Desde hace meses, Colombia, parte viva de la comunidad internacional, ingresa en la crisis económica. Sus exportaciones decaen, los ingresos se reducen, el desempleo aumenta, los salarios galopan a la baja, la deuda se incrementa, la especulación financiera informal se roba millones del ahorro de los más pobres, y la formal no cesa de embargar a miles de familias que procuran vivienda o están dominadas por un modelo de consumo icono de la felicidad.
Otras manifestaciones de una crisis mucho más global o sistémica ya la afectaban. Es preciso recordarlas y ponerlas en su lugar.
En el medio ambiente. con el deshielo de los nevados del Tolima y Manizales, la inundación permanente de tierras planas por donde corren ríos como el Magdalena, el Cauca, el Atrato, el Mira, el Telembí; con la contaminación de sus suelos por la implementación de la “revolución verde” y la aspersión de químicos sobre amplios territorios sembrados de coca y amapola; con el crecimiento desmesurado de las ciudades bajo el dominio del automóvil y el petróleo, por hábitos y consumos sumidos en el derroche y la utilización demencial de la naturaleza.
En el mundo del trabajo. Con una tasa de desempleo nunca menor del 10 por ciento y subempleo no inferior al 60; millones de sus hijos e hijas en la calle, en el rebusque, en la inacción, desperdiciando sus mejores capacidades y sus mejores años de vida; con un indefendible modelo de trabajo que no permite satisfacer las necesidades básicas de millones de connacionales ni su realización como seres humanos.
En los valores sustanciales. Los que dan sentido al ser humano como animal consciente. La insolidaridad, monstruosamente sustancial para los sectores más ricos, se torna referente que gana cada vez más aceptación entre los excluidos. De su mano se hace norma lo ilógico: unos pocos tienen mucho, mientras los muchos acceden a poco, y a muy poco.
En la paz. Con ventaja para el poder, perdida como derecho y valor sustancial para la vida y el progreso, las armas –con intervención extranjera- se toman el escenario que debiera tener la palabra. Así, sin espacio para rehacer el poder, el país asiste a la profundización de la brecha entre ricos y pobres, entre campo y ciudad, entre manipulación y verdad, entre soberanía y obsecuencia con el capital internacional.
En el modelo de desarrollo. Que además de todas sus limitantes intrínsecas y las perversidades que le son inherentes, la fase neoliberal profundizó desigualdades e injusticias mediante la privatización de todo lo público, con mayores tarifas para los hogares, y un creciente número de excluidos del acceso a derechos como el agua y la luz. He ahí las consecuencias más notorias de la inversión de la propiedad estratégica del país.
Pero será peor. Recientemente, funcionarios del alto gobierno han reconocido que en los próximos meses el país tendrá un millón más de desempleados, como mínimo, que se sumarán a los casi tres millones ya registrados y también a los informales, que verán agravada su situación por la contracción de las ventas que se viene.
Es hora de salir adelante
Es lugar común decir que toda crisis trae consigo oportunidades. Si asumimos como norma tal planteamiento, a quienes habitan esta región del mundo les corresponde dejar a un lado el dolor y el miedo, y teñir de imaginación la coyuntura, desafío más urgente si miramos el entorno en el cual el vecindario vive procesos de transición política, económica y social, en procura de justicia, democracia plena y felicidad.
Llama la atención el silencio que guardan las fuerzas políticas y sociales en el país. Ni el desastre en curso parece conmoverlas, lejanas de los medios de comunicación pero también de la calle.
Es, entonces, la hora de la imaginación. De las alternativas. El primer reto es para la sociedad organizada, al frente los trabajadores, baluartes en otros tiempos de luchas por la justicia, que ahora deben superar el defensismo en que se encuentran, en una dinámica campaña conducente a salud y seguridad social, pleno empleo, paz, acción sindical como derecho primordial de quienes laboran con patrón, y reestatización de los bienes sociales estratégicos: agua, luz, comunicaciones, transporte, salud.
Para ganar los oídos de la sociedad, aquéllos deben reestructurar sus organizaciones, abriendo servicios y chances para el conjunto social. La sindicalización debe reorganizarse hacia cada rama de la producción, así los trabajadores no estén formalmente vinculados a una empresa, brindándoles capacitación en distintos ámbitos del conocimiento; fundando empresas de base que partan de modelos solidarios; aprovechando las experiencias productivas del continente; creando referencias de otra sociedad posible.
Han de saber los trabajadores que hay modelos exitosos que implican justicia social y crean un ambiente propicio para retomar la solidaridad como fundamento de la convivencia. Por ejemplo, está en mora la implementación de la “renta básica”, modelo de redistribución social que, considerando a todos por igual, establece una forma única de seguridad universal (eliminando la escala contributiva, subsidiados y otros hoy dominantes), además de hacer beneficiarios a todos, en líquida moneda, de los ingresos brutos que llegan al fisco. De implementarse, este modelo ya conocido en todo el mundo permitirá poner en práctica, además, una forma de seguridad social a la cual la persona tenga derecho simplemente por ser habitante de la Tierra.
