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VENEZUELA, ¿UNA REVOLUCIÓN PASADA DE REVOLUCIONES?

Venezuela, ¿una revolución pasada de revoluciones?



Hugo Chávez en una manifestación el 4 de febrero de 1998, en el sexto aniversario de su golpe militar. Fuente: WLRN
Fernando Arancón
@FernandoArancon

La historia reciente de Venezuela es una amalgama de crisis y procesos políticos, económicos y sociales complejos que se entrelazan entre sí. El chavismo, hoy clave para entender el país, tiene su origen en lo que ocurrió durante las décadas que precedieron la llegada de Hugo Chávez a la presidencia.

Decía Hannah Arendt que el revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución. Desde el comienzo de su andadura por la independencia, la Historia de Venezuela es una sucesión de revolucionarios, conservadores, oligarcas, mesías, caudillos, arribistas y personajes de distinta condición siempre dispuestos a agitar el país, todo ello entretejido en una maraña de recursos naturales, religión, colores de piel y violencia. Sus 24 Constituciones en cerca de 200 años de vida dan buena cuenta del tortuoso camino que le ha tocado recorrer.

En muchos aspectos, especialmente durante el siglo XX, la Historia venezolana mantiene abundantes paralelismos con la de sus vecinos sudamericanos: dictaduras militares, gobernantes de piel clara y apellido foráneo y empresas extranjeras que tratan de hacer y deshacer a su antojo. Sin embargo, este factor común latinoamericano, en el que la corrupción y las luchas de poder han sido el pan de cada día, parece haberse relajado con la entrada en el siglo XXI. Excepto en Venezuela.

La irrupción de Hugo Chávez en la década de los noventa del siglo pasado relanzó al país a un proceso político —en el sentido más amplio del término— revolucionario que se propuso revertir buena parte de las dinámicas establecidas en lo político, económico y social. Como suele ser habitual, los cambios bruscos en el juego político que van en contra del statu quo generan una reacción que se ha materializado en diversas ocasiones desde los primeros años de Chávez en el poder. No obstante, el triunfo del chavismo no se puede entender sin el contexto venezolano de las décadas anteriores, como tampoco es posible darle un sentido a la crisis actual que vive el país sin repasar los aciertos y los errores cometidos durante los años de “revolución bolivariana”.
El turnismo que precede a la tormenta

La llegada de la democracia a Venezuela en 1958 no fue un proceso tranquilo y mucho menos pacífico. El afán de los militares por intervenir en la vida del país tuvo su continuidad en aquellos primeros pasos. Sin embargo, la caída de Marcos Pérez Jiménez —precisamente por un golpe castrense— en el mes de enero permitió abrir un espacio político que ocuparían rápidamente dos formaciones fundamentales en las cuatro décadas posteriores: Acción Democrática (AD) y COPEI. Mediante el Pacto de Punto Fijo, firmado varios meses después de la huida de Pérez Jiménez, ambos partidos acordaron supeditar el juego político al orden constitucional y a unas garantías democráticas mínimas, así como dotar al país de una gobernabilidad estable. No obstante, el acuerdo, que en un principio suponía una tabla de salvación a largo plazo para Venezuela, acabó siendo uno de sus peores vicios.

En este baile, los presidentes de AD eran sustituidos por otros de COPEI y viceversa. Este aparente juego democrático no escondía otra cosa sino un turnismo que hacía el sistema cada vez más endogámico. Los cambios presidenciales rozaban lo cosmético: la estructura política era siempre la misma y había ido asentándose con el balancín bipartidista. En buena medida, la aparentemente correcta marcha del país había eliminado disensiones y malestares. Salvo en los primeros años tras el Punto Fijo, en los que sí se produjeron varias intentonas golpistas, no hubo incidentes serios hasta el Caracazo de 1989. El petróleo actuaba como bálsamo, llenando a raudales las arcas del país, especialmente después de la nacionalización del crudo mediante la creación de Petróleos de Venezuela en 1976 —aunque antes de esa fecha el Estado ya conseguía importantes regalías de su explotación—. Esos años, los de la llamada “Venezuela saudita” de Carlos Andrés Pérez, fueron crecimiento, inversiones y proyectos para el país, pero también una época de corrupción desmedida, despilfarro e ineficacia gubernamental.

La urbanización 23 de Enero en Caracas es uno de los símbolos del desarrollismo venezolano de los años cincuenta. Sin embargo, con el tiempo se volverían enormes y empobrecidas colmenas. Fuente: Cuentos de Guillermo

Los cimientos de esta Venezuela tenían la misma solidez que el petróleo sobre el que se asentaba. Era cuestión de tiempo que aquel modelo llegase a su fin, un momento que tuvo lugar, como para la práctica totalidad de países latinoamericanos, con los ochenta y su “Década perdida”. Los compases iniciales, marcados por retrocesos económicos, fugas de capitales y devaluaciones de la moneda, dieron paso rápidamente a fuertes recortes en el sector público. La petrofiesta venezolana llegó a su fin de manera abrupta, con privatizaciones de empresas, el fin de numerosas subvenciones y el colapso general de un sistema que se había ahogado en sí mismo. El legado de Carlos Andrés Pérez tuvo que ser gestionado por el copeyano Luis Herrera Campins y el adeco Jaime Lusinchi, a quienes solo les quedó el amargo trago de ver cómo los lentos avances económicos y sociales conseguidos en Venezuela durante décadas se desvanecían casi de la noche a la mañana.

Con todo, lo peor no había llegado todavía. Para las elecciones de 1988, Carlos Andrés Pérez se volvió a presentar por AD con una campaña basada en el recuerdo de su primer mandato (1974-1979), la época dorada de la Venezuela petrolera. La remisión a un pasado mejor se trata de un eficiente recurso en comunicación política, pero el país que quería gobernar —de nuevo— no era ni mucho menos el que dejó a finales de los setenta. Aun con el petróleo por los suelos, el valor del bolívar desplomado y una deuda externa nunca vista, el expresidente logró la mayoría absoluta en diciembre de 1988. Sin embargo, poco duraron los buenos recuerdos y pronto afloró la dura realidad.

