Esta semana la noticia que ha hecho girar la cabeza ha sido el anuncio del acuerdo al que han llegado Trump y Putin sobre el inicio de conversaciones para poner fin a la guerra en Ucrania
Periódicos rusos llevan en sus portadas la noticia de la conversación entre Vladimir Putin y Donald Trump, para negociar la paz en la guerra de Ucrania.REUTERS/Maxim Shemetov
Por Ruth Ferrero-Turrión
Profesora de Ciencia Política y Estudios Europeos en la UCM.
14/02/2025
Continúa la explosión Trump. Si hace unos días la opinión pública global se sobresaltaba ante el anuncio del presidente norteamericano acerca de sus planes de convertir en un resort turístico Gaza, previa limpieza étnica de su población, esta semana la noticia que ha hecho girar la cabeza ha sido el anuncio del acuerdo al que han llegado Trump y Putin sobre el inicio de conversaciones para poner fin a la guerra en Ucrania tras casi tres años de conflicto.
Unas horas antes el secretario de Defensa norteamericano, Pete Hegseth, anunciaba desde Bruselas la intención de que la guerra entre Ucrania y Rusia debía terminar, que la adhesión al OTAN no era realista y que no entra en los planes de EEUU priorizar la seguridad europea y ucraniana frente a otros escenarios como el Indo Pacífico. Así, continuó, deberían ser las tropas europeas, fuera del marco de la OTAN, y por tanto sin la cobertura del artículo 5, las encargadas de asegurar la Ucrania de la posguerra, ya que EEUU no desplazaría tropas y recursos para ello. Y, además, añadió, el regreso a las fronteras previas a 2014 era un objetivo poco realista. En realidad, sin embargo, nada de esto es nuevo. El escenario de una salida negociada al conflicto siempre estuvo sobre la mesa de Washington. Trump simplemente dice en voz alta lo que Biden decía en privado. La idea de una derrota o incluso de la propia desintegración de la Federación no era un escenario realista; no, al menos, si tenemos en cuenta los recursos que se estaban destinando a esa guerra donde siempre se afirmó que la OTAN no entraría. Sólo algunos pensaron, especialmente en Europa (y, quizás, lo siguen pensando ahora), que ese escenario era realista.
En todo caso, lo cierto es que ese anuncio ha caído sobre Europa como una auténtico jarro de agua fría. El hecho de que el comienzo de la negociación haya sido pactado estrictamente entre Moscú y Washington sin contar ni con Ucrania ni con la UE es ya un hecho sintomático de cuáles pueden llegar a ser el tipo de acuerdos a alcanzar en relación con Ucrania. De entrada, Trump concede cuestiones que, quizás, debían haber sido parte de la negociación. Se negocia sobre máximos, no se hacen concesiones de entrada. Washington asume que Crimea no es un territorio en disputa y tampoco hay un gran cuestionamiento en relación con el Dombás. Rusia está siendo mucho más exigente; así, ha vuelto a poner en la mesa negociadora su fondo de armario donde, por ejemplo, plantea el regreso de las fronteras de la OTAN al año 1997.
Todo esto podría hacer pensar que, en realidad, lo que se está discutiendo no es un acuerdo de paz, sino más bien un reparto de competencias y adquisiciones sobre Ucrania de manera estratégica y beneficiosa para los dos actores en la mesa. De este modo, Rusia conseguiría el reconocimiento de un control territorial obtenido por la fuerza de la guerra que le permite mantener el Dombás, Zaporiyia y Jersón, así como el mar de Azov como mar interior con todos sus recursos naturales en su mano. Por su parte, EEUU consigue no sólo un cese de hostilidades y la reducción de recursos destinados a un conflicto que, en realidad, considera que no es asunto suyo, y así centrar su atención en su rival sistémico, China. De este modo, ambos, Rusia y EEUU, se sumarían a China en la configuración de un nuevo orden internacional sostenido sobre la creación de nuevas esferas de influencia, un nuevo Yalta, protagonizado por Trump, Xi y Putin, donde se impone un nueva visión del mundo y de reparto del mismo donde el acceso y control de fuentes de energía y minerales raros será el objetivo principal a alcanzar.
En este escenario, la UE sale absolutamente tocada y en una situación de debilidad extrema. La ausencia de una autonomía estratégica propia hace que el marco europeo, incluso estando unido, que no es el caso, convierte a la UE en una organización absolutamente ineficaz para la competición geopolítica global. Las posiciones más atlantistas ante la decisión de Trump han quedado desarmadas y ahora intentan rehacerse para buscar alternativas a su paraguas protector. Sus hipótesis son las que plantean que Rusia continuará atacando el Este europeo y, por tanto, es imprescindible no admitir ningún tipo de acuerdo que no lleve a lo que se denomina una paz justa. Por su parte, las posiciones más autonomistas ven reforzadas sus posiciones, pero al mismo tiempo son conscientes de su propia debilidad en un mundo en cambio. De poco valen declaraciones como la del grupo de Weimar o las declaraciones de la Alta Representante para la Política Exterior, Kaja Kallas, donde más que asertividad ante la decisión de Trump, muestran su impotencia.
Ante acontecimientos que sobrevuelan rápidamente a ras de suelo, la UE se encuentra ante uno de sus momentos más críticos y donde se hará imperativo la toma de decisiones. Actuar de manera conjunta es un principio, pero no es suficiente. Y es ahí donde, en realidad, hay un mayor desacuerdo entre los Estados miembros, puesto que no todos tienen los mismos intereses estratégicos, ni en la actualidad tampoco hay un consenso claro sobre cuál debería ser el corpus de valores sobre el que desarrollar un proyecto sostenido sobre la defensa de los derechos humanos, pero que muy pocos defienden activamente. Y esto, me temo es precisamente la madre del cordero.
Ruth Ferrero-Turrión
Profesora de Ciencia Política y Estudios Europeos en la UCM.
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