde a una escala pertinente. El reconocimiento por parte de la COP26 de que es necesario un proyecto a gran escala de restauración de los ecosistemas terrestres y marinos y un cambio hacia prácticas agrícolas ecológicamente favorables para mantener la vida en la tierra es un progreso.
Por ejemplo, las “soluciones basadas en la naturaleza” para la crisis climática tuvieron un gran protagonismo en la cumbre[5]. Cuarenta y cinco gobiernos acordaron aumentar los esfuerzos para proteger la naturaleza no humana y avanzar hacia prácticas agrícolas sostenibles. En total, “se prometieron más de 4.000 millones de libras en nuevas inversiones del sector público para la innovación agrícola, incluidos los cultivos resistentes al clima y las soluciones regenerativas para mejorar la salud del suelo” con el objetivo de que estas prácticas sean asequibles para “cientos de millones de agricultores”[6]. Los ecosistemas restaurados y la agricultura regenerativa pueden aumentar la biodiversidad, reparar los suelos deteriorados, aumentar la retención de agua en el suelo, reducir las inundaciones, reducir los insumos no agrícolas, aumentar el rendimiento, mejorar la resiliencia climática y empoderar a los agricultores y las comunidades agrícolas. Pero, por supuesto, en el marco de la COP26, “agricultura sostenible” y “cultivos resistentes al clima” también pueden significar cultivos genéticamente modificados patentados e insumos no agrícolas que desempoderan a los agricultores al atraerlos a sistemas de agricultura integrada verticalmente que acumulan rentas o capturan valor para los agronegocios globales. Peor aún, como han subrayado los líderes indígenas y pastores, las “soluciones basadas en la naturaleza” podrían potenciar las prácticas de conservación que desplazan por la fuerza a las comunidades indígenas y de pastores de sus tierras en nombre de la protección de una idea eurocéntrica de la “naturaleza” como prístina y ontológicamente independiente de nosotros.
Los elementos necesarios para una transición a un futuro poscapitalista y comunista están ahí, incluso en la imperialista COP26. Dado que la temperatura de la tierra ya está más de un grado por encima de los niveles preindustriales y que los recortes previstos son insuficientes para reducir las emisiones de carbono a los niveles necesarios[7], la única respuesta apropiada es la nacionalización, regulación y prohibición de los combustibles fósiles dentro de un marco global en el que los países imperialistas acepten la responsabilidad del cambio climático y proporcionen todo el apoyo financiero necesario que los países pobres requieren. Esto es obvio y no es particularmente complicado si uno no está encadenado por las leyes y suposiciones relativas a la propiedad privada.
El imperialismo está estableciendo un futuro que aumenta la deuda y la dependencia de los pueblos actual y anteriormente colonizados, aumentando la miseria y la explotación mundial. Los gobiernos del capital fósil no están comprometidos con las soluciones basadas en la naturaleza que requieren el respeto de la soberanía indígena. Los objetivos de los imperialistas son el dinero y el poder, el capital y el control. El movimiento climático no puede seguir adelante como si nuestro objetivo fuera persuadir a esos gobiernos para que actúen.
La revolución es, pues, una respuesta práctica y adecuada a la catástrofe climática que se está produciendo. Dadas las décadas de fracaso capitalista para transformar la producción cuando aún había tiempo para mantener las temperaturas a menos de un grado de los niveles preindustriales, la revolución ha pasado de ser una respuesta posible a las múltiples crisis del mundo a ser la respuesta más probable. La agitación social revolucionaria será el resultado de la migración masiva de personas que huyen de las inundaciones, los incendios y las sequías, que se amotinan para conseguir comida, refugio y energía, y que se apoderan de lo que les pertenece por derecho. Será el resultado de reaccionarios armados, indignados y racistas, hartos de las extralimitaciones del gobierno y dispuestos a tomar el poder en sus propias manos en nombre de la autodefensa. La cuestión es la dirección que tomarán las revoluciones: hacia la abolición del ecoapartheid y el establecimiento de sociedades equitativas y habitables o hacia el afianzamiento del autoritarismo, el fascismo y el neofeudalismo. Esta cuestión hace que la transición política sea el principal problema al que nos enfrentamos en la izquierda.
La política de la transición
Hace una década, en Tropic of Chaos, Christian Parenti destacó que la crisis climática es una crisis política. Mientras otros presentaban –y siguen presentando– el cambio climático en términos morales y ontológicos, Parenti reconocía el imperativo de generar la voluntad política de enfrentarse y derrotar al sistema capitalista que impulsa el calentamiento global[8]. Este reconocimiento permitió a Parenti nombrar la contradicción subyacente. Necesitamos una izquierda poderosa capaz de utilizar el poder del Estado para afrontar y reparar los impactos flagrantes y globalmente desiguales del cambio climático, pero no tenemos tiempo para construirla.
Los propios problemas estructurales que nuestros sistemas políticos plantean para abordar el cambio climático presentan barreras para construir un fuerte contrapoder de la izquierda. Enormes contribuciones del sector de los combustibles fósiles mantienen a muchos políticos. Pocos funcionarios electos confían en que la manifiesta preocupación de su electorado por la catástrofe medioambiental que se está produciendo refleje un apoyo al sacrificio o al cambio, especialmente tras décadas de austeridad impuesta y de redistribución de la riqueza hacia arriba. El cambio climático no es un tema ganador en la mayoría de las campañas políticas. Por ello, no es de extrañar que el único enfoque de transición tolerado por la clase política estadounidense sea el más favorable con el capitalismo fósil y el propio interés geopolítico de Estados Unidos; al igual que las élites de otros países del núcleo capitalista, planean defenderse de lo peor del calentamiento global mientras refuerzan sus fronteras contra la inevitable ola de refugiados climáticos. Este es un mundo de ecoapartheid: un régimen imperialista de acumulación de capital basado en la explotación de la naturaleza no humana y de los pueblos racializados en zonas de sacrificio que se extienden desde las periferias hasta los centros.
