La crisis de la salud: ¿corrupción o estructura?
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Explicación
argumentada y sencilla para comprender lo fundamental: la raíz del problema
está en la estructura misma del sistema de salud, no en las prácticas corruptas
de las EPS, puesto que éstas simplemente llevan a sus últimas consecuencias la
lógica de un mercado que depende de la capacidad de pago del paciente. Hay
alternativas, pero faltan ciudadanos.
Crisis
y promesa
El
pasado 12 de agosto, el presidente Santos anunció ante el gremio médico un
conjunto de medidas para superar la crisis del sistema de salud, sobre la base
de la altisonante afirmación de que “la salud es un derecho y no un negocio”.
Por
su parte, la Superintendencia de Industria y Comercio acaba de informar sobre
la decisión de sancionar a 14 Empresas Promotoras de Salud (EPS) y a su
agremiación ACEMI, por pactar acuerdos para negar la prestación de servicios a
los afiliados, violando normas sobre la competencia, y por proporcionar
información indebida al regulador.
De
las dos noticias podría concluirse que si bien existe una profunda crisis, por
fin el gobierno y los organismos de control están actuando para combatir la
corrupción del sistema. Así, pronto tendremos un sistema de salud ideal, en
capacidad de atender todas las enfermedades y a todos los pacientes, tal como
prometió el presidente Santos.
Nada
más alejado de la realidad. Los problemas del sistema no nacen de la corrupción
de unos pocos actores o de fallas en algunas medidas de regulación. Son
problemas de la estructura. Mientras ésta no cambie, seguirán presentándose los
mismos o peores problemas.
La
promesa: más regulación y más recursos
Las
medidas anunciadas por el Ministro de la Protección Social se inscriben en el
mismo modelo de aseguramiento y sólo aspiran a mejorar el papel del Estado al
regular a los agentes que actúan en el mercado. En pocas palabras, las
soluciones son las siguientes:
En
primer lugar, elevar las condiciones de operación a las EPS, de manera que solo
queden unas pocas y muy grandes.
En
segundo lugar, dividir las funciones de vigilancia entre la Superintendencia
Nacional de Salud (Supersalud), que se encargará de la calidad de la atención y
de medir y hacer seguimiento de los resultados, y la Superintendencia
Financiera (Superfinanciera), que vigilará la “gestión del riesgo” y la
solvencia de las EPS.
En
tercer lugar, dar liquidez a la red pública por medio del pago de una parte de
las deudas acumuladas y de créditos con la Financiera de Desarrollo Territorial
(FINDETER).
En
cuarto lugar, mejorar la formación de profesionales por medio de la exigencia
de acreditación de las instituciones educativas y del acceso a prácticas
formativas.
En
quinto lugar, avanzar en el ajuste institucional establecido por la Ley 1438 de
2011 para mejorar la regulación.
Todo
lo anterior, con un nuevo plan de beneficios amplio, integral, no basado en
listados sino en patologías, aunque con topes y excluyendo a las enfermedades
huérfanas.
De
esta manera, según el Ministro, se podrá “garantizar el goce efectivo del
derecho a la salud”, sin afectar la estructura del sistema actual.
¿Derecho
o negocio?
El
gremio médico ha expresado obviamente su complacencia por las afirmaciones del
presidente y de su Ministro, pues se sintieron bien interpretados con la
afirmación presidencial. El problema radica en que la disyuntiva entre derecho
o negocio depende de lo que se entienda por derecho y de la manera como se
organice el sistema para garantizarlo.
El
sistema colombiano llegó al colapso debido precisamente a la manera como se
entiende y se desarrolla el derecho a la salud. El punto de partida está en la
separación entre dos tipos de ciudadanos: los que pagan y los que demuestran
ser pobres.
Esta
es la lógica necesaria para tener dos regímenes: contributivo y subsidiado. Es
decir, el sistema ata el derecho a la propiedad demostrada de las personas y
sostiene así ciudadanos de diferente categoría, lo cual es inaceptable en el
ámbito internacional y en la Constitución, como lo ha expresado la Corte
Constitucional en sus sentencias.
Lo
peor es que los colombianos hemos venido aceptando esta división, como si fuera
natural:
Salud
para ricos, con la medicina prepagada.
Salud
para medios, por el régimen contributivo.
Salud
para pobres, por el régimen subsidiado.
Y
esto no se resuelve con un plan único por patologías. Aunque haya un plan único
de beneficios, la calidad de la atención seguirá mostrando desigualdades
injustas y evitables, es decir, inequidades.
Un
ejemplo dramático de inequidad: las mujeres embarazadas afiliadas al régimen
subsidiado tienen el doble de riesgo de morir que las afiliadas al
contributivo, aunque tengan el mismo plan de beneficios. Pero por ser pobres,
se les trata como pobres.
Incluso,
el pago a las EPS, esto es, la famosa Unidad de Pago por Capitación (UPC), por
una mujer embarazada en el régimen contributivo es en promedio 40 por ciento
más alta que en el subsidiado. Si se paga menos, se atiende menos.
El
papel de la intermediación
El
primer elemento que impulsa la idea de que la salud es un negocio está en la
raíz del sistema: la vinculación entre el derecho y la capacidad de pago de las
personas.
Pero
el segundo y más importante radica en el hecho de que el Estado delegue su
obligación de garantizar el derecho en unos intermediarios que obtienen lucro
de esta labor y gobiernan el sistema. Esto sucede porque el derecho se
garantiza mediante el pago de una UPC por afiliado a la EPS, y este valor
incluye un margen de rentabilidad para las empresas.
Es
el sistema de “intermediación financiera”, que constituye el núcleo principal
del negocio hoy existente. Entre menos tenga que pagar una EPS a las clínicas y
hospitales, más lucro obtiene. Si a esto se le suma la demora en los pagos que
la EPS atribuye a dudas en la facturación (las famosas “glosas”) el negocio es
todavía más rentable. Y si agregamos otras prácticas de evasión o elusión más o
menos legales, mejor aún para los inversionistas.
Los
dos ejemplos más claros de cómo se obtiene lucro en el marco de la regulación
actual están, precisamente, en lo que les acaba de reclamar la Superintendencia
de Industria y Comercio: colusión para no prestar servicios obligatorios y
falta de información al regulador, lo que le facilita manipular el valor de la
UPC.
La
colusión
El
primer aspecto es el de las prácticas de “colusión”, es decir, acordar con sus
propios competidores prácticas que pueden producir daño a otros en el mismo
mercado.
Se
supone que las EPS deben competir entre ellas por la calidad de sus servicios y
que los usuarios pueden escoger a la mejor. Pero las 14 EPS sancionadas,
agremiadas en ACEMI, decidieron acordar el contenido del plan de beneficios,
para definir qué atienden como Plan Obligatorio de Servicios (POS) con cargo a
la UPC, y qué atienden como No POS, con cargo al Fondo de Solidaridad y
Garantía (FOSYGA), mediante el mecanismo del recobro.
Esta
práctica no debería afectar a los usuarios, en apariencia. Pero se convierte en
un mecanismo de demora y sufrimiento, pues, si la enfermedad no está en el POS,
requiere la autorización del Comité Técnico Científico (CTC). Entre tanto,
pasan días o semanas. ¿No significa esto un daño para el paciente, sólo por
estar pensando en qué instancia paga y cuánto paga?
Pero
todo esto está en la norma. Seguramente ACEMI mostrará en su defensa que esto
hace parte de las reglas establecidas en el sistema y que, por lo tanto, no ha
cometido ningún delito.
No
es, pues, un asunto de corrupción, sino que toca a la propia estructura de la
regulación y de la intermediación financiera.
El
valor de la UPC
El
segundo ejemplo es más sutil y complejo, pero también pone en evidencia los
problemas estructurales del sistema. Consiste en que las EPS no entregan la
información veraz y suficiente para que el Estado establezca el valor de la UPC
cada año, por intermedio de la Comisión de Regulación en Salud (CRES).
Tanto
el Centro de Investigaciones para el Desarrollo (CID) de la Universidad
Nacional, como los técnicos del Ministerio de la Protección Social, encontraron
a finales de 2010 que la información sobre el gasto de la UPC en el año 2009
había aumentado respecto de 2008 en un porcentaje exagerado -entre el 16 y el 24
por ciento- especialmente en medicamentos, y en algunas EPS mucho más que en
otras. Supuestamente se trataba de un error, curiosamente sistemático y en
diferentes EPS.