En perspectiva de justicia social, y como parte de la real globalización hoy dominante, los trabajadores tienen el deber de construir sindicatos de índole global, y al mismo tiempo presionar por hacer efectiva –en un pacto entre los Estados– la responsabilidad internacional de las empresas, y en esta óptica asumir en el mediano plazo las empresas multinacionales como bienes estratégicos de la humanidad. La resistencia es una sola y así debe asumirse; las huelgas políticas habrán de ser el primero y efectivo paso que anuncie el arribo a esta nueva escala de organización de los trabajadores.
En esta misma lógica, se debe lanzar una campaña universal por la eliminación del empleo no decente, que presione por efectivas garantías de estabilidad y todos los demás derechos para el conjunto de trabajadores, a la par de poner en práctica unos comunes derechos laborales: jornada laboral de 35 horas, salario mínimo interprofesional, equitativo con el costo de vida de cada región del mundo, incrementado progresivamente hasta alcanzar el 60 por ciento del salario medio; protección ante el desempleo, reglamentado en un código internacional de los desempleados; reincorporación de los excluidos del trabajo por ser mayores de edad (entiéndase, 40 ó un poco más), pero también derecho a la jubilización plena a los 20 años de trabajo efectivo, sin importar la edad.
De igual modo, presión y aplicación de medidas efectivas que procuren un ambiente pleno; incorporación en los acuerdos sindicato-empresa de cláusulas de producción limpia, y de estímulo al consumo responsable e igualmente limpio. A la vez, concepción del Estado como garante de los pactos firmados y veeduría imparcial de los mismos, pero al mismo tiempo desarrollo de modelos de transporte masivos, integrales y corresponsables, y control riguroso de todo tipo de producción, para asegurar el respeto del medio ambiente y los derechos humanos. A la par, veto a la importación de productos no limpios.
Asimismo, una política ambiental que necesariamente vaya ligada a una reforma agraria integral, y con ella a políticas que hagan viable la soberanía alimentaria. Y de la mano de tierra para todos, la reforma urbana.
Hay otras muchas propuestas para abrir al debate y por liderar ante la sociedad toda. Para el caso colombiano, estas iniciativas pasan por la obligación de construir partidos políticos realmente alternativos e independientes, con movimientos sociales que se reclamen como parte esencial de la región, asumiendo que ninguna de estas ideas podrá materializarse a plenitud si éstas no se proyectan y se aplican de manera simultánea, como un solo territorio, en toda América Latina. Nuestra América.
Desde hace meses, Colombia, parte viva de la comunidad internacional, ingresa en la crisis económica. Sus exportaciones decaen, los ingresos se reducen, el desempleo aumenta, los salarios galopan a la baja, la deuda se incrementa, la especulación financiera informal se roba millones del ahorro de los más pobres, y la formal no cesa de embargar a miles de familias que procuran vivienda o están dominadas por un modelo de consumo icono de la felicidad.
Otras manifestaciones de una crisis mucho más global o sistémica ya la afectaban. Es preciso recordarlas y ponerlas en su lugar.
En el medio ambiente. con el deshielo de los nevados del Tolima y Manizales, la inundación permanente de tierras planas por donde corren ríos como el Magdalena, el Cauca, el Atrato, el Mira, el Telembí; con la contaminación de sus suelos por la implementación de la “revolución verde” y la asperción de químicos sobre amplios territorios sembrados de coca y amapola; con el crecimiento desmesurado de las ciudades bajo el dominio del automóvil y el petróleo, por hábitos y consumos sumidos en el derroche y la utilización demencial de la naturaleza.
En el mundo del trabajo. Con una tasa de desempleo nunca menor del 10 por ciento y subempleo no inferior al 60; millones de sus hijos e hijas en la calle, en el rebusque, en la inacción, desperdiciando sus mejores capacidades y sus mejores años de vida; con un indefendible modelo de trabajo que no permite satisfacer las necesidades básicas de millones de connacionales ni su realización como seres humanos.
En los valores sustanciales. Los que dan sentido al ser humano como animal consciente. La insolidaridad, monstruosamente sustancial para los sectores más ricos, se torna referente que gana cada vez más aceptación entre los excluidos. De su mano se hace norma lo ilógico: unos pocos tienen mucho, mientras los muchos acceden a poco, y a muy poco.
En la paz. Con ventaja para el poder, perdida como derecho y valor sustancial para la vida y el progreso, las armas –con intervención extranjera- se toman el escenario que debiera tener la palabra. Así, sin espacio para rehacer el poder, el país asiste a la profundización de la brecha entre ricos y pobres, entre campo y ciudad, entre manipulación y verdad, entre soberanía y obsecuencia con el capital internacional.
En el modelo de desarrollo. Que además de todas sus limitantes intrínsicas y las perversidades que le son inherentes, la fase neoliberal profundizó desigualdades e injusticias mediante la privatización de todo lo público, con mayores tarifas para los hogares, y un creciente número de excluidos del acceso a derechos como el agua y la luz. He ahí las consecuencias más notorias de la inversión de la propiedad estratégica del país.
