El capitalismo, lejos de colapsar, demostraba su capacidad para recurrir a formas extremas de dictadura reaccionaria con el fin de preservar el poder de las clases dominantes.
El paso de "clase contra clase" a los Frentes Populares expresa uno de los dilemas centrales de las izquierdas:
cómo articular la defensa inmediata de conquistas democráticas con un proyecto de transformación social profunda, y cómo combinar principios estratégicos con la correlación real de fuerzas
"Madrid será la tumba del franquismo". El lema de los madrileños durante la defensa de la capital: "¡No pasarán!"EFE
Por Manu Pineda
Responsable de Solidaridad Internacional de Izquierda Unida
publico.es/24/12/2025 07:27
“La historia enseña, pero no tiene discípulos.”
Antonio Gramsci
La historia del movimiento obrero y de las izquierdas no puede comprenderse como una línea recta de avances progresivos hacia la emancipación. Es, más bien, una acumulación compleja de experiencias, atravesada por derrotas, rectificaciones, tensiones internas y aprendizajes obtenidos, casi siempre, en condiciones extremas. En ese recorrido accidentado, uno de los momentos más decisivos, y más ricos en enseñanzas para el presente, fue el giro estratégico que la Internacional Comunista formalizó en 1935 con la adopción de la política de Frentes Populares. Aquel fue una transformación profunda en la forma en que el comunismo internacional interpretaba la realidad histórica, identificaba a su enemigo principal, concebía el sujeto del cambio social y jerarquizaba las tareas inmediatas de la lucha política.
Para comprender la magnitud de este viraje resulta imprescindible analizarlo en contraste con la línea estratégica que lo precedió, conocida como la política de "clase contra clase", elaborada durante el llamado "tercer periodo" del capitalismo y adoptada oficialmente en el VI Congreso de la Internacional Comunista en 1928. Solo desde esa comparación es posible extraer enseñanzas útiles para el presente, especialmente en un contexto marcado nuevamente por el avance de fuerzas reaccionarias y neofascistas y por la persistente fragmentación de las izquierdas.
La política de "clase contra clase" se apoyaba en una lectura profundamente determinista, casi catequística, del análisis sobre el desarrollo capitalista. Según la teoría del tercer periodo, el capitalismo habría entrado en su fase terminal, caracterizada por crisis económicas cada vez más profundas, una polarización social extrema y una radicalización inevitable de la lucha de clases que abriría de forma casi automática la vía a la revolución socialista. En este marco interpretativo, la historia parecía avanzar por una lógica propia, casi mecánica, en la que la acción política consciente desempeñaba un papel secundario. La tarea de los partidos comunistas no consistía tanto en construir amplias alianzas como en preservar la pureza revolucionaria y acelerar el colapso del sistema.
Desde esta perspectiva, cualquier alianza con fuerzas no comunistas era vista no solo como innecesaria, sino como objetivamente perjudicial. La socialdemocracia, lejos de ser considerada un aliado potencial frente a la reacción, fue caracterizada como el enemigo principal dentro del propio movimiento obrero, bajo la célebre y polémica etiqueta de "socialfascismo". Esta caracterización implicaba sostener que los partidos socialdemócratas desempeñaban, en última instancia, la misma función histórica que el fascismo: desactivar la radicalización revolucionaria de la clase trabajadora, canalizar el descontento social hacia reformas limitadas y preservar el orden capitalista. En consecuencia, la lucha contra la socialdemocracia pasaba a ocupar un lugar prioritario, incluso por encima de la lucha contra las fuerzas reaccionarias abiertas.
Las consecuencias prácticas de esta orientación fueron devastadoras. En numerosos países, los partidos comunistas quedaron crecientemente aislados de amplios sectores populares, incapaces de articular políticas unitarias y condenados a una marginalidad que contrastaba dramáticamente con la gravedad del momento histórico. El caso alemán constituye el ejemplo más trágico y elocuente de este fracaso estratégico. Durante los años decisivos que precedieron al acceso de Adolf Hitler al poder, el Partido Comunista de Alemania, siguiendo estrictamente la línea de la Internacional, rechazó cualquier alianza estable con el Partido Socialdemócrata, incluso cuando el peligro nazi se hacía cada vez más evidente. La fragmentación del movimiento obrero, la competencia sectaria entre sus principales organizaciones y la ausencia de un frente común de defensa facilitaron objetivamente la victoria del nazismo en 1933. Aquella derrota no fue solo alemana: fue una derrota histórica del conjunto del movimiento obrero europeo.