Allí
aparece el efecto perverso de la estructura de regulación del sistema. Como la delegación
consiste en pagar una póliza anual (UPC) por cada afiliado, a cambio de un plan
de beneficios (POS), el Estado debe revisar cada cierto tiempo si es suficiente
la UPC para garantizar el POS. Pero como las EPS son las que dicen cuánto y
cómo se lo gastaron, aprenden que entre más se gasten, más les aumentarán el
siguiente año.
Antes
buscaban gastarse los recursos en infraestructura. Pero como se les impuso una
limitación a esta práctica y a la integración vertical entre la EPS y sus
prestadores, encontraron otra fórmula: conformar grupos empresariales. Si las
EPS se gastan la UPC en comprarle más caro los insumos y servicios a empresas
de su mismo grupo económico, podrán pasar los recursos de un bolsillo al otro.
Esto es precisamente lo que ha ocurrido con las EPS más grandes.
En
conclusión, mientras no cambie el mecanismo estructural de la intermediación
financiera, no alcanzarán los recursos disponibles para garantizar el derecho a
la salud y superar el negocio que hoy existe. Por el contrario, dejar a unas
pocas EPS no hará más que profundizar la tendencia hacia el monopolio.
Hay
alternativas
Existen
varias alternativas en el mundo para garantizar el derecho a la salud, aún en
el marco de sociedades capitalistas o de mercado. Pero el punto central
consiste en que en ellas el derecho a la salud se considera una condición
implícita de la ciudadanía y no está ligada a la capacidad de pago. Es decir,
el derecho se garantiza por el hecho de ser ciudadano y no por pagar una
cotización o por demostrar ser pobre.
La
manera más eficaz para lograr esta universalidad es integrando el esfuerzo de
toda la sociedad, mediante una gran capacidad de organización del sistema por
parte del Estado. Esto ya sería posible hoy en Colombia mediante la
articulación de dos mecanismos: un fondo público único y una administración
pública, territorial y poblacional de los recursos.
El
primero consiste en la integración de los recursos fiscales (impuestos) y
parafiscales (cotizaciones), ambos de carácter público, en un fondo único. Este
fondo se convertiría en el máximo garante de la universalidad y no requiere
diferenciar entre quien paga y quien no paga directamente, puesto que toda la
población paga de alguna forma. Los pobres, por ejemplo, pagan por su salud
cada vez que se toman una cerveza o compran un chance.
El
segundo consiste en administrar estos recursos a través de nuevas entidades del
orden territorial, con personería jurídica y carácter público, fuertemente
vigiladas y con amplia participación social: las administradoras territoriales.
Estas
entidades deberán integrar la atención de las personas, en todos sus
componentes –promoción de la salud, prevención de la enfermedad, curación,
rehabilitación, cuidados paliativos– con el conjunto de acciones intersectoriales
que permiten mejorar las condiciones de vida, como agua potable, saneamiento,
vivienda y hábitat saludables, nutrición, educación, entre otras.
Las
administradoras territoriales deberán atender por regiones sanitarias, hasta
los municipios más pequeños, según las necesidades y condiciones de vida y de
salud de la población a cargo. Sólo así podrán dar cuenta de las
particularidades étnicas, sociales o ambientales, con base en un modelo de
salud pública y de atención integral que incorpore la estrategia de Atención
Primaria en Salud (APS) junto con las redes integradas de servicios de salud,
como ha venido promoviendo la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Bajo
este esquema público y verdaderamente universal no habría EPS, ni POS, ni UPC,
ni regímenes, sino un servicio único con algunas exclusiones concertadas, como
los servicios experimentales, o los suministrados en el exterior o los
estrictamente estéticos. Y, sin duda, los recursos, que no son pocos,
alcanzarían para garantizar el derecho fundamental a la salud.
Pero
lograr un cambio estructural del sistema requiere que la población, los
ciudadanos y ciudadanas, lo quieran y lo defiendan. Si seguimos aceptando que
más vale ser rico y sano que pobre y enfermo no podremos esperar otra cosa
diferente de lo que hay. Un cambio es posible si mucha, muchísima gente así lo
cree y lo exige.
*
Médico, especialista en Bioética, magíster y doctor en Historia, Profesor
Asociado del Departamento de Salud Pública, Facultad de Medicina, Universidad
Nacional de Colombia, Sede Bogotá.
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