Tras un mes escaso en el cargo, Carlos Andrés Pérez anunció una batería de medidas que suponían un vuelco sin precedentes a la política económica —y, en general, también a la propia política—. Este cambio de rumbo, anunciado en las primeras semanas de 1989, liberalizaba numerosos sectores económicos del país y los precios de bienes y servicios hasta entonces subvencionados por el Gobierno, incluidos aumentos del 100% en el precio de la gasolina —tradicionalmente irrisorio en el país—. Como balón de oxígeno, el presidente se acogió a la financiación del Fondo Monetario Internacional (FMI) y a sus recomendaciones —lo que ese mismo año se comenzaría a conocer como Consenso de Washington—, pero más que aliviar la situación la empeoró al percibirse como el quiebre definitivo en un país que pocos años atrás había conocido el maná petrolero.
En plena crisis económica y semanas antes del Caracazo, el desabastecimiento en Venezuela de determinados productos básicos era evidente. Fuente: Cuentos de Guillermo

Este escenario era quizás la gota necesaria para colmar el vaso venezolano. La corrupción practicada por adecos y copeyanos era ya un asunto abiertamente conocido; la delincuencia, especialmente en las grandes ciudades como Caracas, estaba disparada como consecuencia del amontonamiento de infraviviendas en las laderas de los valles circundantes de la capital, enormes barrios cuyas condiciones de vida habían empeorado aún más por la crisis, y el deterioro general del país había sido lo suficientemente elevado como para ahora tener que afrontar semejantes recortes. En definitiva, el país estaba listo para vivir el Caracazo.

Ataúdes, cámaras y boinas rojas

A finales de aquel convulso febrero de 1989, las protestas y los disturbios estallaron por todo el país contra los recortes que pretendía implementar Carlos Andrés Pérez. Los primeros compases ya fueron violentos, con numerosos saqueos a los que las policías locales no pudieron hacer frente —en parte por la enorme descentralización policial en Venezuela—. Ante esto, tratando de evitar unos disturbios totalmente incontrolables, el Gobierno aprobó el uso de las Fuerzas Armadas para contener aquella situación y dio luz verde al plan Ávila, que suponía la militarización de Caracas. Aunque en una semana la violencia había revertido, se pagó un precio muy elevado, con cientos y probablemente miles de muertos. Políticamente, la presidencia de Pérez estaba acabada a los tres meses de ganar las elecciones; a pesar de ello, todavía sobreviviría en el cargo cuatro años más para ser protagonista de los sucesos que marcarían el país para los años siguientes.

El fotoperiodista Francisco Solórzano recogió con su cámara algunas de las imágenes más recordadas de los días del Caracazo. Fuente: El Estímulo

Con el evidente malestar popular hacia Carlos Andrés Pérez, el ruido de sables, inaudible durante la mayoría de años emanados del Punto Fijo, volvió a sonar en el país. Tras el Caracazo, las reformas propuestas por el presidente habían sido aprobadas, y si bien la guerra del Golfo de 1991 había permitido cierto respiro a las arcas venezolanas gracias a un aumento del precio del crudo, la situación económica general era sustancialmente peor que antes de los recortes. En el estamento militar, como no podía ser de otra forma, existían distintas opiniones respecto al escenario que atravesaba el país y su gravedad. Una de ellas, abiertamente crítica con el Gobierno de Pérez y con la situación del país en general, reunía algunos nombres que muy pronto serían conocidos en toda Venezuela. El Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 había sido fundado por un joven teniente llamado Hugo Rafael Chávez Frías en 1982 en la entonces estrategia de la izquierda comunista venezolana de infiltrar progresivamente miembros en el estamento militar para, a largo plazo, poder tomar el poder por esa vía —dado que la guerrilla, siguiendo la estrategia cubana, había sido un fracaso—.

Con este escenario llegamos a febrero de 1992. En la noche del tres al cuatro, más de 2.300 militares de varias unidades de paracaidistas y blindados en distintas ciudades del país, especialmente Maracay, Aragua, Valencia y Caracas, se sublevan contra el Gobierno. La mayor agrupación, liderada por Hugo Chávez, avanza rápidamente desde Maracay hacia la capital con la intención de asaltar el Palacio de Miraflores y detener —las informaciones que indican que también estaba fijada su eliminación son contradictorias— al presidente Pérez, que ese día había regresado al país del Foro de Davos. Sin embargo, en una mezcla entre dificultades operacionales de los golpistas y pericia de la seguridad presidencial, Carlos Andrés Pérez consigue escabullirse de Miraflores y llegar a los estudios de Venevisión, desde donde retransmite un mensaje televisado a la nación en el que apela al resto de guarniciones militares para que respeten el orden constitucional. En ese momento, el golpe está condenado al fracaso.

Eso no quita para que Chávez consiga importantes réditos de la asonada. Horas después de lanzarse el asalto al palacio presidencial y con los objetivos golpistas totalmente perdidos, el riesgo de que se produzca un baño de sangre al tratar de reducir a los insurrectos es altísimo. Fernando Ochoa Antich, ministro de Defensa en aquel entonces, consigue la autorización del presidente Pérez para que Chávez hable ante las cámaras para solicitar la rendición de los sublevados en otros puntos del país. Solo hay una condición presidencial: que el mensaje sea grabado. Por las prisas de la situación, aquel requisito era inviable, así que Ochoa Antich accede a que la retransmisión sea en directo. Años después reconocería aquel “error” como propio, especialmente vistas las consecuencias que aquella decisión tuvo para el devenir venezolano. En ese comunicado de cerca de un minuto, al entonces teniente coronel Chávez le sobra tiempo para, además de solicitar la rendición de sus compañeros, hacer una afirmación tan lapidaria como profética: “Lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados”. De manera instantánea, se convirtió en un héroe para millones de venezolanos sumidos en la pobreza: un nuevo caudillo, el salvador definitivo de la patria que la limpiaría de corrupción y la relanzaría al progreso.


La rendición de Hugo Chávez el 4 de febrero de 1992. Al ser retransmitida en directo, facilitaría el aumento de su popularidad.

Nada de eso ocurrió. Por ahora. Chávez, así como el resto de líderes del golpe, fueron a parar a la cárcel. A pesar de ello, su figura continuó siendo tremendamente popular e incluso creó cierta imagen de mártir. Su visión —el sustrato ideológico de la revolución bolivariana estaba más que asentado ya en él— suscita interés, e incluso llega a conceder entrevistas —una para televisión, aunque no emitida, y para el periódico El Nacional—, en las que, además de continuar criticando el giro neoliberal que vive Venezuela, se dedica a desgranar su ideario y propuestas para mejorar el país. Bastantes años antes de ganar las elecciones, Chávez ya estaba haciendo campaña.