Dados los obstáculos que presenta la política electoral, las manifestaciones masivas y la desobediencia civil parecen una vía prometedora de cambio. Por muy satisfactorias que puedan ser estas actividades momentáneamente, no se detienen en el problema que las hace disponibles como alternativas: el fracaso de las democracias capitalistas. Las manifestaciones masivas son eficaces cuando pueden influir en la toma de decisiones políticas. Pero esto presupone la presencia de personas con capacidad de decisión dispuestas a tomar decisiones difíciles y potencialmente impopulares, lo que nos devuelve al impasse político general. ¿De qué sirven los llamamientos al cambio si nadie que pueda hacerlo los escucha?
Ante este estancamiento político, muchas movilizaciones climáticas se dirigen a los agentes del mercado, ya sean consumidores, bancos, instituciones sin ánimo de lucro o empresas. El objetivo de dirigirse a quienes conducen vehículos todoterreno que consumen mucha gasolina, por ejemplo, es generar cambios en el estilo de vida. Esta y otras acciones orientadas al consumidor tienen objetivos loables[9]. Sin embargo, el gasto en consumo personal en EE UU no ha dejado de aumentar desde la década de 1970 (a pesar del fuerte descenso y la rápida recuperación en 2020 debido a la pandemia). A falta de cambios en la producción y la política, los esfuerzos centrados en los cambios voluntarios en el consumo seguirán siendo insuficientes.
La desinversión ha surgido como una estrategia del movimiento: los activistas presionan a las universidades y museos para que vendan sus inversiones en empresas de petróleo y gas. El movimiento obtuvo una victoria visible en septiembre de 2021, cuando la Universidad de Harvard anunció que eliminaría las inversiones indirectas en el sector de los combustibles fósiles, tras haber eliminado ya las inversiones directas. Sin embargo, los críticos de la desinversión como estrategia señalan su falta de impacto en el mundo real. No solo se señala y busca avergonzar a las instituciones para que desinviertan, sino que, como estrategia, presupone un cuerpo social unido en torno a valores compartidos, como si no hubiera sectores de población entusiasmados ante la perspectiva de más petróleo y más perforaciones. Por todos los estudiantes que dejan de acudir al colegio los viernes, hay otras tantas personas preocupadas por la independencia energética y conductores que asocian el motor con la libertad. Cuando la división llega hasta el fondo, el supuesto de los valores compartidos no se sostiene; de hecho, la ausencia de estos valores compartidos es precisamente el problema que bloquea las democracias capitalistas y hace que la revolución sea tan probable como necesaria. No se puede avergonzar a los políticos desvergonzados porque no están aislados y solos; tienen circunscripciones que no se preocupan ni por la explotación y la desigualdad capitalista ni por el cambio climático.
En 2011, Parenti se enfrentó de lleno al problema político que el cambio climático supone para las democracias capitalistas:
El hecho es que el tiempo se ha agotado en la cuestión del clima. O el capitalismo resuelve la crisis o destruye la civilización. El capitalismo empieza a resolver la crisis ahora o nos enfrentamos al colapso de la civilización a partir de este siglo. No podemos esperar a una revolución socialista, o comunista, o anarquista, o de ecología profunda, neoprimitiva; ni a una conversión localista basada en la nostalgia para volver a la mítica economía rural de la América preindustrial como adelantan algunos[10].
Hace una década se nos acabó el tiempo. Pero Parenti era demasiado optimista incluso entonces. Incluso cuando su análisis detalla las formas en que el imperialismo agudiza el impacto mortal del cambio climático en toda la gama de países descuartizados por el colonialismo y el militarismo, Parenti piensa, en última instancia, que el capitalismo con el que estamos atascados puede ayudar a resolver algunos problemas, especialmente si va acompañado de una apreciación de la necesidad de la acción del Estado y de los avances tecnológicos en la captura de carbono[11]. Parenti da a entender que existe una disyuntiva entre el capitalismo y el colapso de la civilización, como si el propio capitalismo no fuera un destructor de culturas y comunidades, como si su continuidad no constituyera el motor del colapso. Tiene razón en que el tiempo se ha agotado. Tiene razón en su argumento más amplio sobre la necesidad del Estado. Y tiene razón en que hay elementos del sistema actual que pueden y deben desplegarse en una transición comunista verde. Donde Parenti se queda corto es en abandonar el proyecto de una toma socialista del Estado y la reconstrucción de la sociedad.
Es una fantasía pensar que el capitalismo puede gestionar una transición de los combustibles fósiles a las llamadas renovables de forma que no suponga la muerte y la catástrofe para muchos millones de vidas humanas y no humanas. La Alianza Financiera Mundial para el Cero Neto (GFANZ), anunciada en la COP26, se comprometió a poner a disposición hasta 130 billones de dólares para financiar la transición de los combustibles fósiles[12]. El análisis de Whitney Webb pone de manifiesto la depredación imperialista que subyace en esta iniciativa. Integrado por los bancos más poderosos del mundo, la GFANZ está creando “una arquitectura financiera internacional” que invertirá cantidades masivas de capital en proyectos de países específicos. Los bancos multilaterales de desarrollo (BMD), como el Banco Mundial, desempeñarán un papel fundamental en la dirección de estas inversiones. Las naciones en desarrollo se verán atrapadas en la deuda, su deuda se utilizará para obligarlas a “desregular los mercados (específicamente los mercados financieros), privatizar los activos estatales y aplicar políticas de austeridad impopulares”[13]. El cambio climático es la nueva justificación para imponer políticas a los países en desarrollo, políticas que benefician al capital mientras desmantelan los sectores públicos y empobrecen a las poblaciones. La respuesta capitalista al cambio climático es un imperialismo verde depredador intensificado. Es el capitalismo como colapso civilizatorio.