Pero será peor. Recientemente, funcionarios del alto gobierno han reconocido que en los próximos meses el país tendrá un millón más de desempleados, como mínimo, que se sumarán a los casi tres millones ya registrados y también a los informales, que verán agravada su situación por la contracción de las ventas que se viene.
Es hora de salir adelante
Es lugar común decir que toda crisis trae consigo oportunidades. Si asumimos como norma tal planteamiento, a quienes habitan esta región del mundo les corresponde dejar a un lado el dolor y el miedo, y teñir de imaginación la coyuntura, desafío más urgente si miramos el entorno en el cual el vecindario vive procesos de transición política, económica y social, en procura de justicia, democracia plena y felicidad.
Llama la atención el silencio que guardan las fuerzas políticas y sociales en el país. Ni el desastre en curso parece conmoverlas, lejanas de los medios de comunicación pero también de la calle.
Es, entonces, la hora de la imaginación. De las alternativas. El primer reto es para la sociedad organizada, al frente los trabajadores, baluartes en otros tiempos de luchas por la justicia, que ahora deben superar el defensismo en que se encuentran, en una dinámica campaña conducente a salud y seguridad social, pleno empleo, paz, acción sindical como derecho primordial de quienes laboran con patrón, y reestatización de los bienes sociales estratégicos: agua, luz, comunicaciones, transporte, salud.
Para ganar los oídos de la sociedad, aquéllos deben reestructurar sus organizaciones, abriendo servicios y chances para el conjunto social. La sindicalización debe reorganizarse hacia cada rama de la producción, así los trabajadores no estén formalmente vinculados a una empresa, brindándoles capacitación en distintos ámbitos del conocimiento; fundando empresas de base que partan de modelos solidarios; aprovechando las experiencias productivas del contiente; creando referencias de otra sociedad posible.
Han de saber los trabajadores que hay modelos exitosos que implican justicia social y crean un ambiente propicio para retomar la solidaridad como fundamento de la convivencia. Por ejemplo, está en mora la implementación de la “renta básica”, modelo de redistribución social que, considerando a todos por igual, establece una forma única de seguridad universal (eliminando la escala contribuitiva, subsidiados y otros hoy dominantes), además de hacer beneficiarios a todos, en líquida moneda, de los ingresos brutos que llegan al fisco. De implementarse, este modelo ya conocido en todo el mundo permitirá poner en práctica, además, una forma de seguridad social a la cual la persona tenga derecho simplementemente por ser habitante de la Tierra.
En perspectiva de justicia social, y como parte de la real globalización hoy dominante, los trabajadores tienen el deber de construir sindicatos de índole global, y al mismo tiempo presionar por hacer efectiva –en un pacto entre los Estados– la responsabilidad internacional de las empresas, y en esta óptica asumir en el mediano plazo las empresas multinacionales como bienes estratégicos de la humanidad. La resistencia es una sola y así debe asumirse; las huelgas políticas habrán de ser el primero y efectivo paso que anuncie el arribo a esta nueva escala de organización de los trabajadores.
En esta misma lógica, se debe lanzar una campaña universal por la eliminación del empleo no decente, que presione por efectivas garantías de estabilidad y todos los demás derechos para el conjunto de trabajadores, a la par de poner en práctica unos comunes derechos laborales: jornada laboral de 35 horas, salario mínimo interprofesional, equitativo con el costo de vida de cada región del mundo, incrementado progresivamente hasta alcanzar el 60 por ciento del salario medio; protección ante el desempleo, reglamentado en un código internacional de los desempleados; reincorporación de los excluidos del trabajo por ser mayores de edad (entiéndase, 40 ó un poco más), pero también derecho a la jubilización plena a los 20 años de trabajo efectivo, sin importar la edad.
De igual modo, presión y aplicación de medidas efectivas que procuren un ambiente pleno; incorporación en los acuerdos sindicato-empresa de cláusulas de producción limpia, y de estímulo al consumo responsable e igualmente limpio. A la vez, concepción del Estado como garante de los pactos firmados y veeduría imparcial de los mismos, pero al mismo tiempo desarrollo de modelos de transporte masivos, integrales y ecorresponsables, y control riguroso de todo tipo de producción, para asegurar el respeto del medio ambiente y los derechos humanos. A la par, veto a la importación de productos no limpios.
Asimismo, una política ambiental que necesariamente vaya ligada a una reforma agraria integral, y con ella a políticas que hagan viable la soberanía alimentaria. Y de la mano de tierra para todos, la reforma urbana.
Hay otras muchas propuestas para abrir al debate y por liderar ante la sociedad toda. Para el caso colombiano, estas iniciativas pasan por la obligación de construir partidos políticos realmente alternativos e independientes, con movimientos sociales que se reclamen como parte esencial de la región, asumiendo que ninguna de estas ideas podrá materializarse a plenitud si éstas no se proyectan y se aplican de manera simultánea, como un solo territorio, en toda América Latina. Nuestra América.
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