También vería desde su celda en Yare buena parte de la caída —democrática— de Carlos Andrés Pérez. El bipartidismo turnista de COPEI y AD no se sostenía tras los largos ochenta, el Caracazo y el doble conato de golpe de Estado de 1992 —al de Chávez de febrero le siguió otro en noviembre, también fallido—. La deslegitimación en su gestión, unida a la desatada corrupción asentada en el sistema, le había carcomido por completo. El presidente no era ajeno a este entramado y acabó siendo su propia víctima: en marzo de 1993 el fiscal general de la república le acusó de malversación y la Corte Suprema de Justicia admitió la denuncia. Para el mes de agosto, el Congreso venezolano votaba su destitución, la única de la Historia reciente de Venezuela, y en mayo de 1994, menos de dos meses después de que Chávez abandonase la prisión amnistiado, entraba Pérez. Era el principio del fin del ciclo del Punto Fijo; se alumbraba, sin saberlo, la era del chavismo.
Un sistema muere para que otro nazca

Paradójicamente, quien pusiese punto final a esta etapa de la democracia venezolana sería Rafael Caldera, uno de los padres de Punto Fijo 36 años atrás. A pesar de haber fundado COPEI, Caldera no se presentó por él a las elecciones de 1993, sino por una coalición de izquierdas llamada Convergencia. El declive del país y de sus principales partidos era tal que solo quedaba la opción de agrupar en una nueva formación muleta los elementos que no habían estado en el juego bipartidista. No funcionó. Quizá pensó, como su antecesor Pérez, que un pasado mejor —Caldera fue presidente de 1969 a 1974— serviría en el futuro. Sin embargo, Venezuela estaba ya hipotecada. Pese a ganar los comicios por delante de AD y de su expartido, Convergencia cayó rápidamente en el mismo saco que ellos.

Caldera prometió durante la campaña, entre otras cosas, alejarse de la influencia del FMI y no recurrir a la institución para aliviar la situación de las arcas del país. Sin embargo, una importante crisis financiera en el sector bancario —que de manera irremediable se contagió al resto de la economía— llevó al nuevo presidente a acudir al Fondo para capear el temporal. A pesar de contar con socios de izquierda —como Teodoro Petkoff en la cartera de Planificación Económica— en Convergencia, aquel Gobierno fue la viva imagen del continuismo en Venezuela: las mismas políticas, los mismos resultados. Mientras tanto, la pobreza y la delincuencia seguían aumentando.

En 1998 todo aquello tocó a su fin, o, al menos, a un cambio de protagonista. Desde que saliese de la cárcel, Chávez ya pensaba en el Palacio de Miraflores. Dedicó aquel tiempo a recorrer medio país haciendo campaña con su recién fundado Movimiento V República, explicando su particular visión de la “revolución bolivariana” y los planes que tenía para Venezuela: una reconversión total del sistema político y económico que desterrase los vicios que habían aquejado al país desde hacía décadas. Sus proyectos de justicia social encandilaban a las clases más bajas y empobrecidas, millones de personas que sistemáticamente habían quedado fuera de la atención de los políticos y del Estado; la retórica nacionalista, antimperialista y contra el neoliberalismo entroncaba con otra de las heridas en la sociedad venezolana, la injerencia del FMI, y el discurso de gobernar para el pueblo y por el pueblo —populismo de manual, politológicamente hablando—, para los olvidados, los desfavorecidos, los perdedores y aquella inmensa mayoría de ciudadanos que no había participado del saqueo del país, era un auténtico cohete para su popularidad, a lo que se le sumaba una más que brillante oratoria. Sus discursos, ágiles, encendidos y cargados de un misticismo a caballo entre Bolívar y el cristianismo, dotaban a su programa de una potencia todavía mayor. Chávez se veía a sí mismo como un salvador de la patria, y en aquel 1998 cada vez más ciudadanos veían en aquella figura tocada con boina roja a su líder.

A pesar del apoyo de las dos formaciones tradicionales, AD y COPEI, a una nueva candidatura llamada Proyecto Venezuela, no pudieron parar electoralmente a Chávez. La participación del 63,45% en aquellos comicios de diciembre de 1998, una cifra anormalmente baja para los registros de presidenciales —solía sobrepasar el 85% e incluso el 90%—, probablemente apuntaló la victoria del líder bolivariano, que con más de 3,6 millones de votos —56,20% del total— se convertía en el nuevo presidente de Venezuela. Comenzaban quince años de gobierno de Hugo Rafael Chávez Frías, quince años en los que muchas cosas cambiarían en el país, para bien y para mal.

El caudillo que quiso ser Bolívar

Fuente: REUTERS/Jorge Silva

Independientemente de filias y fobias hacia su figura, no parece haber discusión en que Hugo Chávez es una de las figuras más importantes en la Historia latinoamericana de este siglo XXI, y quizás, aunque de manera tardía, también del XX. Su legado político todavía perdura cuatro años después de su muerte, y todo apunta a que el chavismo será determinante en la política venezolana durante algunas décadas más. 

Hugo Rafael Chávez Frías, apodado el Comandante, es un personaje clave en el impulso que cobró la izquierda latinoamericana en los primeros años de este siglo, lo que facilitó un discurso que otros candidatos replicarían o al menos tomarían como base para adaptarlo a sus realidades nacionales. Las victorias de Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador tienen parte de su origen en los resultados venezolanos de 1998. Sin embargo, su mandato quincenal está plagado de mitos: para unos, un monstruo autocrático que llevó a Venezuela por la peor de las sendas; para otros, el mesías que consiguió infligirle la primera derrota al establishment blanco que había dominado la vida política y económica del país desde la independencia —como mínimo—.

Sea como fuere, la muerte del mandatario en 2013 dejó su particular revolución a medio camino. Chávez, en muchos aspectos, pecó de los mismos errores que sus antecesores, como también logró importantes avances para enormes capas de la población hasta entonces olvidadas. La eterna historia de dos realidades que nunca coinciden.
Comienza la revolución bolivariana

Apenas tomó posesión del cargo, el nuevo mandatario comenzó a aplicar las reformas de su proyecto político. No era una cuestión menor: la reorganización política del Estado venezolano iba a ser total, partiendo desde su misma Constitución. Sabía que con el ordenamiento jurídico anterior, de 1961, era imposible de llevar a cabo. Simbólicamente, también era importante transmitir una imagen de renacimiento, de refundación nacional, de una nueva Venezuela guiada por y para el pueblo.

El primer paso vendría con la convocatoria de una asamblea constituyente, cuya misión sería la redacción de una nueva Constitución para el país. Aunque los venezolanos estaban relativamente habituados a votar, Chávez explotaría esta vía hasta el extremo como una forma de apuntalar su legitimidad al frente del país. A pesar de la baja participación —37,65%—, las dos preguntas de la votación, incluyendo la convocatoria asamblearia, fueron aprobadas con más de un 80% de los votos. La consulta, celebrada en abril de 1999, sería seguida por la ratificación constitucional en el mes de diciembre, apenas un año después de haber ganado Chávez las elecciones, y de nuevo saldría adelante con casi un 72% de los votos.