La industria de los combustibles fósiles y los mayores productores de petróleo y gas del mundo se resistirán con todas sus fuerzas a cualquier recorte real de la producción. Los acuerdos internacionales y los cambios de política no han servido hasta ahora para modificar la relación de fuerzas. En los días inmediatamente posteriores a la COP26, el director ejecutivo de BP, Bernard Looney, parecía no inmutarse por los acuerdos para alcanzar el cero neto. “Puede que no sea popular decir que el petróleo y el gas van a estar en el sistema energético durante décadas, pero esa es la realidad”, dijo a la CNBC[14]. A menos que se produzca una revolución, las próximas dos décadas se definirán por una lucha entre facciones capitalistas –el capital fósil por un lado, el capital verde por otro, con el capital financiero sacando su tajada de ambos– que compiten por una mayor cuota del uso cada vez mayor e insostenible de la energía en el mundo. La EIA [Agencia Internacional de Energía] predice que el consumo mundial de energía aumentará en un 50% para 2050[15], algo que los estudios sobre el decrecimiento nos muestran que no podemos permitirnos, incluso si una mayor parte proviene de las llamadas energías renovables[16].
Sin embargo, al menos estamos de acuerdo en un punto con los capitalistas verdes, los empresarios tecnológicos y los líderes mundiales imperialistas que sueñan con una transición sin fricciones hacia los sistemas de energía renovable, las granjas verticales de alto rendimiento, las carnes de laboratorio y el desacoplamiento del crecimiento (acumulación de capital) del impacto material: es inevitable una transición de algún tipo. Nunca se dirá lo suficiente. La transición se ha convertido en la cuestión de nuestro tiempo, tanto para el capitalismo –a medida que las crisis ecológicas agravadas empiezan a corroer la ficción de la compatibilidad del capital con la prosperidad humana y no humana– como para los movimientos radicales y los revolucionarios.
Uno, dos, muchos desacuerdos sobre la transición
El problema de la transición se hace sentir a través de una proliferación de imaginarios poscapitalistas. Colectivamente, hemos imaginado diferentes Green New Deal, futuros de decrecimiento, un Red Deal, un futuro de pequeñas granjas, un comunismo de lujo totalmente automatizado, un socialismo de Media Tierra[17], horizontes feministas descolonizados, matrices agroecológicas, y más. Sin embargo, cada una de ellas salta, evita o retrasa el problema de la transición. ¿Cómo llegamos de aquí, de un mundo en llamas, a allí, a un mundo que se regenera de forma lenta pero segura de siglos de violencia, saqueo y explotación? ¿Cuál es nuestra estrategia? ¿Cuáles son nuestras tácticas inmediatas? Este es un problema que no se puede evitar.
En El murciélago y el capital: Coronavirus, cambio climático y guerra social (2020), Andreas Malm sugiere que ni el horizontalismo anarquista ni la socialdemocracia son capaces de descarbonizar la sociedad lo suficientemente rápido como para evitar las nefastas consecuencias del colapso ecológico. Aplicando una conocida crítica marxista al anarquismo, Malm considera que esa tradición es demasiado descentralizada, demasiado opuesta a los programas, a la disciplina y al potencial del Estado como instrumento de transición revolucionaria. La socialdemocracia tampoco es adecuada para la crisis debido a su incapacidad para actuar con rapidez y decisión. “La socialdemocracia”, escribe Malm, “funciona bajo el supuesto de que el tiempo está de nuestra parte. Debe haber mucho tiempo”. El problema –y aquí Malm tiene razón– es que el tiempo no está de nuestro lado. Incluso suponiendo que otro Bernie Sanders o Jeremy Corbyn apareciera en el próximo ciclo electoral, e incluso suponiendo que fueran elegidos por un golpe de efecto, un sistema socialdemócrata con un progresista a la cabeza necesitaría ir más allá de sí mismo para responder a tiempo a la crisis ecológica. Tendría que aplicar medidas extraordinarias. Tendría que actuar con una premura que no se ha visto en las socialdemocracias fuera de las condiciones de guerra.
Si ni el anarquismo ni la socialdemocracia están a la altura, ¿qué nos queda? La respuesta de Malm busca provocar: el ecoleninismo y el comunismo de guerra. Inspirándose en la movilización de masas de la Rusia revolucionaria entre 1918 y 1921, Malm propone un proyecto de rápida nacionalización, disolución de las clases y los privilegios y redistribución de la tierra y la riqueza. Todo esto, dice Malm, lo consiguieron los bolcheviques y las y los campesinos y trabajadores rusos en las circunstancias más inhóspitas tras la Primera Guerra Mundial, sin acceso a los recursos esenciales y durante una invasión imperialista antirrevolucionaria. ¿Podría ser posible algo similar en las inhóspitas circunstancias actuales y contra nuestras propias fuerzas de la reacción? ¿No podemos imaginar una respuesta comunista de guerra al colapso ecológico? Para Malm, el comunismo de guerra funciona como un mapa cognitivo, una manera de que los movimientos anticapitalistas de hoy se orienten en un mundo de inevitables trastornos, revolución y contrarrevolución.
