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1° DE MAYO, EL FUEGO SUBTERRÁNEO QUE VUELVE A RENACER




ÍNDICE

Introducción
La Internacional
La Historia del Primero
de Mayo de 1886
El 3 de Mayo trágico en Mc. Cormik
La bomba de Haymarket
Se desata la Ola de Terror
Un Juicio Contra la Esclavitud Asalariada
El Significado Histórico del Primero de Mayo
El Primero de Mayo en Colombia
Mártires de Chicago.
Hablan los sentenciados
August Spies
Michael Schwab
Oscar Neebe
Adolf Fischer
Louis Lingg
George Engel
Samuel Fielden
Albert Parsons

INTRODUCCIÓN

A pocos días de la conmemoración del 1 de mayo, Revolución Obrera presenta al movimiento una nueva edición del folleto Primero de Mayo El fuego subterráneo que vuelve a renacer, el cual recuerda la histórica lucha por la jornada de las 8 ho-ras y sus protagonistas, ratificando que el legado para la clase obrera sigue vigente, mucho más en las actuales condiciones que enfrenta el proletariado mundial.

Este trabajo, además de detallar la preparación, desarrollo y desenlace de todo lo sucedido alrededor del 1 de mayo de 1886, rescata el carácter Internacionalista y Revolucionario de la fecha, pues esta lucha reunió a los obreros del mundo en una sola causa, y destacó la necesidad de combatir de forma directa e independiente al capitalismo, exaltando a su vez el himno que nos une como clase La Internacional.

Hoy, al proletariado mundial le corresponde la tarea de des-tacar este carácter Internacionalista y Revolucionario con mucha más beligerancia, pues en la época del capitalismo imperialista, los desposeídos representan el gran ejército de sepultureros de este sistema y su unidad internacional es vital para la humanidad, que se encuentra, sin exagerar, en peligro de exterminio ante la amenaza de guerra imperialista por un nuevo reparto del mundo; de ahí que conmemorar el 1 de mayo, rescatando su carácter internacionalista, implica hoy manifestarse en contra de los preparativos de guerra por par-te de los imperialistas, condenar la agresión a los pueblos del mundo y el genocidio al pueblo palestino; implica llamar a los comunistas revolucionarios en todo el mundo a unirse en una nueva Internacional Comunista, como tarea necesaria para frenar con la revolución la guerra reaccionaria o convertirla en guerra revolucionaria. De este modo, tanto el internacio-nalismo proletario, como el carácter revolucionario del 1 de mayo, sigue vigente y con necesidades que los proletarios del mundo deben asumir, haciendo real la consigna ¡Proletarios del mundo, uníos!

Encontrarán también en este folleto, la forma como actúa la reacción cuando el pueblo se levanta contra la opresión y la explotación; usando todos sus instrumentos e instituciones (medios de comunicación, fuerzas represivas, leyes, institu-ciones judiciales) para detener a como dé lugar el ímpetu de las masas luchadoras. Lo que no pueden evitar es que ese fue-go subterráneo siga encendido y que aunque intentaron ente-rrar la jornada del 1 de mayo de 1886 y la reivindicación de las 8 horas, condenando injustamente a los mártires de Chicago, no podrán conseguirlo, porque las nuevas generaciones de desposeídos siguen al frente y desde muchos frentes: en las calles, en las redes, en las organizaciones populares de masas, en las organizaciones obreras… la chispa está encendida y la aguda situación que viven millones de proletarios en el mun-do, es combustible que atiza el fuego. Los reaccionarios, los burgueses, terratenientes e imperialistas pretenderán siem-pre apagar este fuego, así lo hicieron en Colombia durante el levantamiento popular, condenando a la juventud rebelde a la detención, persecución y muerte, pero igual que el 1 de mayo de 1886, los héroes que a diario se destacan en la lucha, son el ejemplo de otros miles de millones que se encarga-rán de honrar su lucha, con nuevos combates y triunfos. ¡Por nuestros muertos ni un minuto de silencio toda una vida de combate!

Y sí, a pesar de la infame condena a los mártires de Chicago, la lucha por la jornada de las 8 horas se conquistó, se internacionalizó y se mantiene hasta nuestros días, sobreviviendo incluso a las pretensiones de los explotadores que han que-rido pisotearla para garantizar que su cuota de ganancia se eleve, sin embargo, es una reivindicación vigente, que debe defenderse con lucha y reconquistarse donde se haya perdi-do, tomando el ejemplo de nuestros hermanos en Chicago, manteniendo vivo el 1 de mayo con nuestra lucha, organiza-ción y movilización.

Finalmente, encontrarán en esta nueva edición del folleto Primero de Mayo El fuego subterráneo que vuelve a rena-cer, los combativos discursos de los mártires de Chicago, un ejemplo de agitación política viva que fue capaz de romper los muros de la represión, que trascendió las fronteras y que sigue llegando a los oídos y ojos de los obreros a través de trabajos como este, que mantiene viva la experiencia históri-ca de aquel 1 de mayo de 1886 y que hoy los invita a conocer o leer y estudiar de nuevo, para que el ejemplo de nuestros hermanos de clase, se replique en todo el mundo, contra la opresión, la explotación, el hambre y la miseria.

