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Raúl Zibechi
Ante nuestros ojos podemos observar cómo los Estados-nación se van deslizando hacia instituciones controladas por grupos paramilitares, mafias policiales y narcotraficantes. Lo que antes parecía una excepción, acotada a situaciones casi extremas, ahora se está convirtiendo en norma, a medida que el Estado ya no es aquella institución capaz de controlar territorios y asegurar el monopolio de la violencia legítima, como sostuvo Max Weber.
La crisis de los estados va de la mano con el crecimiento de grupos que ocupan los espacios que en otros tiempos fueron controlados por aquellas instituciones. El sociólogo brasileño José Claudio Alves, especialista en las periferias urbanas, asegura que las milicias de Río de Janeiro controlan la adjudicación de las áreas donde los migrantes del nordeste pueden comprar terrenos y construir sus viviendas, gracias a informaciones privilegiadas obtenidas dentro del Estado(goo.gl/KSQY5G).
Me impresiona mucho el poder que tienen estos grupos y la fragilidad de la justicia frente a ese poder, sostiene Alves. Está haciendo referencia a un poder territorial que tiene su propio brazo político, anclado en las bancadas de la ultraderecha y partidos con una lógica fundamentalista religiosa, en el caso de Brasil. Como sucedió con Marielle Franco, concejala negra y lesbiana asesinada hace un año, se asiste a un aumento de las ejecuciones sumarias ante la nula respuesta estatal.
No se están registrando ni homicidios ni desapariciones, por lo menos en Río, porque el miedo es más poderoso que la voluntad de denunciar. Estamos ante la pérdida de derechos y la situación va empeorando, en toda la región latinoamericana. Cinco décadas de grupos de exterminio han elevado hasta 75 por ciento la votación para Bolsonaro y la extrema derecha en la Baixada Fluminense, la región carioca más violenta del estado, según Alves. La violencia actual fue construida durante la dictadura y profundizada en democracia.
Las milicias van cambiando. Ahora detectan dónde se está moviendo el capital (grandes obras de infraestructura, como parte del modelo extractivo), y controlan de forma violenta el acceso al empleo que esas obras generan, de modo que cobran impuestos a las personas que quieren trabajar en las empresas, ya sean privadas o estatales. Los empleados deben entregar parte de sus salarios a los paramilitares.
Esto lo he visto en Medellín, en Río de Janeiro y cada vez en más ciudades de América Latina, ya sea bajo gobiernos conservadores o progresistas, porque estamos ante una mutación estructural de esa relación que llamamos Estado. Otra novedad es la milicia marítima, sigue Alves. Aborda a los pescadores en el mar, les pide licencia de pesca y exige dinero para que sigan haciendo su trabajo de sobrevivencia. Controlan incluso el acceso a los servicios médicos de los hospitales de Río, cobrando tasas y negando el ingreso a quien no paga.
Conclusión: La relación de las milicias con el Estado es determinante para que se transformaran en una estructura de poder absoluta, amplia, autoritaria, potente y creciente en Río de Janeiro. Actúan de forma legal, con acceso a informaciones económicas que consiguen del Estado mediante aliados; pero también ilegal: asesinan, torturan y desaparecen. Salimos de la dictadura oficial, para la dictadura de los grupos de exterminio y las milicias, apunta Alves, para quien nunca existió un fin de la dictadura.
Ante esta deriva creo que podemos hacer dos reflexiones.
La primera es que la crisis de los estados es el aspecto determinante que lleva a la creación de poderes como las milicias, paraestatales que no antiestatales. Este es el cambio estructural en relación con las instituciones; algo que he visto días atrás en Barcelona, donde el poder municipal no pudo detener la represión policial a los inmigrantes. Este poder creció incluso bajo Lula o los Kirchner, no por culpa de ellos sino porque estamos ante un proceso global, irreversible por ahora.
La segunda se relaciona con nuestras estrategias. Incrustarse en el Estado, ocupar el Estado o tomarlo, o como se llame a ese proceso consistente en ganar elecciones y administrar lo existente, tenía sentido cuando los Estados-nación encarnaban una configuración mínimamente democrática. Ahora puede ser muy peligrosa, porque nos paraliza ante enemigos que desbordan cualquier control institucional y nos hace cómplices de sus desmanes.
El historiador Emilio Gentile señala que la novedad de la ultraderecha actual consiste en el peligro de que la democracia se convierta en una forma de represión con consentimiento popular(goo.gl/5v37eS ). Una fachada electoral que encubre la falta de democracia es un mal asunto porque nos entretiene mientras desarma los poderes propios, que son los únicos que nos pueden permitir enfrentar y superar esta fase del capitalismo extractivo que depreda los bienes comunes, desarticula los estados-nación y arremete contra los pueblos del color de la tierra.