¿Contra las drogas?
Desde Río de Janeiro hasta el Caribe, los operativos policiales y militares repiten la lógica de la represión antes que la del cuidado
Ana Cristina Bracho
almaplus.tv 30 Octubre
Cuando unos imponen guerras, otros siembran conciencia y soberanía
Hay que tener fuerza para leer con calma los titulares de los últimos días. El dedo, puesto sobre el Caribe, parece querer que no veamos las otras líneas. La gran victoria de un régimen abiertamente enemigo de las clases populares, como el de Argentina, parece un símbolo de estos tiempos. Las elecciones se ganan en el sentir y no en el pensamiento como se ha dicho desde hace tantas décadas y desde que vivimos solo con una parte del ojo en donde estamos y el cerebro en el entramado digital somos más manipulables.
¿Es realmente una generación cansada, que busca libertad lo que movió los hilos unas semanas atrás en Nepal? ¿La declaratoria de paz en Gaza fue algo más que un punzón para disminuir la solidaridad con Palestina mientras día a día sigue siendo asesinado un pueblo? Y mientras tanto, ¿qué pasa en América Latina? ¿Por qué en las noticias se está normalizando el horror?
Desde Brasil ha llegado un grito escalofriante que denuncia que un “megaoperativo, culminó con más de 132 muertos en dos favelas de Río de Janeiro tomadas por el narcotráfico” en lo que se constituye en la acción policial más mortífera en la historia contemporánea del Brasil, festejada por el gobernador de corte bolsonarista y que supera cualquier acción que la temida dictadura del siglo XX haya cometido.
Por estas acciones, el Poder Judicial ha anunciado que el gobernador de Río de Janeiro, Claudio Castro tendrá que rendir declaraciones y el secretario general de la ONU, António Guterres, se ha mostrado «profundamente preocupado por el elevado número de víctimas mortales ocurridas ayer durante el operativo policial en las favelas»
Un problema del siglo XX
La historia de la humanidad es también la de las sustancias psicotrópicas. Solo por tener algunas referencias podemos notar que, en cuevas del Neolítico, datadas de entre 8,000–10,000 a.C., se hallaron rastros de amapola y cannabis, mientras que en algunas pinturas rupestres, como las de Tassili n’Ajjer (Sahara), se representan figuras humanas con hongos, posiblemente enteógenos.
Dicho lo anterior, hasta hace relativamente poco tiempo sustancias como el opio, la morfina, la cocaína o el cannabis eran de uso legal y medicinal en gran parte del mundo. Al tiempo que empezaron a ser parte fundamental de las guerras. Por ejemplo, es común que en China al explicar su política contra las drogas se recurra a la memoria para recordar cómo los intentos de colonizar su país pasaron por la introducción del opio.
Dicho eso, podemos marcar una línea para ver la modernidad del tema cuando tenemos en cuenta que fue en 1971, cuando el presidente Richard Nixon declaró que “las drogas son el enemigo público número uno de Estados Unidos” y desde entonces muchos actos de represión política o de persecución de colectivos -en especial pobres y afros- fueron justificados dentro de este cuadro.
Dicho esto, también se ha señalado que la droga al tomar los barrios afros proporcionó la excusa que permite el encarcelamiento masivo de esta población, que hace funcionar el sistema penitenciario más grande del mundo y cuya existencia incluye una importante economía.
De problema local, en las siguientes décadas Estados Unidos se acostumbró a utilizar esta bandera para mantener control del mundo y en especial, de América Latina. Bajo este pretexto, Estados Unidos ha intervenido en Colombia, en México, en Perú, Bolivia y en Panamá.
Las sangrientas luchas contra las drogas
En Colombia, donde se desarrolló el denominado “Plan Colombia” como un programa bilateral entre Estados Unidos y Colombia, cuyo objetivo declarado era “reducir la producción y tráfico de drogas, fortalecer las instituciones del Estado y promover la paz y el desarrollo”, se generaron graves consecuencias humanitarias sostenidamente denunciadas. En las zonas donde se aplicó se ha revelado como al menos 6 millones de personas fueron desplazadas internamente, una situación que afectó especialmente a campesinos, comunidades indígenas y afrodescendientes que perdieron la vida, sus tierras y sus medios de subsistencia, quedando aún por medir que las consecuencias de las fumigaciones masivas que se hicieron con glifosato, declarado por la OMS como “probablemente cancerígeno para los humanos”.
En este marco, también se denunciaron masacres, ejecuciones extrajudiciales y criminalización colectiva de las poblaciones. Irónicamente -o no- al cierre de la operación, la cantidad de droga que se producía era similar a la reportada en el año 2000, cuando inició el programa, presentando tan solo variaciones en los lugares en que la siembra se realizaba.
De modo, que con semejante balance humano, una inversión superior a 10.000 millones USD, los objetivos planteados no se lograron. En esto, también podemos ver la situación de Afganistán, donde cuando Estados Unidos se retiró, en agosto de 2021, tras casi 20 años de ocupación, la situación de las drogas en el país era “crítica y compleja”.
En México, donde se declaró la “guerra a las drogas” en 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón desplegó al ejército para combatir a los cárteles del narcotráfico, el país ha enfrentado una crisis humanitaria caracterizada por violencia extrema, impunidad y graves violaciones de derechos humanos. Una de las consideradas más difíciles de la región por la ONU.
En el presente, una de las acciones estatales más revisadas en esta materia fue la guerra contra las drogas en Filipinas, en la que la Comisión de Derechos Humanos de ese país (CHR) y la ONU, estiman que entre 6,000 y 30,000 personas fueron asesinadas. Por estos hechos, la Corte Penal Internacional desarrolla un juicio contra el expresidente Rodrigo Duterte.
Un problema de salud pública
La antigüedad del problema, como la manera en la que con el avance de la civilización se han inventado nuevos y más poderosos psicotrópicos, nos permite darnos cuenta de que es un asunto complejo. Tanto como es evidente que su persecución, de la manera en la que se ha desarrollado, no ha sido la más eficiente y ha venido marcada de serios cuestionamientos en materia de derechos humanos.
Son muchos los mecanismos que son enunciados en los estudios, tales como políticas que sigan los flujos del dinero o mejores campañas de salud pública, donde la prevención del consumo sea fundamental, así como mecanismos que permitan a las personas emplearse de manera legal, dedicándose a oficios compatibles con el bien común.
Entonces, para funcionar, ¿no debería la lucha contra la droga ser fundamentalmente el combate de la pobreza, de la desinformación y de la exclusión? Más de cincuenta años de una manera de combatir que deja estos resultados deberían ser objeto de una profunda lectura si el objetivo es realmente proteger las poblaciones de estos males y no usarlos como un motivo para actuar en contra de países y de personas.
Sin embargo, parece que la realidad no va por acá. Las ejecuciones extrajudiciales no tan solo se muestran como el procedimiento que Estados Unidos aspira aplicar, sino que se transmiten de manera sensacionalista, fuera de cualquier marco jurídico o de consideración de derechos humanos, al tiempo que las consideraciones de las instancias especializadas se omiten para favorecer una retórica que no tiene más fuerza que su repetición y espectacularidad.
A diferencia de las películas, las víctimas en estas actuaciones son reales, aunque sus historias sean absolutamente delirantes. Leamos tan solo lo que se ha narrado de uno de los supervivientes del ataque del 16 de octubre de este año, “el sobreviviente del ataque militar de Estados Unidos contra una embarcación que presuntamente transportaba drogas en el mar Caribe, identificado como Andrés Fernando T., fue liberado tras ser evaluado médico y no haber sido inculpado de ningún delito en Ecuador”
Lo ocurrido en Brasil, donde la policía enfrentó una estructura criminal que tenía cómo resistir fuertemente —todo esto según la prensa internacional— es la masacre más grande en aquel país y se hizo en el marco de una operación que tenía “como objetivo cumplir 100 órdenes de arresto e impedir el avance territorial del Comando Vermelho (CV), la organización criminal más antigua del estado.”
Es decir, que, según los datos que el mismo Estado ha reconocido, ya generó un número de bajas superior al de los objetivos que aspiraba capturar. Seguramente, las próximas semanas seguirán saliendo detalles de lo ocurrido, incluyendo voces de familiares que denuncian que han sido asesinadas personas que no tenían vinculaciones con la organización.
¿Cómo podemos mirar estos temas desde nuestro sur, desde la defensa de los derechos humanos? Mientras esto pasa, sigue la derecha tomando espacios con base en la supuesta legitimidad de acciones que criminalizan, que justifican masacres e incluso invasiones. Así de delicada la realidad. Así de necesario el deber de involucrarnos en la construcción de esos otros mundos posibles, libres de drogas, pero llenos de vida.
De allí, que esperaríamos ver cada vez más noticias de coordinación internacional, decomisos, destrucciones de laboratorios, interceptación dentro de la legalidad de los medios de transporte y sobre todo acciones que vayan al corazón del problema, tanto de las causas por las que estas sustancias son producidas, como consumidas, centradas en acabar con los grandes traficantes del dolor y la pobreza, que son los que se lucran con estas empresas perversas. En la espera, solo el deseo que las fotos de cuerpos apilados no nos resulten normales en las calles de ninguna ciudad, en el corazón de ninguna barriada, bajo ninguna excusa.
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Ana Cristina Bracho
Abogada, escritora y columnista venezolana. Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” 2023 en opinión. Premio Aníbal Nazoa en la categoría opinión en medios digitales 2019.
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