La invitación del presidente electo, Gustavo Petro, al triplemente derrotado expresidente, estaba destinada a ser uno de los primeros pasos del llamado acuerdo nacional.
La verdad es que nada de eso le importa a Álvaro Uribe. Las circunstancias han reducido su agenda a un punto: seguir gozando de la impunidad judicial que durante tantos años lo ha amparado. Por ella está dispuesto a hacer lo que sea y a decir lo que toque.
Daniel Coronell
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Hace un tiempo, para definir a las Farc, el entonces presidente Álvaro Uribe acuñó unas frases que parecen venirle como anillo al dedo a su actual situación: “La culebra está viva, sabe engañar (…) se sabe replegar. Como la culebra sabe fingir la muerte para después morder con más veneno”. Ahora la culebra es él. Cuando muchos le cantaban los responsos ha vuelto a la vida reptando sobre la cabeza de quien lo venció.
La invitación del presidente electo, Gustavo Petro, al triplemente derrotado expresidente, estaba destinada a ser uno de los primeros pasos del llamado acuerdo nacional. Sin embargo, Uribe, con asombrosa sagacidad, terminó convirtiéndola en su resurrección política.
Todo favoreció al expresidente. Empezando por la fotografía de la reunión que publicó Gustavo Petro en su cuenta de Twitter. La imagen muestra a un Uribe preponderante, dominando la mesa, en un plano mucho más cercano que el del presidente electo quien parece estar oyendo mientras le dan cartilla.
Además, el país conoció los detalles de la reunión solamente por la versión de Uribe. En la sede de su partido, el Centro Democrático, teniendo como fondo el logotipo que evoca su omnipresente figura, rodeado de cámaras y micrófonos, como en sus mejores tiempos, hablando con los “los hijitos y las hijitas”, que es como llama al grupo de reporteros que transmiten su voz y que rara vez le hacen preguntas difíciles, el expresidente volvió a ser el eje de la política colombiana.
Sin ningún título que lo acreditara, Uribe aprovechó la ocasión para presentarse como el humilde vocero de los 10,6 millones de colombianos que votaron contra Petro, el personero de los abnegados militares y la respetuosa voz de los empresarios preocupados. Haciéndose el bueno logró revolver las cosas, a tal punto que para muchos él era el magnánimo por ir a la reunión y no Gustavo Petro, el ganador de las elecciones, por invitarlo.
En esa conferencia de prensa, por momentos sazonada con aplausos, salió del oprobio en el que sus acciones lo sumieron cuando –en contra de lo que había dicho– renunció cobardemente al Senado para escapar a la jurisdicción de la Corte Suprema de Justicia que lo procesaba por soborno de testigos y fraude procesal.
Su declive judicial corrió paralelo a su desprestigio político que llegó a su punto más crítico cuando el país pudo ver sus maniobras para librarse de la ley con el apoyo de un fiscal que debía investigarlo pero que, torciendo las normas, actuaba como su defensor.
En esa postración lo sorprendió la campaña electoral. Consciente del daño que le causaría su cercanía a cualquier candidato, decidió lanzar a Óscar Iván Zuluaga solo para quemarlo y crecer al ignorante Federico Gutiérrez que tanto le gustaba. Sin embargo, el país estaba tan harto de Uribe que muchos prefirieron votar por un patán como Rodolfo Hernández, solo para derrotarlo a él, a otros dos expresidentes y a la poderosa maquinaria de los partidos tradicionales asociada bajo el ignaro Fico.
Ya en el tercer round, Álvaro Uribe –que todo será, pero de política sabe mucho– optó por no decir palabra, no trino ni pío, se sumió en el ostracismo esperando que Hernández pudiera en esas tres semanas cosechar el miedo a Gustavo Petro que Uribe ha sembrado por décadas. Esta vez no alcanzó.
Cuando el triunfo de Petro se hizo evidente, actuó pronto, como la culebra de su metáfora se replegó. Saludó la victoria y se erigió en símbolo de unidad, de respeto y concordia.
En su monólogo de esta semana, Uribe explicó que tendrá una línea directa con Gustavo Petro y reempaquetó sus tres huevitos. Otra vez la fulana seguridad democrática que nos dejó los miles de muertos de los falsos positivos. De nuevo, la confianza inversionista para que prosperen unos ricos con exenciones tributarias mientras las clases medias pagan más impuestos. Vuelve y juega la tal cohesión social para repartir migajas entre los trabajadores.
La verdad es que nada de eso le importa a Álvaro Uribe. Las circunstancias han reducido su agenda a un punto: seguir gozando de la impunidad judicial que durante tantos años lo ha amparado. Por ella está dispuesto a hacer lo que sea y a decir lo que toque.
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