Desde nuestra perspectiva, la propuesta de Malm evade el problema de la transición revolucionaria. El comunismo de guerra es un plan para lo que viene después de que un movimiento revolucionario haya tomado el poder o después de que los movimientos sociales hayan persuadido inverosímilmente a los Estados capitalistas para que actúen a través de una campaña coordinada de desobediencia civil masiva y sabotaje (como sugiere el argumento de Malm en “Cómo dinamitar un oleoducto”). Lo que necesitamos es una forma de construir nuestras fuerzas y capacidades políticas en el presente, para mantenernos a través de las catástrofes que se avecinan y para ganar un futuro comunista. Se supone que el comunismo de guerra es un espejo de nuestra situación y, al hacerlo, muestra la distancia que debemos recorrer. Pero necesitamos algo más que espejos; necesitamos una política que trabaje a partir de las condiciones materiales de lucha a las que nos enfrentamos, no una que tome distancia de ellas.
Necesitamos una política de transición revolucionaria.
El ensayo del Out of the Woods Collective (OWC) “Disaster Communism” convierte las tareas de la supervivencia diaria en los medios para construir esta política[18]. El OWC se adentra en la desordenada realidad del colapso ecológico. El colectivo se inspira en el estudio de Rebecca Solnit sobre las “comunidades que surgen en el desastre”, relaciones temporales de ayuda mutua y solidaridad que surgen tras desastres socio-naturales como el huracán Katrina o la covid-19. Los estudios de Solnit demuestran que, inmediatamente después de las catástrofes, la gente es más propensa a dejar de lado las diferencias y los intereses propios que a caer en escenarios de Mad Max. Las cocinas comunitarias, las donaciones, los fondos de solidaridad y el préstamo de artículos esenciales para sobrevivir y reconstruir crean un sentido más profundo de colectividad y socialización.
Pero las comunidades que surgen en el desastre son cosas efímeras. El Estado capitalista, orientado hacia la protección de la propiedad privada, la forma salarial y la jerarquía de raza y género, interviene invariablemente para reimponer su orden, atacando la autoorganización y la solidaridad. La cuestión del colectivo se convierte, por tanto, en la de cómo “desmantelar los órdenes sociales que hacen que las catástrofes sean tan desastrosas, al tiempo que convierten en ordinario el comportamiento extraordinario que suscitan”[19]. ¿Cómo ir más allá de las efímeras comunidades de catástrofes para realizar un comunismo de catástrofes duradero? El colectivo no sugiere que se necesiten más catástrofes para incitar al comunismo de catástrofes, sino que la apuesta de OWC es que las comunidades de catástrofes se conviertan en catástrofes para el capitalismo. Lo que se necesita, escriben, es un “proceso revolucionario de desarrollo de nuestra capacidad colectiva de perdurar y prosperar que surja de estas luchas. El comunismo de catástrofes es un movimiento dentro, contra y más allá del desastre capitalista en curso”[20].
La insistencia de OWC en la cuestión de cómo abrir un espacio más allá del capitalismo dentro del capitalismo es esencial. Es la cuestión que plantean los militantes sindicales cada vez que los trabajadores se disponen a ir a la huelga: ¿cómo podemos crear solidaridad a partir de la competencia cuando está en juego la supervivencia? Al mismo tiempo, las propuestas prácticas del colectivo siguen siendo impresionistas. Llaman a “apoderarse de los medios de reproducción social”, a la ayuda mutua y a ampliar y mantener los momentos de colectividad y abundancia comunitaria. “El comunismo del desastre”, escriben, “es una movilización transgresora y transformadora”[21]. Pero no se abordan las cuestiones de quién hace la movilización, con qué formas de organización y cómo.
Algunos pueden pensar que es injusto esperar respuestas a estas preguntas. La autoorganización de las clases trabajadoras les dará la respuesta en y a través de la lucha. Sin embargo, esta familiar genuflexión al hecho de que la revolución produce sus propias formas de lucha pone a la revolución a distancia de nosotros, como si fuéramos observadores en lugar de actores en las luchas de nuestro tiempo. Sugiere que, de alguna manera, no nos corresponde actuar, tomar partido, arriesgar, nombrar movimientos, sujetos y formas organizativas que puedan realizar la transición revolucionaria hoy. Esta es una distancia que no podemos permitirnos en una época de catástrofe socioecológica generalizada.
En los últimos años, la construcción de bases para el movimiento (base-building) se ha convertido en otra respuesta popular a estas cuestiones[22]. La construcción de base ve correctamente las limitaciones de esquivar el problema de la transición. Quienes la defienden argumentan que, en lugar de proyectar nuestros imaginarios en futuros lejanos, deberíamos desafiar al capital “a través de los sindicatos industriales o de inquilinos, las asociaciones de ayuda mutua y las cooperativas para construir un poder dual contra el Estado capitalista, creando una sociedad de trabajadores de organizaciones de masas que sean independientes de cualquier partido político capitalista”[23]. Las lagunas en el pensamiento de Malm y OWC sobre la transición desaparecen. ¿Quién hace la movilización? “Un pequeño y comprometido grupo de personas con una idea compartida de socialismo y la construcción de base debe estar dispuesto a reunirse y dedicarse al trabajo de construcción de las bases para el movimiento socialista”[24]. ¿Qué movilización se requiere? “Organizar a los que no están organizados” a través de la ayuda mutua, los sindicatos de inquilinos, los recorridos por los vecindarios, los programas de alimentos, etc.[25].
Sin embargo, a pesar de la importancia de este trabajo, los militantes comprometidos con la construcción de base están decididamente confusos en cuanto a la cuestión de cómo las necesidades materiales inmediatas de los trabajadores y las comunidades dentro del capitalismo se convierten en una lucha revolucionaria. Teniendo en cuenta la devastación causada por treinta años de austeridad neoliberal, ¿cómo puede el esfuerzo para hacer frente a los problemas reales de la gente transitar hacia una política que reconozca al capitalismo como la causa subyacente?
