Trump: gasolina al fuego
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Nada podría ser más provocador en el descontrolado escenario social estadunidense que el anuncio del presidente Donald Trump de lanzar a las fuerzas armadas contra lo que denominó terrorismo doméstico y que es, en su mayoría, un conjunto de movilizaciones pacíficas en repudio al asesinato del ciudadano negro George Floyd, perpetrado el lunes de la semana pasada en Minneapolis, Minnesota, por policías locales, de los que sólo uno ha sido formalmente imputado por homicidio involuntario.
Si bien es cierto que en algunas de las más importantes urbes del país vecino han proliferado ataques a edificios –los más significativos, el cuartel de policía de Minneapolis y la iglesia episcopal de San Juan, ubicada frente a la Casa Blanca–, comercios y vehículos policiales, una parte sustancial de la violencia ha sido provocada por las propias fuerzas del orden, al reprimir a manifestantes pacíficos y agredir a transeúntes e informadores.
Un ejemplo ilustrativo de lo anterior es lo ocurrido ayer mismo en Washington, donde efectivos de la Guardia Nacional atacaron con gases lacrimógenos y cargas de caballería a los manifestantes para desalojarlos de las inmediaciones de la residencia presidencial, momentos antes de que Trump expresara su amenaza. Más aún, para formularla el mandatario se apersonó en el templo dañado y se proclamó, con una Biblia en la mano, presidente de la ley y el orden. Momentos antes, se dirigió en un enlace telefónico colectivo a los gobernadores del país, los acusó de débiles y les exigió movilizar a los militares en sus respectivos estados.
La obispo de Washington, Mariann Budde, condenó la alocución del presidente, repudió su abuso de los símbolos sagrados y puso el dedo en la llaga, al señalar que todo lo que ha dicho y hecho ha sido para inflamar la violencia. Lo cierto es que Trump se enfrenta a lo que parece ser la mayor crisis experimentada por el país más poderoso del mundo en muchos años, y el símbolo de ello es que debió pasar la noche del domingo en un búnker subterráneo de la Casa Blanca que no había sido utilizado desde el 19 de septiembre de 2001.
A la crisis sanitaria por la pandemia de Covid-19 –agravada por los disparates presidenciales– se ha sumado el descalabro social y económico mayúsculo que ha dejado en el desempleo a decenas de millones de estadunidenses; y por si ello no bastara, el asesinato de Floyd obligó a grandes sectores de la sociedad a reparar en el odioso racismo estructural que impregna a los cuerpos policiales y a muchas otras instituciones.
La indignación masiva ante ese crimen se vio exacerbada por las incipientes acciones encubridoras de los responsables –los cuales fueron inicialmente suspendidos con goce de sueldo– y el remedo de autopsia que pretendió ocultar el homicidio.
En suma, Estados Unidos parece estar al borde de un abismo de consecuencias incalculables para su propia población, pero también para el resto del mundo, y no parece probable que la insensatez imperante en la Casa Blanca contribuya a evitar una catástrofe.
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