El imperialismo es una práctica geopolítica y una realidad económica. Está arraigado en la conducta y los beneficios de las empresas capitalistas activas a escala mundial
Costas Lapavitsas
La geopolítica mundial está marcada actualmente por extraordinarias tensiones y conflictos armados que hacen temer una guerra mundial, especialmente en Ucrania, Oriente Próximo y Taiwán. Desde principios de 2010, la disposición de las grandes potencias estatales recuerda cada vez más a los años anteriores a la gran conflagración imperialista de 1914. Un giro semejante habría sido difícil de imaginar en la década de 1990, cuando dominaba la ideología de la globalización neoliberal y Estados Unidos reinaba como única superpotencia.
Estados Unidos sigue siendo sin duda el actor principal -y más agresivo- de la escena internacional, como demuestra su posición frente a China. Es importante señalar que ninguno de sus potenciales contendientes procede de las «viejas» potencias imperialistas, sino que todos tienen su origen en lo que antes se consideraba el Segundo o el Tercer Mundo, con China como principal competidor económico y Rusia como principal competidor militar. Esto refleja la profunda transformación de la economía mundial en las últimas décadas.
La escalada de las tensiones se produce, además, en un momento de malos resultados históricos en las zonas centrales de la economía mundial, en particular desde la Gran Crisis de 2007-2009. La actividad económica en las zonas centrales es notablemente débil en términos de crecimiento, inversión, productividad, etc., y no hay signos claros de reactivación. El período posterior a la Gran Crisis de 2007-2009 es un interregno clásico en el sentido de Antonio Gramsci, es decir, de lo viejo que muere y lo nuevo que no nace, sólo que en este contexto señala la incapacidad del núcleo de la acumulación capitalista para emprender su propio crecimiento tanto a escala nacional como internacional.
La dramática reaparición de los contenciosos imperialistas y hegemónicos y la necesidad de sacar conclusiones políticas de ellos son asuntos de primera importancia para la izquierda socialista. En este artículo pretendo aportar algunos puntos clave al debate, basándome principalmente en la obra colectiva recientemente publicada: El estado del capitalismo: economía, sociedad y hegemonía.
La clásica economía política marxista del imperialismo
La teoría marxista siempre ha intentado vincular el imperialismo a la economía política del capitalismo. Esto es más evidente en el análisis canónico de Vladimir Lenin, basado en El capital financiero de Rudolf Hilferding. La reaparición actual de actitudes imperialistas y hegemónicas puede analizarse mejor siguiendo el camino abierto por estos autores.
Los enfoques que se basan en explicaciones no económicas, o que incluso intentan desvincular el imperialismo del capitalismo, como el de Joseph Schumpeter, tienen un poder explicativo limitado. Sin embargo, la teoría de Hilferding y Lenin debe tratarse con gran cautela. La actual perspectiva geopolítica del mundo puede recordar a la anterior a 1914, pero las apariencias engañan.
Para ambos autores, el principal motor del imperialismo fue la transformación de las unidades fundamentales del capital en las áreas centrales de la economía mundial, que condujo a la aparición del capital financiero. En pocas palabras, el capital monopolista industrial y bancario se amalgamó en el capital financiero, que trató de expandirse en el extranjero de dos maneras: en primer lugar, mediante la venta de mercancías y, en segundo lugar, mediante la exportación de capital monetario prestado.
En resumen, el imperialismo clásico fue impulsado por la internacionalización acelerada del capital monetario y mercantil bajo la égida de la amalgama del capital monopolista industrial y financiero.
Naturalmente, los capitales financieros de los distintos países competían entre sí en el mercado mundial, y para ello buscaban el apoyo –en concreto, pero no exclusivamente– de sus propios Estados. Esto llevó a la creación de imperios coloniales para asegurar la exclusividad territorial de la exportación de capital básico y crear condiciones favorables para la exportación de capital de préstamo.
Los países colonizados se encontraban generalmente en una fase inferior de desarrollo capitalista o no eran capitalistas en absoluto. Esta expansión colonial habría sido imposible sin el militarismo y, por tanto, sin el impulso de la confrontación armada entre los distintos competidores.
En resumen, el impulso para la creación de colonias surgió de las agresivas operaciones del capital financiero que buscaba asegurarse beneficios. Para ello, cooptaron los servicios del Estado y esto creó un impulso hacia la guerra. Los Estados no son empresas capitalistas y sus relaciones no están determinadas por un burdo cálculo de beneficios y pérdidas. Actúan sobre la base del poder, la historia, la ideología y otros muchos factores no económicos. El árbitro último entre ellos es el poder militar.
Así pues, la expansión imperialista estaba impulsada fundamentalmente por el capital privado, pero implicaba inevitablemente opresión, explotación y conflictos nacionales. Los flujos de valor hacia la metrópoli podían proceder de los beneficios empresariales, pero también de los impuestos a la explotación, como en la India. Éstos se contrarrestaban con los enormes gastos de adquisición y mantenimiento de las colonias.
Desde esta perspectiva, es engañoso intentar demostrar la existencia del imperialismo mediante un modelo económico que muestre los excedentes monetarios netos creados y apropiados por las metrópolis. El imperialismo es una práctica geopolítica y una realidad económica. Está arraigado en la conducta y los beneficios de las empresas capitalistas activas a escala mundial, pero da lugar a políticas estatales que tienen resultados complejos y contradictorios. En un sentido profundo, el imperialismo es un resultado histórico de la acumulación capitalista madura.
Imperialismo contemporáneo
A diferencia de los tiempos de Hilferding y Lenin, la primera y decisiva característica del imperialismo contemporáneo es la internacionalización del capital productivo, y no sólo del capital monetario comercial y crediticio.
Grandes volúmenes de producción capitalista tienen lugar a través de las fronteras mediante cadenas de suministro dirigidas normalmente por empresas multinacionales, que ejercen el control directamente mediante derechos de propiedad sobre filiales o indirectamente mediante contratos con capitalistas locales. El salto cuantitativo en el volumen del comercio internacional en las últimas décadas es el resultado del comercio dentro de estas cadenas de valor.
Producir en el extranjero tiene requisitos mucho más estrictos que el simple comercio de materias primas o el préstamo de dinero. El capitalista internacional debe tener un amplio conocimiento de las condiciones económicas locales de los países receptores, derechos fiables sobre los recursos locales y, sobre todo, acceso a una mano de obra capaz. Todo ello requiere relaciones directas o indirectas con el Estado tanto del país de origen como del país de destino.
El segundo punto de diferencia, igualmente decisivo, es la forma característica que ha adoptado el capital financiero en las últimas décadas, que ha sido un factor decisivo en la financiarización del capitalismo tanto a escala nacional como internacional.
La exportación de capital de préstamo ha crecido enormemente, pero la mayoría de los flujos han sido, y siguen siendo, principalmente de núcleo a núcleo, en lugar de núcleo a periferia. La proporción era de aproximadamente diez a uno a favor de los primeros. También es característico del interregno el crecimiento sustancial de los flujos de China a la periferia y de otros flujos de la periferia a la periferia.
Además, hasta la Gran Crisis de 2007-09, tanto la financiarización nacional como la internacional estaban impulsadas principalmente por los bancos comerciales. Durante el interregno, el centro de gravedad se desplazó a los diversos componentes del «sistema bancario en la sombra», es decir, instituciones financieras no bancarias, como los fondos de inversión, que se benefician de la negociación y tenencia de valores. Tres de estos fondos –BlackRock, Vanguard y State Street– poseen actualmente en sus carteras una parte enorme de todo el capital de renta variable estadounidense.
El imperialismo contemporáneo se caracteriza, en resumen, por la internacionalización del capital productivo, mercantil y monetario, una vez más bajo la égida del capital monopolista industrial y financiero. Sin embargo, de nuevo al contrario que en la época de Hilferding y Lenin, no existe una amalgama de capital industrial y financiero, y menos aún una amalgama en la que el segundo domine al primero.
La dominación no es, después de todo, un resultado del movimiento esencial del capital, sino que deriva de las realidades concretas de las operaciones capitalistas en contextos históricos específicos. A principios del siglo XX, los bancos podían dominar al capital industrial porque éste dependía en gran medida de los préstamos bancarios para financiar inversiones fijas a largo plazo. Dichos préstamos permitían y animaban a los bancos a participar activamente en la gestión de las grandes empresas.
Hoy en día, las empresas industriales de los países centrales se caracterizan por una baja inversión y, al mismo tiempo, por enormes volúmenes de capital monetario de reserva. Ambas son características de la financiarización de las empresas industriales y de los malos resultados de las economías centrales durante el interregno. Además, implican que las grandes empresas internacionales dependen mucho menos del capital financiero que en la época del imperialismo clásico.
Las amplias participaciones de los «bancos en la sombra» son ciertamente importantes en términos de poder de voto dentro de las grandes empresas y desempeñan un papel en el proceso de toma de decisiones de las empresas no financieras. Sin embargo, es exagerado decir que las Tres Grandes dictan las condiciones a las empresas estadounidenses. Poseen acciones que pertenecen a otros –a menudo otros «bancos en la sombra»– y tratan de obtener beneficios gestionando sus carteras de valores. Su posición recuerda a la de un rentista que, sin embargo, busca un equilibrio de coexistencia con el industrial a través de los mercados de valores.
La fuerza motriz del imperialismo contemporáneo procede de esta combinación de capital industrial y capital financiero internacionalizados. Ninguno domina al otro y no existe un enfrentamiento fundamental entre ellos. Juntos constituyen la forma de capital más agresiva que conoce la historia.
Necesidades económicas del imperialismo contemporáneo
La combinación de capital que impulsa el imperialismo contemporáneo no tiene necesidad de exclusividad territorial y no busca formar imperios coloniales. Al contrario, prospera gracias a un acceso ilimitado a los recursos naturales mundiales, a una mano de obra barata, a una fiscalidad baja, a normas medioambientales poco estrictas y a mercados para sus componentes industriales, comerciales y financieros.
Un punto a destacar aquí es que no existe una clase capitalista «mundial». Se trata de una ilusión que se remonta a los tiempos del triunfo ideológico de la globalización y de la hegemonía única de Estados Unidos. Ciertamente, existe una similitud de puntos de vista entre los capitalistas internacionalmente activos, lo que en última instancia refleja el poder hegemónico de Estados Unidos. Pero la enorme escalada de tensiones de los últimos años demuestra que los capitalistas están y seguirán estando divididos en grupos potencialmente hostiles a escala internacional.
Por cierto, ni siquiera existe una «aristocracia del trabajo» en los países centrales, contrariamente a lo que afirmaba Lenin. La gran presión ejercida sobre los trabajadores de los países centrales en los últimos cuarenta años ha desmentido esta idea.
El capital industrial y financiero internacionalmente activo tiene dos requisitos básicos. En primer lugar, deben existir normas claras y aplicables para los flujos de inversiones productivas, materias primas y capital monetario prestado. No se trata sólo de un acuerdo entre Estados, sino de algo que debe estar garantizado por instituciones debidamente estructuradas, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio, el Banco de Pagos Internacionales, etcétera. En segundo lugar, debe existir una forma fiable de moneda mundial que sirva como unidad de cuenta, medio de pago y depósito de valor.
Ambos requisitos –especialmente el segundo– reflejan el carácter peculiar de la economía mundial, que, a diferencia de la economía nacional, carece intrínsecamente de la presencia coordinadora y organizadora de un Estado nación. No obstante, el capital industrial y financiero sigue necesitando el apoyo de los Estados nación para sortear los escollos del mercado mundial.
Inevitablemente, el sistema de Estado-nación –a diferencia del sistema de capital que compite internacionalmente– entra en juego y aporta sus consideraciones no económicas.
El papel de la hegemonía
El sello distintivo del sistema de Estado-nación es la hegemonía y hay pocas guías mejores para abordar esta cuestión que Gramsci, como sugirió hace tiempo Robert Cox. Gramsci se centraba en el equilibrio interno de clases y en los resultados políticos resultantes, más que en las relaciones internacionales entre Estados. Sin embargo, lo que importa a nuestros efectos es que para Gramsci la hegemonía implica tanto coerción como consenso. Ambos son cruciales para el funcionamiento del imperialismo contemporáneo.
Estados Unidos fue la única potencia hegemónica durante casi tres décadas tras el colapso de la Unión Soviética; su poder derivaba de su dominio económico reflejado en el tamaño de su PIB y los mercados relacionados, el volumen del comercio internacional y la escala de las entradas y salidas de capital. Sobre todo, su posición hegemónica derivaba de su capacidad única para afianzar su moneda nacional como divisa mundial.
El poder coercitivo de Estados Unidos es en parte económico, como demuestra la enorme gama de sanciones que impone regularmente a otros. Pero principalmente es militar, con enormes gastos que actualmente superan el billón de dólares al año. Esta cifra supera a la de las «antiguas» potencias imperialistas en al menos un orden de magnitud y financia una vasta red de bases militares en todo el mundo. A diferencia del periodo clásico, la militarización y el enorme complejo militar-industrial son características permanentes e integrales de la economía estadounidense.
El poder de consenso de Estados Unidos se basa en su papel dominante en las instituciones internacionales que regulan la actividad económica internacional. Esta forma de poder se apoya en universidades y grupos de reflexión que producen la ideología predominante en las instituciones internacionales. Ha sido fundamental para generar una visión común entre los capitalistas internacionalmente activos de todo el mundo durante varias décadas.
Como único hegemón, EE.UU. ha promovido sistemáticamente los intereses de su capital globalmente activo. Al hacerlo, han creado las condiciones que también permiten que el capital de otros «viejos» países imperialistas opere de forma rentable, entre otras cosas garantizando el acceso controlado al dólar en momentos críticos, como en 2008, pero también en 2020. También en este aspecto, el imperialismo contemporáneo difiere radicalmente de la versión clásica.
El problema hegemónico para Estados Unidos surge de la naturaleza contradictoria de estas tendencias.
Por un lado, favorecer los intereses del capital internacionalmente activo ha supuesto costes sustanciales para algunos sectores de la economía nacional estadounidense. La producción ha emigrado, dejando tras de sí un desempleo persistente, las empresas se han registrado en paraísos fiscales para eludir impuestos, se ha perdido capacidad técnica, etc.
Por otro, la deslocalización de la capacidad productiva ha favorecido la aparición de centros independientes de acumulación capitalista en lo que antes se consideraba el Segundo y el Tercer Mundo. El papel principal lo han desempeñado los Estados nacionales que han navegado por los bajos fondos de la producción, el comercio y las finanzas globalizadas. Pero la deslocalización de la producción también ha sido un factor crucial.
El principal ejemplo es, obviamente, China, que se ha convertido en el mayor país manufacturero y comercial del mundo. Por supuesto, las gigantescas empresas industriales y financieras chinas tienen características y relaciones distintivas de sus equivalentes estadounidenses, entre otras cosas porque muchas de ellas son de propiedad estatal. Pero los capitales financieros del imperialismo clásico también diferían sustancialmente entre sí, como señaló Kozo Uno, por ejemplo.
A nuestros efectos, las enormes empresas industriales y financieras chinas, indias, brasileñas, coreanas, rusas y de otros países operan cada vez más a escala mundial y buscan el apoyo del Estado para influir en las reglas del juego y determinar la moneda mundial. Esto significa principalmente su propio Estado, aunque también cultivan relaciones con otros Estados.
El impulso de la guerra
Las raíces de la constante escalada de las contiendas imperialistas se encuentran en esta configuración del capitalismo global. Es evidente que Estados Unidos no se someterá al desafío y recurrirá a su vasto poder militar, político y monetario para proteger su hegemonía. Esto les convierte en la principal amenaza para la paz mundial.
Las disputas actuales, en otras palabras, recuerdan a la época anterior a 1914, en el sentido fundamental de estar impulsadas por motivaciones económicas subyacentes. Esto no significa que detrás de cada explosión haya un burdo cálculo económico, pero sí que las disputas tienen profundas raíces materiales. Por lo tanto, son extraordinariamente peligrosas y difíciles de abordar.
Además, la contienda es cualitativamente diferente de la oposición entre EEUU y la Unión Soviética, que era principalmente política e ideológica. Durante el interregno, EEUU contó con el apoyo de las «viejas» potencias imperialistas, recurriendo principalmente a su poder de consenso, que hunde sus raíces en la era antisoviética. Nada garantiza que puedan hacerlo para siempre.
La izquierda se enfrenta, por tanto, a una elección difícil pero al mismo tiempo clara. La emergencia gradual de la «multipolaridad», con otros Estados poderosos que desafían la hegemonía estadounidense, ha creado un cierto espacio para que los países más pequeños defiendan sus intereses. Pero no hay nada meritorio o progresista en el capitalismo chino, indio, ruso o de cualquier otro tipo. Además, es crucial recordar que en 1914 el mundo era multipolar y el resultado fue una catástrofe. La respuesta todavía puede encontrarse en los escritos de Lenin, aunque el mundo haya cambiado mucho.
La izquierda socialista debe oponerse al imperialismo, reconociendo que Estados Unidos es el principal agresor. Pero debe hacerlo desde una posición independiente, abiertamente anticapitalista, que no se haga ilusiones sobre China, India, Rusia y otros contendientes, por no hablar de los «viejos» imperialistas. El camino debe ser el de la transformación anticapitalista interna, basada en la soberanía popular y unida a una soberanía nacional que busque la igualdad internacional. Este sería el verdadero internacionalismo, basado en el poder de los trabajadores y los pobres. Cómo puede volver a convertirse en una fuerza política real es el problema más profundo de nuestro tiempo.
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