Los partidarios de la construcción de base son conscientes de ello. Escribiendo en Regeneration, Teresa Kalisz, del ya desaparecido Marxist Center, señala que la construcción de base como táctica no es intrínsecamente revolucionaria; es una tarea estratégica que “todas las organizaciones políticas sanas deben asumir, ya sean comunistas, socialistas o anarquistas; incluso los grupos liberales a menudo se dedican a la construcción de base”[26]. El problema es que “al no ir más allá de estas tácticas y conectarlas con una visión política”, la izquierda marxista “corre el riesgo muy real de presentarse y comprometer su organización de una manera apolítica”. La transición se pospone, se deja de lado en medio de las interminables demandas de las incesantes necesidades cotidianas. “¡Solidaridad, no caridad!” es el llamamiento de los militantes de la construcción de base, pero en la práctica la línea entre la solidaridad y la caridad no siempre es fácil de definir y, por lo tanto, lo que la construcción de base gana con respecto a Malm y OWC por un lado, lo pierde por otro. Reconoce los límites de esquivar el problema de la transición, solo para luchar aplazando la transición desde la dirección opuesta.
Saltos y rupturas
El reto ineludible de la transición, de pasar de donde estamos a donde tenemos que estar, es un reto político. Como ha argumentado Christian Zeller, el nosotros debe ser producido, generado, construido[27]. Tiene que perdurar más allá de las semanas y meses iniciales de una catástrofe y extenderse más allá de los vecindarios, las relaciones personales y los miembros de una comunidad que se comprometen con el apoyo mutuo (debemos observar aquí cómo el lenguaje de la comunidad oscurece las divisiones, especialmente las de clase: los propietarios y los caseros no tienen por qué compartir). El nosotros necesario para un enfoque antiimperialista del cambio climático, para una transición justa, comunista, tiene que ser consciente de sí mismo como un nosotros.
Además, esta conciencia debe estar vinculada a una comprensión compartida de dónde estamos y dónde tenemos que estar, y a un reconocimiento de que solo podemos llegar a donde tenemos que estar a través de una acción organizada y colectiva. Este nosotros debe ser legible para sí mismo y para los demás como una unidad práctica. Por último, además de estos requisitos de resistencia, escala y conciencia colectiva, este nosotros debe estar dispuesto y ser capaz de actuar colectivamente, como un todo, un reto que obliga a la producción del nosotros que presupone. Nos unimos porque solo así podemos ganar. Y debemos ganar: la prosperidad de las personas y del planeta depende de que superemos el reto de una transición justa.
La política climática global se enfrenta a problemas de escala y coordinación. La dimensión de la escala es fácil de ver: necesitamos formas de lucha que sean más que asambleas locales y comunidades experimentales de resistencia. Necesitamos enfoques organizativos que operen a escala nacional e internacional, que puedan adoptar perspectivas y estrategias nacionales e internacionales.
¿Cómo tomamos decisiones sobre estrategias, tácticas y prioridades a escala nacional e internacional? ¿Qué supuestos guían nuestras deliberaciones a estas escalas mayores? Aquí es donde los valores compartidos y los principios comunes importan enormemente. Aquí es donde entra la cuestión de nuestra política: ¿cuál es la línea que tenemos en común, los principios con los que nos comprometemos a luchar? Todos sabemos que a medida que la catástrofe climática se intensifique, también lo harán los etnonacionalismos. En estos momentos necesitamos establecer un compromiso internacional antiimperialista irrevocable que dé prioridad a las regiones y pueblos más inmediata y fuertemente afectados por el cambio climático. Esto incluye, por supuesto, acoger a los refugiados climáticos y proporcionar todo el apoyo material y financiero necesario para una transición justa.
El reto de la transición nos empuja, pues, hacia esa forma de organización política que perdura, escala, apoya una conciencia colectiva y permite la acción coordinada. La teoría y la práctica de Lenin apuntan a esa forma: el partido. La forma de partido es una respuesta específica a un desafío específico, a saber, el imperativo de prepararse para una situación que nunca puede predecirse ni determinarse completamente. La izquierda no estaba preparada para la crisis financiera y la Gran Recesión de 2008. No estaba preparada para sus éxitos en 2011 y, por lo tanto, fue incapaz de defenderlos y ampliarlos. No estaba preparada para la pandemia de covid, una crisis ecológica planetaria en la que ninguna fuerza de izquierdas tuvo la capacidad de construir. Ya no podemos permitirnos el lujo de la espontaneidad. Para que el cambio climático no intensifique la opresión y acelere la extinción, tenemos que construir y unirnos a organizaciones adecuadas al desafío del pensamiento y la acción de transición.
El imperativo de la forma partido surge de un análisis de nuestra coyuntura: ¿cómo podemos aguantar, escalar y elaborar estrategias? ¿Cómo podemos ganar? No podemos esperar que las manifestaciones masivas ejerzan una presión suficiente para conseguir que los gobiernos promulguen los cambios necesarios para una transición justa. Las manifestaciones pueden empujar a los gobiernos a hacer algo, pero ese algo protegerá la propiedad y los beneficios de las clases dominantes y promoverá los intereses de las potencias imperialistas. Dada la inevitabilidad de los incendios, las inundaciones, las sequías, las hambrunas y las migraciones masivas, tenemos que esperar que los gobiernos cambien. Habrá insurrecciones. La revolución está sobre la mesa. Tenemos que construir el poder organizativo capaz de aprovechar estas oportunidades para tomar el Estado y dirigir la reestructuración de la energía, la producción y la sociedad. Aunque solo sea por eso, Malm y el Colectivo Zetkin tienen razón cuando subrayan que el próximo periodo será de polarización y confrontación cada vez más intensas[28]. La política anticlimática de la extrema derecha debería acabar con cualquier ilusión que quede de que se puede renunciar a los combustibles fósiles mediante algún tipo de transición suave y razonada. El hecho de este conflicto significa que debemos prepararnos para una transición caótica, incierta y revolucionaria.
En una manifestación de Extinction Rebellion en noviembre de 2021, el ecologista y locutor canadiense David Suzuki anunció que “va a haber oleoductos dinamitados si nuestros líderes no prestan atención a lo que está pasando”[29]. Tiene razón; los habrá. Pero este hecho no nombra una política; no indica una línea política. ¿Qué se desprende de estos actos, aparte de la inmediata escalada de violencia y represión del Estado? ¿Rechazarán los ciudadanos, los observadores, inmediatamente el uso de la fuerza por parte del Estado o se dejarán influir por décadas de propaganda antiterrorista? ¿Responderán algunos imitando la táctica y propagando el descontento? ¿Sacarán entonces otros su arsenal personal de rifles de asalto en nombre de la autodefensa?
El leninismo climático nos obliga a prepararnos políticamente para estos acontecimientos, a concebirlos como tácticas emprendidas por un partido tras un análisis de la correlación de fuerzas. La perspectiva de la revolución debe ser adoptada como el punto de vista para evaluar los medios y los fines, las estrategias y las tácticas, una evaluación realizada por una organización con la capacidad de ejecutarla. Debemos asumir la actualidad de la revolución y planificar su posibilidad. Una vez más, no podemos saber cuándo y dónde estallará y cómo se desarrollará. Sin embargo, al igual que las agencias de inteligencia y los grupos de reflexión de las potencias imperialistas, nosotros también tenemos que contar con el hecho de que el cambio climático provocará extraordinarias convulsiones sociales. Ya lo ha hecho, como demuestran más de una década de crisis de refugiados y guerras de recursos.
Por lo tanto, utilizamos el leninismo climático como nombre para la política necesaria en esta coyuntura de imperialismo y emergencia climática. El partido revolucionario es su premisa básica. Aquí nos anticipamos a una objeción conocida: la construcción de un partido revolucionario –especialmente en el contexto del anticomunismo generalizado– llevará demasiado tiempo (como lo dirán muchos militantes decepcionados).
Por un lado, esto es cierto. La construcción de partidos puede ser un trabajo lento, reclutar a unos y otras cuando se necesitan millones. Por otro lado, el cambio se produce a marchas forzadas. La historia se mueve, como dice Daniel Bensaïd siguiendo a Lenin, a través de saltos y rupturas[30]. Nadie podía predecir antes del verano de 2019 que EE UU viviría las mayores protestas masivas de su historia (más de 35 millones de personas) tras el asesinato de George Floyd.
Cuando se establece una base sólida del partido y se inicia un periodo de agitación política, el crecimiento puede ser rápido y espectacular. Los bolcheviques crecieron diez veces entre febrero y septiembre de 1917 (de 20.000 a 200.000 miembros). Una vez que reconozcamos la no linealidad del tiempo político, podremos aceptar la necesidad de utilizar los reflujos del movimiento, el tiempo de inactividad política, para construir y preparar, para adquirir las habilidades y hacer las conexiones que nos permitirán aprovechar las oportunidades cuando surjan. Este reconocimiento nos permite formular con mayor precisión el leninismo climático como la combinación de la preparación junto a la no linealidad dentro de las condiciones materiales dadas. En otras palabras, la organización de una colectividad con la capacidad de responder a la emergencia climática.
¿Cómo conectamos entonces la construcción de partidos con la catástrofe climática o, a la luz de nuestro debate anterior, cómo combinamos las mejores ideas de Malm, el Out of the Woods Collective y los partidarios de la construcción de base? Dicho de otro modo, ¿cómo la construcción del partido permite reforzar la lucha climática o cómo convertimos las prácticas del movimiento en avances en dos frentes, la construcción de partidos y la militancia climática?
La formulación de las preguntas nos orienta hacia los terrenos en los que surgirán las respuestas. El conjunto de tácticas que conocen los actores del movimiento –bloqueos, ocupaciones, marchas, concentraciones– se convierte en un medio para reclutar cuadros del partido, construir alianzas coherentes y tejer un hilo rojo a través de los movimientos. Del mismo modo, las experiencias vitales en torno a la agricultura, huertos urbanos y otras microiniciativas similares orientadas a la supervivencia pueden ampliarse al repertorio de prácticas del partido, tratadas como oportunidades para desarrollar habilidades y camaradería. En cada caso, las actividades anteriormente separadas –un bloqueo aquí, un mecanismo de apoyo mutuo allí– se integran conscientemente en una teoría y un plan más amplios para construir el poder necesario para llevar a cabo una transición justa.
La transición política, económica, energética y social requiere una planificación centralizada. Los capitalistas reconocen este hecho. Un editorial del Financial Times, por ejemplo, pedía que un organismo de planificación central formulara planes para la transición en materia de energía, transporte, edificios, industria y agricultura porque “el mecanismo de los precios tiene dificultades para coordinar una transformación rápida a esta escala”[31]. Una transición justa, antiimperialista y orientada a las luchas de los oprimidos exige aún más coordinación y planificación: tenemos un enemigo capitalista que derrotar y su hegemonía que deshacer.
