Nos estamos jugando el futuro, pero también el presente. Y si no despertamos pronto, el mundo que dejaremos a quienes vienen detrás será un lugar sin alma, sin justicia y sin dignidad
Viñeta de Luiso García
Cándido González Carnero
diario-red.com 07/08/25 |6:00
En el mundo actual, cada día que pasa, la humanidad se aleja un poco más de sí misma. El ruido digital, la indiferencia cultivada, la banalización del sufrimiento ajeno y la pérdida del compromiso colectivo están minando los cimientos de aquello que un día llamamos civilización. No estamos ante una crisis coyuntural, sino ante una crisis profunda de valores humanos, de ética, de memoria y de responsabilidad social.
Hoy en España, como en muchas otras partes del mundo, asistimos con estupor a la normalización del discurso del odio, al crecimiento del autoritarismo disfrazado de patriotismo, al olvido deliberado de los crímenes del pasado y a una peligrosa despolitización de la conciencia. Muchos jóvenes no saben quién fue Franco, no porque no puedan saberlo, sino porque la memoria histórica ha sido arrinconada. Y como bien sabemos, un pueblo sin memoria es un pueblo condenado a repetir su tragedia.
Mientras tanto, el genocidio en Palestina ocurre a la vista del mundo entero, y, sin embargo, la reacción es tibia, aséptica, casi administrativa. Se condena la hambruna, pero se callan las bombas. Se critican las víctimas indirectas, pero se invisibiliza la maquinaria que las provoca. Esta doble moral revela una fractura terrible: nos estamos acostumbrando a la barbarie, como si el horror ya no doliera porque ocurre “lejos”, porque no es “nuestro”. Pero el dolor humano no tiene fronteras, y quien hoy mira hacia otro lado, mañana será también ignorado.
Los gobiernos, lejos de poner freno, empujan a sus pueblos hacia una lógica de guerra, de rearme, de desconfianza y de blindaje. En Europa, en lugar de apostar por la paz, la justicia o la cooperación, se pactan acuerdos comerciales que benefician a las grandes potencias a costa de la soberanía popular. Se incrementa el gasto militar mientras se desmantela la sanidad, la educación y el bienestar. La corrupción, una vez más, se convierte en parte estructural del sistema, y quien más lo sufre es quien menos voz tiene: la clase trabajadora, los migrantes, las mujeres, los jóvenes precarizados, los mayores abandonados.
Lo más grave no es lo que hacen las élites, sino la pasividad con la que el grueso de la ciudadanía lo permite
Y, sin embargo, lo más grave no es lo que hacen las élites, sino la pasividad con la que el grueso de la ciudadanía lo permite. Nos hemos convertido en espectadores de nuestro propio hundimiento, anestesiados por la inmediatez, los algoritmos y la cultura de la distracción. Hemos delegado nuestro poder de decisión en manos de quienes no tienen interés alguno en el bien común. Hemos dejado de educar en valores, en pensamiento crítico, en empatía. La escuela ya no enseña a ser humanos, sino a ser productivos. La familia, fragmentada por la precariedad y el agotamiento, tampoco puede hacer de refugio moral. Y las redes sociales, lejos de ser espacios de encuentro, amplifican el ruido y la superficialidad.
¿Qué hacer entonces ante esta deriva? No hay soluciones mágicas, pero sí caminos que debemos construir juntos:
1. Educar para la conciencia: La educación debe recuperar su vocación emancipadora. Necesitamos formar personas libres, críticas, solidarias, con memoria histórica y compromiso con la vida. No hay democracia sin ciudadanos conscientes.
2. Repolitizar la vida cotidiana: Todo es político. Lo que comemos, lo que callamos, lo que compramos, lo que permitimos. Recuperar el debate público, la deliberación, el asociacionismo y el activismo es vital para frenar la deshumanización.
3. Exigir a los gobiernos que gobiernen para el pueblo y no para los mercados: Hay que decir basta al militarismo, a la explotación salvaje de recursos naturales, al autoritarismo neoliberal. La paz, la justicia y la solidaridad no son utopías: son derechos.
4. Humanizarnos colectivamente: Volver a mirarnos a los ojos, preocuparnos por quien sufre, llorar lo que duele y actuar en consecuencia. Esto también es hacer política. La humanidad no se salva desde arriba: se salva desde abajo, con vínculos, con valores, con lucha compartida.
Nos estamos jugando el futuro, pero también el presente. Y si no despertamos pronto, el mundo que dejaremos a quienes vienen detrás será un lugar sin alma, sin justicia y sin dignidad.
Aún estamos a tiempo. Pero el reloj no espera.
_______
Fuente:
