La memoria de Auschwitz no nos pide contemplación, sino justicia.
Frente a esa banalización, la memoria de Auschwitz no es un simple recuerdo, sino una categoría moral del presente.
Impedir que el crimen vuelva a suceder con otro rostro, lenguaje, otro silencio...
Palestinos rocían agua en puntos conflictivos mientras limpian los residuos de tiendas de campaña destruidas en un ataque israelí en la ciudad de Gaza. Europa Press
Por Jaume Asens
Eurodiputado por el Grupo de los Verdes/Alianza Libre Europea.
08/05/2025
Este 8 de mayo, Europa conmemora los ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial. El proyecto de integración europea surgió como respuesta antifascista a ello. Ocho décadas desde que las ruinas de Auschwitz, Varsovia y Berlín nos obligaron a formular una promesa que pretendía ser universal y duradera: "Nunca más".
Pero hoy, esa promesa se ha convertido en un rito hueco. Gaza arde bajo las bombas, y Europa no solo calla: colabora. Se envían armas. Se mantienen acuerdos comerciales. Se reciben con honores a dirigentes de un Gobierno acusado de genocidio por la justicia internacional. Se ignora la orden de detención internacional cursada contra su presidente.
¿De qué sirve conmemorar la derrota del fascismo si se normaliza la limpieza étnica contemporánea? ¿De qué sirve repetir el “Nunca más” si se convierte en una fórmula sin consecuencias políticas ni morales?
La historiadora israelí, Idith Zertal lo explicó con claridad: cuando la memoria del Holocausto se convierte en herramienta de poder estatal, pierde su capacidad ética y se transforma en justificación de nuevos crímenes. En lugar de servir para prevenir el mal, se convierte en coartada para practicarlo. Meir Margalit, exconcejal de Jerusalén, también lo ha advertido: Israel utiliza el pasado como escudo para no rendir cuentas por su presente. La memoria se convierte así en una trinchera ideológica que desactiva la crítica, incluso frente al exterminio actual.
Pero no es solo Israel. También Alemania, el país que perpetró el Holocausto, ha convertido esa memoria en una coartada para no ver. Se aferra a la culpa histórica para justificar una lealtad incondicional al Gobierno israelí, aunque este bombardee hospitales, mate a miles de niños y ataque barcos humanitarios europeos. Y al hacerlo, traiciona precisamente aquello que prometió no repetir.
La vieja promesa antifascista ha sido sustituida por una retórica sin coraje ni coherencia, incapaz de denunciar los crímenes cuando los cometen sus aliados. La memoria se ha institucionalizado, se ha profesionalizado, se ha vaciado. Ha dejado de doler. Esa memoria ya no es advertencia ni conciencia, sino ceremonia sin cuerpo, sin rostro, sin vínculo con las víctimas de hoy. No sirve para interrumpir la barbarie. Solo para justificar la indiferencia.
Frente a esa banalización, la memoria de Auschwitz no es un simple recuerdo, sino una categoría moral del presente. Recordar significa asumir que el sufrimiento no redime, pero obliga. Que la justicia no empieza con la ley, sino con la memoria de los que no tuvieron justicia. Y por eso, olvidar Auschwitz —o usarlo mal— es condenarnos a repetirlo de otra forma.
Walter Benjamin recordaba que toda historia no es historia de los vencidos. Que el tiempo de la memoria no es lineal, sino urgente. No está detrás, sino delante. La memoria no es nostalgia: es interrupción. Es exigencia. Es una llamada.
Y hoy, desde Gaza, esa llamada suena con fuerza. Porque allí no solo se mata a un pueblo: se mata también a quienes intentan evitar que otros mueran. Se bombardea a médicos, cooperantes, voluntarios. Se criminaliza la ayuda. Se castiga la compasión. Se persigue a quienes aún se aferran a esa vieja dignidad que Albert Camus llamó el único combate que importa: el del ser humano que resiste con las manos vacías, pero con la conciencia intacta.
El reciente ataque de Israel con drones a la Flotilla de la Libertad precisamente nos recuerda que esa distinción moral vuelve a emerger con fuerza. La de quien tiene las manos vacías, sí, pero la conciencia limpia, porque manda ayuda a las víctimas. Y la de quien manda armas a los verdugos, y tiene las manos manchadas de sangre y, por eso calla cuando se criminaliza, o incluso se asesina, a los primeros.
La memoria de Auschwitz no nos pide contemplación, sino justicia. No nos permite ser espectadores, sino herederos responsables. Y si los líderes occidentales niegan ese legado de no repetición del horror le toca a la sociedad civil organizada —como los activistas de la flotilla de la libertad —interrumpirlo. Recordar no es mirar atrás. Es impedir que el crimen vuelva a suceder con otro rostro, lenguaje, otro silencio. Es actuar, desobedecer si hace falta, en nombre de esa memoria. Gaza no solo pone a prueba nuestra política de complicidad con un genocidio. Pone a prueba nuestra memoria. Y también nuestra humanidad.
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