El ascenso del fascismo en Alemania, Italia y otros países europeos no solo no confirmó la hipótesis de una crisis final del capitalismo que abriría directamente la vía a la revolución socialista, al contrario, reveló una realidad mucho más peligrosa y dramática: el capitalismo, lejos de colapsar, demostraba su capacidad para recurrir a formas extremas de dictadura reaccionaria con el fin de preservar el poder de las clases dominantes. La crisis no conducía a la emancipación, desembocaba en la barbarie nazifascista.
Esta constatación obligó a una revisión profunda del análisis estratégico. El giro se formalizó en el VII Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en 1935, bajo el liderazgo político e intelectual de Georgi Dimitrov. Su informe central no solo redefinió el fascismo, sino que reordenó por completo las prioridades del movimiento comunista internacional. Dimitrov sostuvo que el fascismo no era un poder situado "por encima de las clases", sino "la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero". Esta definición tenía implicaciones decisivas. Si el fascismo era la forma extrema del poder del capital en crisis, la tarea inmediata no podía ser la lucha aislada por el socialismo, sino la construcción de una amplia alianza social y política capaz de derrotarlo.
De esta nueva lectura surgió la política de Frentes Populares, basada en una doble articulación. Por un lado, el Frente Único Obrero, es decir, la unidad de acción entre comunistas, socialistas y otras organizaciones de la clase trabajadora. Por otro, la ampliación de esa unidad a sectores no proletarios —campesinado, pequeña burguesía urbana, intelectuales y partidos republicanos— en defensa de objetivos democráticos elementales: las libertades públicas, la legalidad democrática, la paz y la soberanía nacional. Esta estrategia implicaba, de manera explícita, postergar la lucha inmediata por la revolución socialista y asumir que la derrota del fascismo constituía una condición previa e ineludible para cualquier avance ulterior. La consigna que sintetizaba esta lógica era clara: primero ganar la guerra, luego hacer la revolución.
Este cambio no fue ni automático ni exento de resistencias. Muchos cuadros formados en la lógica del tercer periodo percibieron la nueva orientación como una claudicación ideológica o una deriva reformista. Sin embargo, el giro estuvo alimentado por experiencias nacionales concretas que demostraban, en la práctica, los límites del sectarismo y las potencialidades reales de la unidad antifascista. Entre ellas, las de España y Francia desempeñaron un papel decisivo.
En el caso español, la transformación del Partido Comunista de España bajo la dirección de José Díaz constituye uno de los procesos más significativos de adaptación estratégica en la historia del comunismo europeo. Cuando Díaz asumió la secretaría general en 1932, el PCE era una organización marginal, debilitada por el sectarismo y prácticamente aislada del resto del movimiento obrero. La proclamación de la Segunda República había sido recibida por la dirección anterior con una hostilidad doctrinaria que la alejaba tanto de socialistas como de republicanos y anarquistas.
Bajo la dirección de José Díaz, el PCE impulsó de forma progresiva las distintas fases que posteriormente la Internacional Comunista generalizaría para el conjunto de los partidos comunistas. En primer lugar, promovió el Frente Único Obrero, buscando el acercamiento a socialistas y anarquistas para acciones comunes, como ocurrió de manera destacada en la insurrección de octubre de 1934 en Asturias, donde comunistas y socialistas combatieron juntos. En segundo lugar, avanzó hacia la ampliación de la unidad a fuerzas republicanas, negociando con partidos burgueses de izquierda como Izquierda Republicana de Manuel Azaña y Unión Republicana de Martínez Barrio, algo impensable bajo la política anterior. Finalmente, contribuyó a la elaboración de una plataforma programática mínima, materializada en el programa del Frente Popular español firmado en enero de 1936, un documento deliberadamente moderado que priorizaba la defensa de la República democrática, la amnistía para los represaliados de 1934 y reformas sociales básicas, posponiendo explícitamente la revolución socialista.
José Díaz comprendió que el ascenso de la derecha reaccionaria, encarnada políticamente en la CEDA, y el contexto internacional marcado por el triunfo del fascismo exigían una reorientación profunda. La derrota de la insurrección de octubre de 1934 reforzó la convicción de que la unidad no era una opción táctica coyuntural, sino una necesidad histórica. Su intervención en el VII Congreso de la Internacional aportó un análisis concreto de la situación española que tuvo un peso real en los debates, mostrando cómo el sectarismo había debilitado a la izquierda y cómo la política de unidad comenzaba a ofrecer resultados tangibles.
Mientras José Díaz articulaba el viraje estratégico desde el plano organizativo, Dolores Ibárruri desempeñó un papel fundamental en el terreno simbólico y cultural. Su capacidad oratoria y su profunda conexión emocional con las masas populares permitieron traducir la política de Frentes Populares en un lenguaje comprensible y movilizador. Ibárruri supo integrar la defensa de la República, de la vida cotidiana y de la dignidad nacional en un discurso antifascista capaz de generar hegemonía. Su consigna "¡No pasarán!" condensó una estrategia política compleja en una expresión de resistencia colectiva que trascendió fronteras y se convirtió en símbolo universal del antifascismo.