Por esta razón, los partidos revolucionarios organizados e interconectados son indispensables. Estos partidos facilitan la formación y la coordinación; aprendemos unos de otros. Este trabajo de coordinación es necesario para responder a la crisis climática. La construcción de organizaciones políticas para luchar por una transición justa impulsa las capacidades, las infraestructuras humanas y organizativas que necesitamos para llevarla a cabo. Centralizar las luchas climáticas, antirracistas, antiimperialistas y otras en un partido convierte el análisis disciplinado y la preparación en la escuela de planificación necesaria para aplicar las medidas que requiere la transición justa. En resumen, el partido es una forma de construir alianzas a largo plazo y de formar cuadros, requisitos para cualquier política del cambio climático que reconozca la actualidad de la revolución.
La construcción de base y las comunidades de supervivencia no logran escalar porque su enfoque es local; se esfuerzan por resolver los problemas locales. Un partido –y una Internacional– ven desde perspectivas más amplias: la nacional, la regional y la global. Estas perspectivas más amplias son las que nos impone la crisis climática. Y son vitalmente necesarias para librar una lucha política que nos prepare para los retos que nos esperan.
Coalición Internacional de los Oprimidos
El llamamiento a un partido revolucionario puede parecer la respuesta demasiado familiar a los impasses de la democracia capitalista. Pero el leninismo climático no puede aplicar mecánicamente las prescripciones políticas de Lenin. El leninismo climático debe significar algo más amplio. Debe situarse dentro de toda la tradición del pensamiento y la lucha revolucionaria que se ha situado como una continuación de la Revolución rusa y basarse en ella. Esto incluye a los revolucionarios anticoloniales que, en palabras de Fanon, descubrieron que debían “estirar” a Lenin y las lecciones de la revolución, reformulándolas para su propia época y contexto: intelectuales y militantes como Walter Rodney, Amilcar Cabral, Samir Amin, José Carlos Mariátegui, Antonio Gramsci, A.M. Babu, Harry Haywood, Sam Moyo y Rossana Rossanda. Incluye las luchas en China, Vietnam, Guinea Bissau, Angola, la isla de Irlanda, Burkina Faso y Cuba, entre otras. Lo que une a estos pensadores y movimientos por encima de sus diferencias es el conocimiento de la necesidad de la revolución, la toma del Estado y el papel de las y los campesinos, trabajadores, mujeres y las minorías nacionales. La propia Revolución rusa habría sido imposible sin el desarrollo de esa “coalición de los oprimidos”, como dijo Lenin.
Estas coaliciones no se pueden dar por supuestas. Deben componerse en y a través de luchas compartidas, actos de solidaridad y la construcción de partidos. El leninismo climático requiere la construcción de coaliciones entre los pueblos indígenas, las y los trabajadores del Norte Global, pequeños agricultores y pastores, las mujeres, las comunidades racializadas y otros grupos oprimidos y explotados en cuestiones de importancia ecológica, económica y política.
El leninismo climático nos recuerda que no podemos –como hacen muchos marxistas– fetichizar a las y los trabajadores industrializados y sindicalizados del Norte Global o seguir programas nacionales de transición verde sin tener en cuenta su impacto en las tierras y el trabajo del Sur Global. Un informe reciente ha revelado que la resistencia indígena ha evitado el 25% de las emisiones anuales previstas en Estados Unidos y Canadá, lo que equivale aproximadamente a cuatrocientas nuevas centrales eléctricas de carbón. Se calcula que los pueblos indígenas, que representan aproximadamente el 5% de la población mundial, defienden el 80% de la biodiversidad del planeta. El leninista peruano José Carlos Mariátegui comprendió bien las luchas de los pueblos indígenas y su importancia para la revolución. Los pueblos indígenas, argumentaba, no podían reparar su opresión y el robo de sus tierras mediante una reforma legislativa o un llamamiento moral. Solo sería posible mediante la socialización total de los sistemas de tierra y alimentos, guiada por el “socialismo práctico” vivido por los pueblos indígenas[32].
Del mismo modo, las y los pequeños agricultores y pastores del Sur Global producen alrededor de un tercio de los alimentos del mundo, con insumos de combustibles fósiles y emisiones de carbono mucho menores que la agricultura industrializada, a pesar de décadas de intervenciones económicas destinadas a erosionar sus formas de vida, sus conocimientos ecológicos prácticos y su lugar en la tierra. Thomas Sankara reconoció el papel revolucionario de las y los pequeños agricultores. Inmediatamente después de llegar al poder, Sankara proclamó la creación del Consejo Nacional de la Revolución y llamó a las y los campesinos y trabajadores a formar comités populares. Los primeros surgieron en los barrios pobres de la capital de Burkina Faso antes de extenderse a otras ciudades y barrios rurales. Se estableció una relación de responsabilidad y lucha compartida entre el partido y las organizaciones democráticas locales. Se formó una dialéctica de transición. En su discurso “El imperialismo es el pirómano de nuestros incendios y sabanas”, Sankara muestra cómo la lucha antiimperialista y la lucha ecológica son una misma cosa. En poco más de un mes, el gobierno de Sankara impartió cursos básicos de gestión económica y medioambiental a más de 35.000 campesinos. El Burkina Faso de Sankara también plantó millones de árboles para hacer retroceder la amenaza de la desertificación, presidió una exitosa campaña de vacunación y de alfabetización, y logró enormes aumentos en la productividad agraria y el riego. Todo esto fue posible porque el partido y el pueblo trabajaron a escala para realizar una transición revolucionaria.