Esta nueva Carta Magna introdujo cambios importantes en la estructura política del país, desde detalles simbólicos como el paso de la República de Venezuela a la República Bolivariana de Venezuela a cuestiones bastante más prácticas, como la eliminación del Senado y el cambio a un sistema unicameral monopolizado por la Asamblea Nacional. De igual manera, los primeros momentos de la revolución bolivariana también introdujeron innovaciones políticas que, si bien no rompían con los sistemas democráticos liberales, añadían elementos de inspiración socialista en un híbrido hecho a medida. A los tres poderes tradicionales —legislativo, ejecutivo y judicial— se les sumaron el electoral y el moral —también conocido como poder ciudadano—, y se desarrolló la vía del referéndum revocatorio, por el cual la ciudadanía podía destituir al presidente.

La nueva Constitución suponía la base de una articulación política poco común —por no decir inédita— en el mundo y que para la tradición venezolana era una ruptura considerable. La democratización popular iba en detrimento del sistema representativo y, por ende, de la élite que se había beneficiado del mismo hasta entonces, así como los esbozos indigenistas y antiglobalización, que suponían aumentar el peso político de sectores hasta ahora irrelevantes en la vida del país. En su camino por el socialismo del siglo XXI, Chávez había decidido romper con la élite que hasta entonces había llevado las riendas del país y atrincherarse en las clases populares. No ocultaba estas intenciones, como tampoco lo hicieron los sectores tradicionales, que vieron peligrar sus intereses con la agenda del nuevo presidente. Se comenzaba a fraguar una ruptura que sería clave hasta el día de hoy.
En el panorama regional, el impacto de Hugo Chávez fue notable; encontró un modelo que la izquierda latinoamericana replicaría en otros países. Casi una década después de su llegada al poder, numerosos países tenían Gobiernos de izquierda. Fuente: Stratfor

En un nuevo ejercicio refrendador, Chávez volvió a convocar elecciones tras la aprobación constitucional. El clásico discurso de que para sacar adelante las medidas —y la revolución— era necesario que tuviese amplios poderes. Y los consiguió. En las presidenciales ganó con holgura, en las legislativas consiguió la mayoría absoluta y en el ámbito regional y municipal el rodillo chavista fue claro. La revolución bolivariana podía continuar.

A pesar de que Chávez había afirmado en varias ocasiones que su intención era combinar y, en buena medida, supeditar la economía de mercado a los intereses del Estado, muchas de sus políticas iniciales no parecieron ir por esa senda, y menos todavía fue compartida esa visión por el sector empresarial venezolano. Unos y otros confundieron aquella especie de tercera vía del socialismo con una estatización de la economía. Las 49 leyes aprobadas por el presidente vía habilitante —la Asamblea Nacional le había otorgado la capacidad legislativa— supusieron una profunda reforma en la economía del país en sectores social, económica y políticamente estratégicos, desde las tierras hasta el petróleo. Para este último sector supuso un blindaje todavía mayor al que ya tenía cuando fue nacionalizado décadas atrás. En el corto plazo, Chávez buscaba asegurarse su control para poder revertir los beneficios del crudo en políticas sociales; a largo plazo, aquella decisión provocaría el atraso del sector petrolero venezolano al no poder incorporar capital —y, por tanto, tecnología— del extranjero.

En aquel 2001 Venezuela tampoco pasaba por su mejor momento. Los precios del petróleo volvían a estar a la baja y económicamente el país retrocedía de nuevo. Aunque aquel escenario fuese tristemente habitual para quien tuviese cierta edad, ni mucho menos se normalizaba. Además, las 49 leyes de Chávez habían generado una enorme sensación de que el país iba camino de convertirse en un paria internacional, económicamente hablando, en el que nadie iba a querer invertir por miedo a la arbitrariedad y los intereses gubernamentales. Así se fraguó la huelga empresarial de 2001, antesala de los sucesos que vendrían en los dos años siguientes.

Golpes y contragolpes

En 2002 Pedro Carmona es el presidente de Fedecámaras, la mayor organización de la patronal venezolana; en abril conseguirá ser el presidente más efímero de la Historia de Venezuela —47 horas—. Para el paro de diciembre se coaligará con la Confederación de Trabajadores de Venezuela, el sindicato afín de Alianza Democrática. Quizá el moderado éxito de este paro de doce horas le lleva a querer ir más allá, y para marzo entabla conversaciones con la Iglesia Católica venezolana. Su objetivo, que cumple inmediatamente, es establecer un pacto de gobernabilidad que saque al país de la crisis y, democráticamente, a su presidente de Miraflores.

Sin embargo, en los meses siguientes al paro patronal el clima político se va enrareciendo aún más en el país. El próximo obstáculo vendrá con la renovación de la plana mayor de PDVSA, la petrolera estatal. A pesar de ser una empresa 100% pública, el Gobierno acusa a la junta directiva de actuar a su antojo, sin buscar el interés público. Aunque casi una veintena de miembros acaban siendo relevados, se abrirá un conflicto político entre la jefatura del Estado y la petrolera, huelga incluida, a la que se suman sectores de la oposición para tratar de encontrar un punto débil del chavismo. Al final de lo único que sirve es como una nueva forma de añadir leña al fuego. A todo ello, durante los meses de febrero y marzo arrecian las protestas y comienzan a surgir voces discordantes en el estamento militar. Aunque parecen más figuras aisladas que un malestar general, la mayoría de los medios privados —propiedad de empresarios abiertamente contrarios al chavismo— dan a entender que realmente la presidencia de Chávez se tambalea.

Llegado el mes de abril, una nueva huelga paraliza el país. Primero de 24 horas, posteriormente de 48 y de ahí a indefinida. El día 11 la marcha huelguista y opositora, de unas 300.000 personas, es dirigida hacia Miraflores pidiendo la renuncia de Chávez. Inmediatamente se forma una contramarcha chavista que se da cita en la misma localización. Apenas hay efectivos de la Guardia Nacional para interponerse —un factor que, viendo el desarrollo de los acontecimientos, no da pie a pensar que es casual—, y la mecha ya ha prendido. De lo que pasa después solo hay rumores, medias verdades, contradicciones, pero una sola realidad: aquello acaba en un baño de sangre. Los disparos entre manifestantes se suceden, a los que se añaden disparos de origen desconocido sobre la marcha opositora desde edificios cercanos. En total, un balance de 16 muertos y cerca de 150 heridos que bien sirven como excusa de lo que vendría después.

Durante aquella tarde, algunos sectores del Ejército, en vista de los sucesos matutinos, se niegan a acatar la autoridad presidencial de Hugo Chávez. A partir de ahí se empieza a difundir el mensaje televisivo de que ha renunciado a su cargo a petición de militares y altos cargos de la Guardia Nacional. La otra parte sostendrá, una vez pasado el golpe, que Chávez se rindió para evitar la fractura total, pero no renunció. Como si reeditase su golpe fallido de 1992. Con el líder bolivariano desaparecido, Carmona asume una presidencia interina cuya misión es pilotar el país hacia unas nuevas elecciones. En su toma de posesión disuelve todos los poderes y, aunque fuese nominalmente, entre vítores barre con cualquier atisbo de chavismo en la alta política.