La influencia de Ibárruri trascendió el ámbito nacional. Su participación en los foros de la Internacional Comunista y su relación política con Dimitrov la situaron como una figura de referencia internacional, ejemplo de cómo los comunistas podían conectar con amplias mayorías sociales sin renunciar a su identidad. En este sentido, su papel fue complementario al de José Díaz: él representaba la reorganización estratégica; ella, la construcción de hegemonía emocional y cultural del antifascismo.
En Francia, la experiencia del Partido Comunista Francés reforzó igualmente el giro estratégico. La crisis del 6 de febrero de 1934, cuando las ligas fascistas intentaron desestabilizar el régimen parlamentario, provocó una respuesta unitaria desde abajo que obligó a las direcciones políticas a institucionalizar la colaboración. Maurice Thorez impulsó una política de "mano tendida" que incluía alianzas con fuerzas republicanas de la pequeña burguesía. Los éxitos electorales y la movilización social del Frente Popular francés fueron presentados como prueba empírica de la validez de la nueva línea.
El giro en la política de la Internacional Comunista se formalizó definitivamente en el VII Congreso celebrado entre julio y agosto de 1935. Contrariamente a la imagen de una Internacional que dictaba políticas de forma unilateral, el viraje hacia los Frentes Populares fue en buena medida el resultado de presiones desde los partidos nacionales que enfrentaban directamente la amenaza fascista. Las experiencias española y francesa proporcionaron argumentos decisivos a Dimitrov para vencer las resistencias internas. En el Congreso, José Díaz presentó un informe detallado sobre la situación española; Dolores Ibárruri intervino con su característica fuerza política; y Maurice Thorez expuso el caso francés como ejemplo de crecimiento político mediante la unidad.
En su informe central, Dimitrov sintetizó estas experiencias nacionales en una línea política coherente. El enemigo principal dejaba de ser la socialdemocracia para convertirse, sin ambigüedades, en el fascismo. Se establecía una estrategia por etapas: primero derrotar al fascismo y defender la democracia burguesa; después, en una fase posterior, luchar por el socialismo. Se ampliaba el sujeto político de la transformación, incorporando a sectores no proletarios, y se asumía una flexibilidad táctica adaptada a las condiciones nacionales.
La aplicación de esta política no estuvo exenta de tensiones y contradicciones. En España, sectores del PCE, especialmente de la Juventud Comunista y cuadros formados en la etapa "clase contra clase", veían el Frente Popular como una capitulación ante la burguesía. Dolores Ibárruri y José Díaz dedicaron enormes esfuerzos a explicar que no se abandonaba el objetivo socialista, sino que se reordenaban las prioridades históricas. La CNT-FAI mantuvo una relación ambivalente con el Frente Popular, participando de facto sin firmar el pacto electoral. Durante la guerra, estas tensiones estallarían en los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona. Los anarquistas y los trotskistas del POUM se opusieron frontalmente a la política de alianzas y al programa moderado, chocando con la línea de "primero ganar la guerra y luego hacer la revolución" defendida por el PCE, el PSUC y el gobierno republicano.
Las críticas provenientes del izquierdismo, especialmente del trotskismo, denunciaron los Frentes Populares como una forma de colaboración de clases. Estas críticas forman parte del debate histórico y no deben ser ignoradas. Sin embargo, lo que resulta incuestionable es que los Frentes Populares permitieron frenar, aunque fuera temporalmente, el avance fascista, movilizar a millones de personas y transformar partidos comunistas marginales en fuerzas de masas con influencia real.
En última instancia, el paso de "clase contra clase" a los Frentes Populares expresa uno de los dilemas centrales de las izquierdas: cómo articular la defensa inmediata de conquistas democráticas con un proyecto de transformación social profunda, y cómo combinar principios estratégicos con la correlación real de fuerzas. Lejos de ser un debate cerrado, esta cuestión interpela directamente a las izquierdas contemporáneas, enfrentadas de nuevo al avance de fuerzas reaccionarias y a la tentación permanente del sectarismo.
La historia ofrece lecciones claras. Dividir a la izquierda en contextos de ofensiva fascista no es una muestra de radicalidad, sino una irresponsabilidad histórica. Como entendieron Dimitrov, José Díaz y Dolores Ibárruri, la unidad no es una renuncia, sino una condición de posibilidad para resistir, defender y avanzar. La historia enseña; la pregunta, hoy como ayer, es si estaremos dispuestos a aprender.
__________
Fuente:
