Debemos invertir nuestra energía en organizar movimientos de masas para derrocar al Estado corporativo mediante actos sostenidos de desobediencia civil masiva
Donald Trump es un síntoma de nuestra sociedad enferma. No es su causa. Es lo que vomita la decadencia.
Chris Hedges*, The Chris Hedges Report, 6 noviembre 2024
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
A fin de cuentas, las elecciones fueron las de la desesperación. Desesperación por los futuros que se evaporaron con la desindustrialización. Desesperación por la pérdida de 30 millones de empleos en despidos masivos. Desesperación por los programas de austeridad y la canalización de la riqueza hacia las manos de oligarcas rapaces. Desesperación por una clase liberal que se niega a reconocer el sufrimiento que orquestó bajo el neoliberalismo o a adoptar programas tipo New Deal que mejoren este sufrimiento. Desesperación por las guerras inútiles e interminables, así como por el genocidio en Gaza, donde los generales y los políticos nunca rinden cuentas. Desesperación por un sistema democrático que ha sido tomado por el poder corporativo y oligárquico.
Esta desesperación se ha reproducido en los cuerpos de los marginados a través de las adicciones a los opiáceos y al alcoholismo, el juego, los tiroteos masivos, los suicidios -especialmente entre los hombres blancos de mediana edad-, la obesidad mórbida y la inversión de nuestra vida emocional e intelectual en espectáculos de mal gusto y la seducción del pensamiento mágico, desde las promesas absurdas de la derecha cristiana hasta la creencia de Oprah de que la realidad nunca es un impedimento para nuestros deseos. Estas son las patologías de una cultura profundamente enferma, lo que Friedrich Nietzsche llama un agresivo nihilismo desespiritualizado.
Donald Trump es un síntoma de nuestra sociedad enferma. No es su causa. Es lo que vomita la decadencia. Expresa un anhelo infantil de ser un dios omnipotente. Este anhelo resuena en los estadounidenses que sienten que han sido tratados como basura humana. Pero la imposibilidad de ser un dios, como escribe Ernest Becker, conduce a su oscura alternativa: destruir como un dios. Esta autoinmolación es lo que viene a continuación.
Kamala Harris y el Partido Demócrata, junto con el ala del establishment del Partido Republicano, que se alió con Harris, viven en su propio sistema de creencias no basado en la realidad. Harris, que fue ungida por las élites del partido y nunca recibió un solo voto en las primarias, pregonó con orgullo su apoyo a Dick Cheney, un político que dejó el cargo con un índice de aprobación del 13%. La engreída y farisaica cruzada «moral» contra Trump aviva el reality show televisivo nacional que ha sustituido al periodismo y la política. Reduce una crisis social, económica y política a la personalidad de Trump. Se niega a confrontar y nombrar las fuerzas corporativas responsables de nuestra democracia fallida. Permite a los políticos demócratas ignorar alegremente a su base: el 77% de los demócratas y el 62% de los independientes apoyan un embargo de armas contra Israel. La abierta connivencia con la opresión corporativa y la negativa a prestar atención a los deseos y necesidades del electorado neutraliza a la prensa y a los críticos de Trump. Estas marionetas corporativas no defienden nada, salvo su propio progreso. Las mentiras que dicen a los trabajadores y trabajadoras, especialmente con programas como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), hacen mucho más daño que cualquiera de las mentiras pronunciadas por Trump.
Oswald Spengler en «The Decline of the West» predijo que, a medida que las democracias occidentales se calcificaran y murieran, una clase de «matones adinerados», gente como Trump, reemplazaría a las élites políticas tradicionales. La democracia se convertiría en una farsa. Se fomentaría el odio y se alimentaría a las masas para animarlas a destrozarse a sí mismas.
El sueño americano se ha convertido en una pesadilla americana.
Los lazos sociales, incluidos los empleos que daban a los trabajadores estadounidenses un sentido de finalidad y estabilidad, que les daban sentido y esperanza, han sido cercenados. El estancamiento de decenas de millones de vidas, la constatación de que no será mejor para sus hijos, la naturaleza depredadora de nuestras instituciones, incluidas la educación, la sanidad y las prisiones, han engendrado, junto con la desesperación, sentimientos de impotencia y humillación. Ha engendrado soledad, frustración, ira y un sentimiento de inutilidad.
«Cuando la vida no vale la pena, todo se convierte en un pretexto para librarse de ella…», escribió Émile Durkheim. «Hay un estado de ánimo colectivo, como hay un estado de ánimo individual, que inclina a las naciones a la tristeza… Porque los individuos están demasiado implicados en la vida de la sociedad para que ésta enferme sin que ellos se vean afectados. Su sufrimiento se convierte inevitablemente en el de ellos».
Las sociedades decadentes, en las que una población está despojada de poder político, social y económico, buscan instintivamente a los líderes de las sectas. Observé esto durante la desintegración de la antigua Yugoslavia. El líder de la secta promete el retorno a una mítica edad de oro y jura, como hace Trump, aplastar a las fuerzas encarnadas en grupos e individuos demonizados a los que se culpa de su miseria. Cuanto más escandalosos se vuelven los líderes de una secta, cuanto más desprecian la ley y las convenciones sociales, más popularidad ganan. Los líderes sectarios son inmunes a las normas de la sociedad establecida. Este es su atractivo. Los líderes sectarios buscan el poder total. Quienes les siguen les conceden ese poder con la esperanza desesperada de que les salven.
Todas las sectas son sectas de personalidad. Los líderes sectarios son narcisistas. Exigen adulación servil y obediencia total. Valoran la lealtad por encima de la competencia. Ejercen un control absoluto. No toleran las críticas. Son profundamente inseguros, un rasgo que intentan encubrir con una grandilocuencia ampulosa. Son amorales y abusivos emocional y físicamente. Ven a los que les rodean como objetos que manipular para su propio empoderamiento, disfrute y, a menudo, entretenimiento sádico. Todos los que están fuera de la secta son tachados de fuerzas del mal, lo que provoca una batalla épica cuya expresión natural es la violencia.
No convenceremos con argumentos racionales a quienes han cedido su albedrío al líder de la secta y han abrazado el pensamiento mágico. No les obligaremos a someterse. No encontraremos la salvación para ellos o para nosotros mismos apoyando al Partido Demócrata. Segmentos enteros de la sociedad estadounidense están ahora empeñados en la autoinmolación. Desprecian este mundo y lo que les ha hecho. Su comportamiento personal y político es voluntariamente suicida. Buscan destruir, incluso si la destrucción conduce a la violencia y la muerte. Ya no se sostienen con la reconfortante ilusión del progreso humano, perdiendo el único antídoto contra el nihilismo.
El Papa Juan Pablo II publicó en 1981 una encíclica titulada «Laborem exercens», o «Sobre el trabajo humano». En ella atacaba la idea, fundamental en el capitalismo, de que el trabajo era un mero intercambio de dinero por mano de obra. El trabajo, escribió, no debe reducirse a la mercantilización de los seres humanos mediante el salario. Los trabajadores no son instrumentos impersonales que deban manipularse como objetos inanimados para aumentar los beneficios. El trabajo es esencial para la dignidad humana y la realización personal. Nos daba un sentido de autonomía e identidad. Nos permitía construir una relación con la sociedad en la que podíamos sentir que contribuíamos a la armonía social y a la cohesión social, una relación en la que teníamos un propósito.
El Papa fustigó el desempleo, el subempleo, los salarios inadecuados, la automatización y la falta de seguridad laboral como violaciones de la dignidad humana. Estas condiciones, escribió, son fuerzas que niegan la autoestima, la satisfacción personal, la responsabilidad y la creatividad. La exaltación de la máquina, advirtió, reduce a los seres humanos a la condición de esclavos. Reclamó el pleno empleo, un salario mínimo suficiente para mantener a una familia, el derecho de los padres a quedarse en casa con los hijos, y puestos de trabajo y un salario digno para los discapacitados. Abogó, para mantener familias fuertes, por un seguro médico universal, pensiones, seguro de accidentes y horarios de trabajo que permitieran tiempo libre y vacaciones. Escribió que todos los trabajadores deberían tener derecho a formar sindicatos con capacidad de huelga.
Debemos invertir nuestra energía en organizar movimientos de masas para derrocar al Estado corporativo mediante actos sostenidos de desobediencia civil masiva. Esto incluye el arma más poderosa que poseemos: la huelga. Al dirigir nuestra ira contra el Estado corporativo, señalamos las verdaderas fuentes de abuso y poder. Exponemos lo absurdo de culpar de nuestra desaparición a grupos demonizados como los trabajadores indocumentados, los musulmanes o los negros. Damos a la gente una alternativa a un Partido Demócrata sometido a las corporaciones que no puede ser rehabilitado. Hacemos posible la restauración de una sociedad abierta, que sirva al bien común y no al beneficio corporativo. Debemos exigir nada menos que pleno empleo, ingresos mínimos garantizados, seguro sanitario universal, educación gratuita a todos los niveles, una sólida protección del mundo natural y el fin del militarismo y el imperialismo. Debemos crear la posibilidad de una vida con dignidad, propósito y autoestima. Si no lo hacemos, se asegurará un fascismo cristianizado y, en última instancia, con el ecocidio acelerado, nuestra erradicación.
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Chris Hedges es un escritor y periodista ganador del Premio Pulitzer. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.
Imagen de portada: El luto de después (por Mr. Fish). [Los estrategas demócratas tratan de entender cómo una campaña marrón y rosa ligeramente perfumada con un Joe Biden que promovía un mensaje inspirador de igualdad, civismo, democracia y genocidio no les consiguió las llaves de la Casa (del poder) Blanca].
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