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¿DE QUÉ SIRVEN LOS ACUERDOS EN LA MESA SI PERSISTE LA ARBITRARIEDAD EN LAS CALLES?

La paz y las reformas


Basta ver el editorial de hace días del diario El Tiempo sobre el Chocó, para entender la calamidad que ha significado el centralismo en Colombia.

Por: William Ospina

Y comprobar una tragedia que no es nueva, que lleva décadas de acumuladas injusticias y desamparos, no mueve a nadie a señalar y admitir responsabilidades. El modelo económico y político que tiene así al país, sigue viviendo asombrosamente de las esperanzas del país que lo padece.

Basta ver los informes sobre La Guajira en los días recientes. Basta ver el informe del mismo diario el viernes pasado sobre los índices de desigualdad del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, que muestran que Colombia es el duodécimo país con mayor desigualdad en el ingreso en el mundo, entre 168 países, sólo superado por Níger, la República del Congo, la República Centroafricana, Chad, Sierra Leona, Eritrea, Burkina Faso y Burundi, para entender la tragedia en que vive más de la mitad de la población colombiana, esa que no les interesa a los políticos porque ni siquiera cree en el discurso de la democracia, o no lo entiende.

Pero el Gobierno parece empeñado en pensar, como siempre, que es posible acabar el conflicto que extenúa a Colombia sin hacer ningún cambio en el orden económico y en el orden social. Es más, advierte cada día que la paz no va a suponer un cambio en el modelo económico.

Aunque cada vez más la sociedad comprende que el conflicto es fruto de la indolencia institucional, de la exclusión y de una manera arrogante y egoísta de entender al país y de gobernarlo, todavía, viendo la sociedad fragmentada, desgarrada moralmente, postrada en la pobreza y en la desconfianza, creen que será posible hacer primero la paz y después intentar las reformas.

No creo que sea deseable, pero tampoco creo que sea posible. Mientras los gobiernos sigan siendo voceros exclusivos, no de la comunidad, sino de intereses parciales: de la banca, los terratenientes, la industria, los privilegios, las multinacionales; mientras el interés de los millones que votan no sea honestamente representado en las decisiones del poder, y —lo que es más numeroso y más grave— mientras el interés de los millones que no votan no sea considerado e incorporado a la agenda de la política, en vano intentaremos que un acuerdo entre quienes hace medio siglo combaten utilizando a los pobres como su carne de cañón, signifique el nuevo comienzo con el que toda la sociedad está soñando.

Yo vuelvo a hacerme la misma pregunta desde hace años, y no puedo impedirme repetirla siempre en esta columna: “Pero si ya saben lo que hay que hacer, ¿por qué no lo hacen? ¿Por qué hay que esperar a que sean las guerrillas las que les impongan la agenda de los cambios en la mesa de negociación?”.

Hay en marcha un proceso de restitución de tierras que en cuatro años ha devuelto, se dice, 400.000 hectáreas. Si se habla de cinco millones de hectáreas arrebatadas, ¿no significa eso que el proceso durará cincuenta años? La cifra sería optimista, porque en los vericuetos de la ley las primeras que se restituyen son las que tienen menos líos jurídicos, menos obstáculos políticos, menos amenaza y peligro.

Hay en marcha un acuerdo que permita la reinserción en la legalidad de los insurgentes, que garantice su seguridad y defina el grado de participación que tendrán en la vida política. Pero el movimiento Marcha Patriótica, al que hace tiempo respeto y apoyo, sigue denunciando una campaña de exterminio, y no hemos visto que se esté respondiendo desde el Estado con prontitud y contundencia a ese peligro. ¿Van a permitir, en pleno proceso de paz, que la experiencia atroz del exterminio de la Unión Patriótica se repita?

¿De qué sirven los acuerdos en la mesa si persiste la arbitrariedad en las calles? ¿Y dónde está el gran proceso cultural que permita aclimatar la paz y la reconciliación?

La campaña electoral volvió a utilizar, como principal argumento, el miedo y la satanización del adversario, al peor estilo de los años cincuenta del siglo XX, que yo padecí en mi infancia, y ambas campañas utilizaron ese argumento. Si para hacer la paz con quince mil guerrilleros hay que declarar la guerra a los millones de personas que votan por otra opción, la reconciliación nacional no parece estar cerca.

En Colombia, al parecer, hay una cosa que está tácitamente prohibida, y es decir siquiera una palabra de reconocimiento a los adversarios. Cristo, que iba más lejos, y hablaba de amar a los enemigos, sería expulsado de estas tierras, porque aquí hasta los que se persignan y rezan el Padre Nuestro quieren prohibir a sus amigos que saluden siquiera al oponente. Pero, lo repito, y esto vale para todos los bandos, no se puede satanizar a millones de ciudadanos y hablar al mismo tiempo de paz y de reconciliación.

Vuelvo a decir que Colombia necesita de los siete millones de electores de Zuluaga para alcanzar una paz verdadera. Más aún, necesitamos de los quince millones que no votan, y no están en los cálculos de ninguna campaña electoral, para que la reconciliación sea posible.

Y para ello, doctor Santos, no creo que se pueda hacer primero la paz y luego los cambios. Creo, lo repito, que hay que hacer la paz con toda la sociedad, y que son las reformas, por parte de quienes tienen el mandato y los recursos, las que nos pueden llevar a la paz, las que pueden desarmar a quienes no se sienten incluidos en el proyecto de país que hasta ahora nos han formulado.

William Ospina*
http://www.elespectador.com/opinion/paz-y-reformas-columna-506865

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