Poco duraron las alegrías para Carmona y aquellos que jaleaban su nombramiento. Aquella rapidez en la toma de posesión y la ausencia total de noticias de Chávez, que en ningún momento aparece en televisión o en radio, hace bajar de las depauperadas colinas caraqueñas una marabunta de ciudadanos que reclaman la restitución de su presidente. Para ellos —y con buen olfato—, huele a golpe de Estado. Sin una renuncia expresa de Chávez, aquella operación no se sostiene. El juego interno de Carmona también hace por la desestabilización de su efímero Gobierno. De poco valdrá el rápido apoyo que el FMI, el presidente George W. Bush o el español José María Aznar —que presidía la Unión Europea— brindan a Carmona. Al día siguiente —13 de abril—, militares afines al líder bolivariano lo llevan de nuevo a Miraflorespara restaurar el Gobierno constitucional. El golpe ha fracasado.

Tras el golpe de 2002, Hugo Chávez entra en su fase de gobierno más tranquila —en comparación con lo que ya había vivido—, pero a costa de polarizar el país.

El llamamiento que Chávez hace a distintos sectores sociales la noche en la que retoma el poder sirve de poco. El divorcio entre el chavismo y la élite tradicional del país estaba más que consumado y se convertirá en una fuente de inestabilidad para el país por muchos años. La jugada del Comandante de apostarlo todo al pueblo había funcionado para frenar el golpe y ello, elecciones mediante, le permitiría gobernar once años más. Sin embargo, para conseguirlo forzaría la polarización de la sociedad venezolana al extremo con un discurso más agresivo en todas sus variantes. Ante esto, la cambiante oposición redoblaría sus empeños con huelgas, manifestaciones, cierres patronales y todas aquellas medidas que pudiesen erosionar al presidente. El “Todo vale” se normalizó y cada parte se esforzó en ir añadiendo ladrillos al gigantesco muro que acabaría por dividir Venezuela.

El paro patronal en PDVSA entre 2002 y 2003 sería uno de los primeros ejemplos posgolpe, un cierre que algunos calificaron de golpe de Estado económico, pero que sin duda dejó al Gobierno de Chávez contra las cuerdas al privar al Estado de su mayor fuente de recursos. Como si fuese un furioso partido de tenis, tras la crisis con la petrolera llegó el siguiente raquetazo del oficialismo: el referéndum revocatorio de 2004. En aquel entonces, en vista de las masivas manifestaciones opositoras que se estaban produciendo los meses previos, muchos daban por sentada la derrota del presidente y su salida del poder. No ocurrió tal cosa y, lejos de resultados ajustados, el no favorable a la permanencia de Chávez se impuso con más de un 59% de los votos. A pesar de las denuncias de fraude —que el Centro Carter, habitual observador en los comicios venezolanos, desestimó—, el barinés enlazaba su cuarta victoria electoral consecutiva.

El legado de Chávez

Sintiéndose de nuevo más legitimado que nunca para ahondar en sus políticas, a partir de estos años Chávez y el chavismo viven una particular radicalización con rasgos de huida hacia delante. El diálogo era imposible: la oposición buscaba a toda costa la salida del Comandante del poder y este barrer a los escuálidos —el término despectivo con que se los nombraba— del panorama político. Claro ejemplo de ello sería la creación, a partir de 2006, de los círculos comunales. Esta transferencia de recursos directamente del Estado a grupos ciudadanos autoorganizados afines al chavismo, si bien suponía un empoderamiento popular directo y en principio una mejor gestión local, en la práctica era un puenteo de la burocracia y de los niveles políticos intermedios, todavía con mucha presencia de afines a la oposición. Chávez no podía franquear este obstáculo de manera directa, ya que hubiese supuesto barrer con media Administración; tampoco desde estos puestos se realizaba una correcta transferencia de recursos, tanto por intereses políticos como por una corrupción que seguía incrustada en la totalidad del sistema.

Sin embargo, parte del éxito de Chávez y sus políticas residía en un elemento clave: el petróleo. Con el crudo al alza durante la mayor parte de la década, el viscoso maná permitía al Gobierno seguir redistribuyendo rentas a pesar de la elevada conflictividad social. Esa tendencia, no obstante, acabaría coincidiendo casi con otro de los momentos claves para Venezuela: la muerte del presidente el 5 marzo de 2013 —oficialmente—. A consecuencia de un cáncer extremadamente agresivo, el mandatario que más años había estado al frente del país de manera ininterrumpida, solo superado por Simón Bolívar, desaparecía de la escena y dejaba como sucesor a Nicolás Maduro. Su balance sería claroscuro, con algunos aspectos de la vida venezolana sustancialmente mejores y otros en el mismo punto o incluso peor que cuando llegó a Miraflores.

Uno de los mayores avances en Venezuela durante los años de Chávez se ha producido en la lucha contra la pobreza; sin embargo, era una reducción frágil. Fuente: Cartografía EOM

En su favor recae la mejora en el poder adquisitivo y las condiciones de vida de las clases populares venezolanas. La rápida depauperación del país durante los años ochenta y buena parte de los noventa condujo a Venezuela a ser uno de los países de América Latina con mayor proporción de su ciudadanía viviendo en la pobreza. Sin embargo, las políticas redistributivas llevadas a cabo durante los mandatos de Chávez revirtieron esta tendencia al sacar a millones de venezolanos de tan precaria situación. Eso sí: las cifras tenían cierta trampa. Al proceder casi exclusivamente de transferencias emanadas de la venta de crudo, no se generó una actividad económica estable y productiva a largo plazo. Sea como fuere, y más allá de “maldiciones de los recursos” y “trampas de la pobreza”, aquellos que nunca pintaron nada en la vida del país ganaron peso económico y también político.

En materia exterior, los mandatos de Chávez también tuvieron un impacto elevado, especialmente en América Latina. La influencia del chavismo, tanto en la teoría como en la práctica, dotó de nuevos horizontes políticos a la izquierda latinoamericana, que hasta entonces tenía un posicionamiento casi marginal en sus respectivos contextos nacionales o seguía una línea de socialdemocracia clásica que cautivaba poco a los electorados. Aunque forme parte de la política ficción especular con qué habría pasado en la región si Chávez no hubiese existido o gobernado, Morales, Correa, Da Silva e incluso los Kirchner le deben buena parte de sus éxitos electorales a la avanzadilla gubernativa del mandatario venezolano. Y todo ello sin contar con Petrocaribe, un híbrido entre poder duro y blando que ha supuesto un alivio económico para numerosos países de la esfera caribeña y abundantes tantos a favor de la diplomacia venezolana.