El leninismo climático actual debería inspirarse en estas luchas. Debería escuchar a las y los firmantes del Acuerdo de los Pueblos de Cochabamba y solidarizarse con los actuales llamamientos a la soberanía económica y alimentaria de los movimientos campesinos como La Vía Campesina y el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra de Brasil, así como con los llamamientos a la autodeterminación nacional y a la devolución de la tierra de los pueblos indígenas y colonizados de todo el mundo. Estas luchas y sus demandas de desvincularse de las divisiones globales del trabajo del capital deben ser el punto de partida de una política climática anticapitalista radical en el Norte y el Sur. Siguiendo a pensadores como Max Ajl y Keston Perry, el leninismo climático debería poner las reparaciones climáticas y las transferencias de tecnología en el centro de su internacionalismo.
En un reciente boletín de investigación de la Agrarian South Network, Paris Yeros propuso que los movimientos anticapitalistas del mundo deberían luchar por una nueva conferencia de Bandung. Se trataría de “un frente de solidaridad internacional de los campesinos, los trabajadores y los pueblos” que tendría como objetivo “reiniciar y reforzar una transición socialista mundial en la primera mitad del siglo XXI”. El propósito sería “establecer un marco de diálogo sistemático entre movimientos y partidos y proporcionar apoyo ideológico, político y logístico a las luchas a medida que evolucionan”[33]. De forma ambiciosa, Yeros pide una reunión internacional de representantes de los partidos socialistas existentes, de los movimientos de liberación nacional, de los movimientos sociales de campesinos, trabajadores y los pueblos indígenas y otros pueblos tradicionales en 2025, “programada para conmemorar el 70º aniversario de la conferencia afroasiática de Bandung”.
Este es un llamamiento urgente. Contiene una teoría leninista climática de la transición revolucionaria: construcción de partidos, antiimperialismo y una coalición global de los oprimidos. Una COP26 para antiimperialistas. La misma forma –transiciones planetarias, aspiraciones planetarias– con un contenido diferente y revolucionario.
Kai Heron es profesor de Política en el Birkbeck College de la Universidad de Londres. Escribe e investiga sobre temas de teoría política contemporánea, política de la tierra y del medio ambiente y economía política. Jodi Dean es profesora de Ciencia Política en el Hobart and William Smith Colleges de Nueva York. Es autora de numerosos libros, entre ellos Crowds and Party (2016; en castellano, en Katakrak, 2017)) y Comrade: An Essay on Political Belonging (2019; en catalán, en Tigre de Paper, 2020)
16 agosto 2022
Traducción: viento sur
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Notas
[1] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, publicado originalmente en 1832. https://www.marxists.org/archive/marx/works/1845/german-ideology/
[2] Karl Marx, Crítica del Programa de Gotha, originalmente publicado en 1890/91, https://www.marxists.org/archive/marx/works/1875/gotha/ch04.htm
[7]https://www.reuters.com/business/cop/world-track-24c-global-warming-after-latest-pledges-analysts-2021-11-09/
[8] Christian Parenti, Tropic of Chaos, Bold Type Books, 2012, p. 226.
[9] COP26: Activists deflate tyres on ‘luxury’ cars in Glasgow,” BBC News, 12/11/2021, https://www.bbc.co.uk/news/uk-scotland-glasgow-west-59254298
[10] Parenti, Tropic of Chaos, 241.
[11] Parenti, C., A Left Defence of Carbon Dioxide Removal: The State Must be Forced to Deploy Civilization-Saving Technology, Has It Come to This? J.P. Sapinski, Holly Jean Buck, Andreas Malm (eds.), pp. 130-143.
[12] “COP26: ‘Not blah blah blah’, UN Special Envoy Carney presents watershed private sector commitment for climate finance,” U.N. News, 3/11/2021, https://news.un.org/en/story/2021/11/1104812.
[13] Whitney Webb, “UN-backed banker alliance announces ‘green’ plan to transform the global financial system,” MR Online, 12/11/2021, https://mronline.org/2021/11/12/un-backed-banker-alliance-announces-green-plan-to-transform-the-global-financial-system/
[14] Holly Ellyatt, “Oil and gas will be in the global energy system ‘for decades,’ BP chief says,” CNBC, 15/11/2021, https://www.cnbc.com/2021/11/15/bp-committed-to-tackling-climate-change-ceo-says.html
[17] Referencia al libro Half-Earth Socialism (Socialismo de Media Tierra, un plan para salvar al futuro de la extinción), de Pandergrass y Vitesse, Verso, 2022.
[18] Out of the Woods Collective. “The Uses of Disaster”. Commune, 22/10/2018. https://communemag.com/the-uses-of-disaster/
[19]ibid.
[20]ibid.
[21]ibid.
[22]Derek Wall, Climate Strike: The Practical Politics of the Climate Crisis (The Merlin Press, 2020).
[24]https://theleftwind.org/2018/03/16/its-all-about-that-base-a-dossier-on-the-base-building-trend/
[28] Zetkin Collective, White Skin, Black Fuel: On the Danger of Fossil Fascism, Verso, 2021, p. xvii.
[29]https://us2.campaign-archive.com/?e=8dbc2f8aa5&u=7c733794100bcc7e083a163f0&id=9f7daf877f
[30] “‘¡Los saltos!¡Los saltos!¡Los saltos!’ Lenin y la política”, en Daniel Bensaïd. La política como arte estratégico, La Oveja Roja y viento sur, 2013, pp. 33-50.
[31] Max Krahe, “For Sustainable Finance to Work, We Will Need Central Planning”, Financial Times, 11/07/2021, https://www.ft.com/content/54237547-4e83-471c-8dd1-8a8dcebc0382.
[32]https://www.marxists.org/archive/mariateg/works/7-interpretive-essays/essay02.htm y https://www.marxists.org/archive/mariateg/works/7-interpretive-essays/essay03.htm.
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Fuente:
Viento Sur