Petrocaribe es una de las mayores apuestas de la política exterior venezolana. Aunque le ha permitido tener una notable influencia en América Latina, internamente ha supuesto un enorme gasto de petróleo por debajo del precio de mercado. Fuente: Telesur

Pero ni mucho menos fue un balance exento de fracasos. La ya mencionada dependencia del petróleo pasó de ser una ventaja en los primeros años a convertirse en un importante lastre a medida que avanzaba el tiempo. El sistema clientelar y la corrupción alrededor de PDVSA no se cortaron, sino que aumentaron y contagiaron a la totalidad del sistema político, que Chávez había prometido renovar. Durante la mayor parte de su mandato, Venezuela vivió por y para el petróleo. En esta línea, la militarización del Gobierno —numerosos militares de la promoción de Chávez o cercanos a él tuvieron puestos de responsabilidad durante su mandato— fomentó esta endogamia institucional y los dotó de un enorme poder. No son pocos los militares y políticos chavistas que han tenido relación —o han sido acusados de ello— con redes criminales de tráfico de droga, armas o apoyo a las guerrillas colombianas.

En el panorama social observamos un resultado similar. Los niveles de criminalidad se han mantenido muy elevados y sitúan a ciudades como Caracas entre aquellas con más homicidios del mundo. Tampoco es un problema propio de los mandatos chavistas; con Carlos Andrés Pérez ya existía este clima, y sucesos como el Caracazo o los terribles primeros años noventa empeoraron la situación. La violencia venezolana viene por una combinación de pobreza, barriadas de infraviviendas —lo que en Argentina se conoce como villas miseria o en Brasil como favelas—, corrupción de las autoridades y un mercado negro de armas ampliamente extendido, una combinación fatal tremendamente difícil de atajar.

El remate a esta cuestión vendrá con la otra violencia: la política. La polarización creada y alimentada por oficialismo y oposición podría ser útil para los objetivos de cada parte, pero poco provechosa para la sociedad. El antagonismo acabó por partir en dos las pasiones políticas al peor estilo deportivo: chavistas y antichavistas a los que se instrumentalizaba sin pudor. No había más. Y esta situación fue, precisamente, la que le tocó heredar a Nicolás Maduro tras la muerte de Chávez: un país en crisis, partido y que caminaba con paso firme al abismo.
De Maduro a la incertidumbre: ¿hacia dónde camina Venezuela?

Muro en la ciudad de Coro, Venezuela. Fuente: Carlos Adampol Galindo / Flickr.

Entre una crisis económica sin precedentes y una polarización política preocupante, el rumbo de Venezuela durante la presidencia de Maduro es incierto. El país ha tomado una deriva autoritaria que la oposición parece no conseguir capitalizar, al tiempo que la ausencia de soluciones solo tiene como destino el barranco.

Nadie le podía decir aquel 8 de marzo de 2013 a Gustavo Dudamel que su figura sería el ejemplo perfecto de los rápidos y caóticos cambios que desde entonces ha vivido Venezuela. Desde la balaustrada dirige la Orquesta Simón Bolívar en el funeral de Estado por un Hugo Chávez que yace en su féretro en el piso inferior, cubierto por la bandera de Venezuela. Aquel momento, además de una enorme responsabilidad para el barquisimetano, sería el último autohomenaje del mandatario chavista: las orquestas nacionales, emblema propagandístico de los logros de sus mandatos, oficiaban la banda sonora de la despedida definitiva del Comandante.

Poco queda de aquello en el director más joven en dirigir el concierto de Año Nuevo de Viena. Ante el deterioro de la situación política en Venezuela que se ha venido produciendo durante el mandato del presidente Nicolás Maduro, Dudamel ha reclamado en distintas ocasiones el fin de la violencia y una solución al Gobierno. En definitiva, ha hecho el mismo trasvase que millones de venezolanos: de apoyar abiertamente a Chávez a rechazar sin tapujos a Maduro, un presidente que hoy ronda el 20% de apoyo popular.

No les faltan motivos a los venezolanos para estar descontentos. Desde que murió Chávez, la crisis económica —ya incipiente entonces— ha arreciado hasta mutar en la mayor inflación del mundo, la escasez de productos básicos roza lo insostenible, la crisis política ha resultado en una enorme polarización social y, lo que es peor, no se prevé ni por lo más remoto una mejora. La manida expresión de estar al borde del barranco viene a los labios; eso sí, en el camino cuesta abajo, quienes han impulsado el carro hacia el abismo ganan por goleada a quienes han tratado de frenarlo.

El pájaro que no piaba

No sabemos qué vio Chávez en Nicolás Maduro. Eran dos figuras políticas muy distintas en el fondo y la forma, pero aun así —o quizás por eso— el barinés lo hizo hombre fuerte de su Gobierno en 2006 al nombrarlo canciller. Seis años después, en diciembre de 2012 y ya con su enfermedad avanzada, Chávez anuncia sus deseos de que Maduro se convierta en su sucesor al frente del partido y del país. Solo un par de meses antes, el mandatario había revalidado por cuarta vez consecutiva la presidencia; aunque muchos en Venezuela esperaban que la completase, apenas duró medio año.

Estas dos elecciones presidenciales en escasos seis meses dejaron entrever el coste político que tendría para el chavismo en general y para Maduro en particular la desaparición de Chávez. En las presidenciales de abril, Henrique Capriles, que había sufrido una contundente derrota a manos de Chávez en octubre, rozó la victoria contra Maduro: se quedó a menos de 240.000 votos de la presidencia. Por si quedaba algún escéptico que lo dudase, en aquella segunda oportunidad electoral para la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) se evidenció que el nuevo presidente carecía de buena parte del capital político y las habilidades de las que gozaba Chávez.

Decían de Maduro que su fortaleza era la lealtad a la figura del fallecido presidente y al partido, así como cierta diligencia al gestionar los asuntos al frente de la cancillería. Tenía, pues, el perfil adecuado para estar en la segunda fila del Gobierno. La oratoria, la visión política y la creación de un personaje eran los atractivos de Chávez, y no conviene obviar el impacto que suelen tener en política las expectativas incumplidas. Esta sucesión se planteaba en un sentido literal: que Maduro administrase el legado de Chávez sin plantear la construcción —mediática, social, cultural, política— de una nueva figura que, aunque no fuese un Chávez 2.0, tuviese cierta entidad y personalidad. De hecho, en los inicios de su mandato, no fueron pocas las ocasiones en las que Maduro recurrió a la figura del expresidente para tratar de apuntalar su capital político, a veces con cierta excentricidad.

Solo un año después de la muerte de Chávez, la inflación en el país se había duplicado y la tasa cambiaria se había triplicado. Fuente: AFP

Aquella primera victoria de Maduro no supuso sino un aliciente para los opositores de la MUD. Si como recién llegado apenas podía capitalizar la mitad de los votos, la erosión política propia de cualquier Gobierno y la ya evidente crisis económica que sufría Venezuela hipotecaban una reelección del presidente en 2019. Sin embargo, lejos de plantear una victoria de forma escalada —hasta las presidenciales había legislativas y regionales de por medio—, la oposición optó por la vía rápida. Antes que esperar cinco años, para ellos era más práctico deslegitimar la figura de Maduro y luego forzar la convocatoria de un referéndum revocatorio. Sobre el papel era factible, y tanto la MUD como el Gobierno sabían que, al contrario que Chávez en 2004, Maduro no saldría políticamente vivo; además, si lo lograban antes de cruzar el ecuador del mandato, automáticamente habría elecciones presidenciales. Todo cuadraba. Pero nunca conviene fiarse totalmente de un plan a priori perfecto. Al igual que los alemanes consideraban infalible el plan Schlieffen, que derivó en cuatro años de trincheras, la MUD tampoco pareció prever el atrincheramiento del Gobierno y buena parte del Partido Socialista. La guerra de desgaste venezolana había empezado.

Un pulso en punto muerto

Cerca de 40 muertos y varios centenares de heridos durante las protestas de aquel febrero de 2014 fueron para la Justicia venezolana motivo suficiente para enviar al opositor Leopoldo López, líder del partido Voluntad Popular, a la prisión de Ramo Verde. Tras año y medio entre rejas, llegaría la condena: 13 años de cárcel como autor intelectual de unos disturbios que acabaron en baño de sangre. Antes, durante y después, las críticas al Gobierno ya eran habituales por este proceso. Hacer pagar a la persona que convocaba unas protestas las consecuencias de estas, y no a los autores materiales, parecía jurídicamente endeble —especialmente desde el punto de vista de los derechos humanos—, pero para un Maduro a la defensiva la jugada parecía clara.

Leopoldo López era un látigo constante para el chavismo, muy lejos de la posición política que Capriles, la mayor cara visible de la MUD hasta entonces, mantenía. López justificaba los medios por el fin —nada más y nada menos que sacar a Maduro del poder—, frente a un Capriles que, aun siendo partidario de las protestas en la calle, solo había considerado las elecciones como única vía para mandar el chavismo a la oposición. Aquella condena con tintes arbitrarios dejaba fuera de juego a López. Pese a todo y sin quererlo, el chavismo creó un mártir. El exalcalde de Chacao se convirtió en el símbolo de los primeros ramalazos autoritarios de Maduro, y esta imagen fue vendida dentro —pero sobre todo fuera— del país con enorme éxito.

Durante aquellos meses, la crisis económica ya se empezaba a notar. El precio del crudo declinaba y Venezuela era extremadamente dependiente del oro negro. Con un petróleo a precios irrisorios, el sistema entero se descompensó. El cuádruple modelo cambiario hizo que la inflación se disparase al tiempo que motivó la especulación con el dólar paralelo y el florecimiento de un mercado negro. Ligado a esto, la extrema dependencia venezolana de las importaciones —una notable mayoría de los alimentos que se consumen en el país provienen del exterior— motivó la rápida desaparición de las estanterías de los supermercados de casi todos los productos básicos subvencionados por el Gobierno. Venezuela se resquebrajaba entre acusaciones del Ejecutivo a un empresariado que le hacía la “guerra económica” y una oposición que tenía en bandeja la crítica a la gestión del presidente.

Quizás por eso nadie se sorprendió al comprobar la abrumadora victoria de la MUD en las legislativas de diciembre de 2015. Apurando al máximo, la coalición opositora se hizo con la llamada supermayoría en la Asamblea Nacional, dos tercios de la cámara que le permitían hacer un importante contrapeso al Gobierno y otros poderes del Estado. Eso sí, ni siquiera las cuentas parlamentarias son tan sencillas en el país caribeño. El diputado que daba esta mayoría cualificada al bloque antichavista pronto estuvo en entredicho por las sempiternas pugnas de fraude electoral, por lo que rápidamente los dos tercios de la MUD comenzaron a tambalearse.

Una mayoría cualificada de dos tercios para la MUD no era un tema menor. Por ello, un objetivo prioritario del Gobierno fue minarla hasta la de tres quintos. Fuente: AFP

A partir de aquí, todo fue en caída libre. La oposición se apresuró a tratar de desarmar el chavismo desde la Asamblea Nacional mientras Maduro, sintiendo amenazada su supervivencia política, comenzó a instrumentalizar las instituciones del Estado en su beneficio. Todo valía para mantenerse en el poder y para llegar a él. Así, se produjo la convocatoria de un referéndum revocatorio impulsado por la oposición, con tantas trabas por parte del poder electoral que finalmente acabó en un cajón. Paradójicamente, la oposición utilizaba ahora los mecanismos de la Constitución chavista para sacar a Maduro del poder, y con cada embestida el Gobierno solo podía responder con algún giro autocrático, lo que a su vez empeoraba su posición.

La tendencia en Venezuela en los últimos años parece clara: la calidad democrática en el país se está resintiendo.

En línea con esta estrategia, poco efectiva en lo práctico pero útil para ganar tiempo, Maduro ha parecido negarle cualquier victoria electoral a la oposición. Ojos que no ven, corazón que no siente. Simbólicamente, tiene su importancia: otra derrota en las urnas del nivel de las legislativas reforzaría la imagen de acorralamiento, y, aunque no se sabe muy bien cómo ni a través de qué, el Gobierno parece tener esperanzas en poder salir indemne de toda esta tormenta. Así se explican los obstáculos al revocatorio, los retrasos que han sufrido las elecciones regionales —programadas primero para diciembre de 2016, luego postergadas a finales de la primera mitad del 2017 y finalmente celebradas en octubre— o las dudas sobre la fecha de las presidenciales, sobre las que Maduro tuvo que salir a aclarar que se celebrarían en 2018.

Sin embargo, el episodio que evidenciaría el enorme choque de trenes en el que se había convertido el país aún estaba por llegar. Con la Asamblea Nacional como fortín opositor, el oficialismo solo vio como salida apostar todavía más fuerte. Como desde otros poderes del Estado era imposible frenar la labor de la MUD, de nuevo se recurrió a la Constitución como arma definitiva. La solución, políticamente original, fue convocar una asamblea constituyente para redactar una nueva Constitución y que esta fagocitase al Legislativo ordinario.

Huelga decir que Venezuela no necesita una nueva Constitución. La chavista de 1999 no ha dado muestras de agotamiento, ya que tanto oposición como oficialismo han recurrido a sus cláusulas en favor de sus objetivos políticos. Los mayores problemas del país precisamente radican en no respetar aspectos básicos de la ley suprema, como la separación de poderes o arbitrariedades en la aplicación de la ley —Leopoldo López, por ejemplo, cambió Ramo Verde por su domicilio por una decisión judicial tan arbitraria como la que lo llevó entre rejas—. El problema es del contenido, no del continente.

Más allá de esto, la maniobra de la constituyente fue un éxito para el chavismo. La MUD decidió boicotear la convocatoria, por lo que todos los asientos de la nueva asamblea fueron a manos de candidatos oficialistas. Esto era previsible; la gran incógnita radicaba en el nivel de participación que tendrían estos comicios. De nuevo, a Maduro le interesaba proyectar una imagen de respaldo popular que desde hace muchos meses no se refleja en encuestas y calles. Y lo consiguió. Según los datos oficiales, cerca de ocho millones de venezolanos salieron a votar a pesar de las numerosas sospechas de fraude —aumento de participantes, precisamente—, que incluso llegó a denunciar la propia empresa que había gestionado todas las citas electorales desde 2004 en el país. Con todo, el agua, aun turbia, se puede beber, balance más que suficiente para un chavismo que con la nueva asamblea constituyente apisonó a la Asamblea Nacional. La oposición, de nuevo, quedaba relegada a la calle y con un sentimiento de derrota. En muchas mentes —y el discurso de la oposición así lo deja entrever—, el chavismo es imbatible. Recurre a complicados giros a través de la Constitución, instrumentaliza los poderes del Estado e incluso al fraude electoral, pero siempre gana. Es precisamente esa apatía —natural o fomentada— uno de los factores que más rápido puede desmovilizar a la población de las calles y reducir las capacidades electorales de la MUD en unos futuros comicios presidenciales.

El reconocimiento internacional de la asamblea constituyente de Venezuela evidenció los apoyos y oponentes del país.

Los retos por delante

La mediación internacional, ya fuese vaticana —que venía de conseguir importantes desbloqueos en Cuba y Colombia— o española —de la mano del expresidente Rodríguez Zapatero—, ha conseguido poco o nada. Para la MUD, era un altavoz importante hacia el exterior; para el Gobierno, otra forma de ganar tiempo y concesiones. De nuevo, ha sido a los segundos a quienes les ha salido la jugada.

La calle tampoco ha sido un elemento decisivo. Entre las legislativas de 2015 y la asamblea constituyente, la MUD apostó fuertemente por mostrar el descontento social mediante manifestaciones masivas. La muerte de decenas de personas en ellas, la enorme represión de la Guardia Nacional Bolivariana, las guarimbas opositoras y los colectivos del oficialismo han empeorado la vida de muchos venezolanos, pero su impacto en la escena política ha sido escaso. Incluso puede haber perjudicado a la oposición por insistir en dar cabezazos contra el muro en el que parece haberse convertido el Gobierno.

También es conveniente desterrar la idea de que la MUD es un partido al uso. Al tratarse de una amplia coalición de partidos unidos por un fin —sacar al chavismo del poder— más que por cuestiones ideológicas, su fragilidad es evidente. Dentro, además, se encuentra el llamado G4 —Primero Justicia, Voluntad Popular, Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo—, entre los que existen claras discrepancias en cuanto a lo estratégico y evidentes luchas de poder por convertirse en el grupo hegemónico de la coalición. De igual manera, han cometido el error de ver la polarización de la sociedad venezolana como algo binario —o madurista u opositor— cuando hay al menos un tercer elemento tanto o más importante que el resto como es el chavista no madurista. Aunque la mala imagen que tiene el actual presidente Maduro es evidente, enormes capas de la población que en su día eran abiertamente afines a Chávez se han sentido desafectadas con la política de su sucesor, pero ello no implica un trasvase automático a las posiciones de la MUD.

Para muchas capas de la población venezolana la coalición no tiene ningún atractivo más allá de ser la oposición a Maduro. Su discurso se ha centrado en una crítica a la gestión presidencial, pero no se conoce un programa de gobierno amplio —lógico, por otra parte, dada su heterogeneidad—, y el perfil de sus dirigentes se percibe como una élite totalmente alejada de las clases populares venezolanas. Las caras más visibles de la MUD proceden de familias bien, tienen estudios en el extranjero y en muchos casos no han superado la ruptura racial existente en el país, algo que Chávez sí consiguió. Incluso su propia trayectoria de gobierno no tiene un impacto del todo positivo en su imagen: tanto López como Capriles fueron en su día alcaldes en municipios de elevado poder adquisitivo en el área metropolitana de Caracas —Chacao y Baruta, respectivamente—.

A pesar de ser el país con mayores reservas probadas del mundo, Venezuela es el undécimo productor de petróleo. Dada la dependencia de sus ingresos del crudo, semejante nivel productivo es insostenible.

Esta fatiga política que parece estar sufriendo la MUD puede que le pasase factura en las pasadas regionales de octubre. Sin despreciar otros factores —participación, voto oculto, obstáculos del poder electoral…—, la coalición aspiraba a reeditar la victoria de las legislativas de 2015 y se encontró con una abultada victoria del oficialismo que le arrebató importantes feudos. Parece que a la agrupación opositora solo le queda sentarse a negociar, unas conversaciones que no vienen sino a ser una dilación del Gobierno hasta que se celebren las presidenciales. Zugzwang, que llaman en ajedrez.

No conviene pensar tampoco que por el lado del Gobierno las cosas están mejor. La desafección es evidente. Las sanciones internacionales por lo ocurrido estos meses siguen goteando, especialmente sobre la élite gubernamental, y se ha coqueteado con algunas de mayor calado. Además, las arcas venezolanas han empezado a dar síntomas de agotamiento, lo que llevaría a una nueva oleada de recortes o a la suspensión de pagos —y más protestas en la calle en ambos casos—. La ausencia de reformas por parte del Ejecutivo, así como el bajo precio del crudo, parece que aboca al país a una de las dos vías.

Todo ello parece ser una nueva reedición de los problemas y deficiencias estructurales que aquejan a Venezuela. Dependencia petrolera, corrupción, mala gestión, hiperliderazgos y un tacticismo sin límites siguen tan vivos como hace décadas. A pesar de que en 2018 se elija, como asegura Maduro, al nuevo presidente, todo apunta a que, sea quien sea, poco cambiará en la patria de Bolívar.
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Fernando Arancón
Madrid, 1992. Director de El Orden Mundial. Graduado en Relaciones Internacionales por la UCM. Máster en Inteligencia Económica en la UAM. Especialista y apasionado de la geopolítica.
Fuentes: 
https://elordenmundial.com/venezuela-una-revolucion-pasada-de-revoluciones/
https://elordenmundial.com/el-caudillo-que-quiso-ser-bolivar/
https://elordenmundial.com/de-maduro-a-la-incertidumbre-hacia-donde-camina-venezuela/


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