¡Viva el 1 de mayo Internacionalista y Revolucionario!
Revolución Obrera
Abril de 2024

LA INTERNACIONAL

Este es el himno internacional de la clase obrera, entonado por los manifestantes el Primero de Mayo en la mayoría de ciudades y países del mundo. Fue escrito por el poeta obrero francés Eugenio Pottier y su letra ha sido traducida a casi to-das las lenguas.

Cualquier obrero con conciencia de clase que emigre a otro país, que no entienda el idioma, sin conocidos, lejos de su hogar natal, podrá encontrar camaradas y amigos por el co-nocido himno. Los obreros de todos los países hicieron de La Internacional su emblema.

Eugenio Pottier siempre vivió en las condiciones de vida de un proletario, desempeñándose como embalador de cajones y dibujante textil. Nació en París, el 4 de octubre de 1816. A los 14 años compuso su primera canción, titulada, ¡Viva la Li-bertad! En 1848, durante la gran batalla de los obreros contra la burguesía en dicho país, combatió en las barricadas.

Con sus canciones combativas, a partir de 1840, contribuyó a despertar la conciencia de los oprimidos, llamando a la uni-dad de los obreros, a la lucha a muerte contra la burguesía y fustigando sus gobiernos.

Pottier fue miembro de la gran Comuna de París (1871), que fue el primer poder obrero, instaurado en Francia. Tomó parte en todas las medidas de La Comuna que derrocaron a la burguesía. La caída de esta gesta dos meses después, le obligó a emigrar a Inglaterra y EE.UU.

La famosa canción La Internacional fue escrita por el poeta en junio de 1871 y aunque La Comuna sufrió una sangrienta derrota, siendo aplastada, La Internacional de Pottier espar-ció sus ideas liberadoras por todo el mundo, y hoy revive más vigente que nunca en pleno siglo XXI, cuando el capitalismo imperialista está en crisis.

Hoy a diferencia de 1871, contra este cruel sistema se levanta la fuerza del proletariado mundial, miles de veces más vasta y poderosa que la de aquel entonces. Todo un ejército que ob-jetivamente pertenece a un mismo bando, pero que requiere de la conciencia, para conquistar la independencia de cla-se frente a la burguesía y así lograr marchar bajo una misma bandera, ya no solo por las reivindicaciones fundamentales del trabajo, sino por la emancipación definitiva del yugo de la opresión y explotación mundiales.

Pottier murió hace mucho y en un país europeo, pero deja a los obreros colombianos un monumento imperecedero: su himno, que se debe entonar con orgullo, por ser parte de la Clase Obrera, la más importante y revolucionaria fuerza ja-más existente.

LA INTERNACIONAL


Arriba los pobres del mundo
de pie los esclavos sin pan
y gritemos todos unidos
viva La Internacional.

Removamos todas las trabas que oprimen al proletario cambiemos el mundo de base hundiendo al imperio burgués.

CORO

Agrupémonos todos
en la lucha final
y se alcen los pueblos
por La Internacional.

Agrupémonos todos
en la lucha final
y se alcen los pueblos con valor
por La Internacional.

No más salvadores supremos ni césar, ni burgués, ni dios pues nosotros mismos haremos nuestra propia redención. Donde tienen los proletarios el disfrute de su bien, tenemos que ser los obreros los que guíemos el tren.

CORO...

El día que el triunfo alcancemos ni esclavos, ni dueños habrá los odios que al mundo envenenan al punto se extinguirán. El hombre del hombre es hermano cese la desigualdad, la tierra será el paraíso bello de la humanidad.

CORO...


La Historia del Primero de Mayo de 1886

Hombres y mujeres venidos de todos los rincones de la tierra engrosaban las filas de la clase obrera en Norteamérica.

Millones de seres humanos encadenados por el grillete del salario fueron los artífices del crecimiento descomunal de las fuerzas productivas en el país del norte. Tal situación se mantuvo hasta que sobrevino una gran crisis de sobreproducción relativa, a mediados de la década de 1870.

Miles de obreros eran lanzados a la calle, arrojados como so-bras de la producción, castigados por haber producido, rela-tivamente, más de lo que la sociedad necesitaba. La riqueza acumulada por una minoría parasitaria se trocaba en miseria para ellos; la prosperidad general de la sociedad, se revertía en sufrimientos indecibles; la dicha y la alegría de los ricos se transformaba en desdicha de los pobres y hacía crecer su odio contra aquel sistema injusto. El “sueño americano” de una vida próspera se había convertido en una horrible pesadilla.

Al lado del crecimiento portentoso de las fábricas y del lujo fastuoso de unos cuantos magnates del capital, se amontona-ba la miseria y el hambre de la masa laboriosa, que estrujada en el infierno de las factorías y apiñada en tugurios sin luz, veía crecer sus hijos sin ninguna esperanza.

No había otra salida que organizarse, pues el obrero solo, está perdido e impotente. Surgieron así las primeras organizacio-nes que ensanchaban sus filas cada día, hasta convertirse en un poderoso movimiento social, exigiendo que se tratara a los obreros como seres humanos.

La burguesía se sentía amenazada y veía en aquel poderoso movimiento el fin de sus privilegios y tomó las medidas para defenderlos a sangre y fuego: convirtió los arsenales en for-talezas, transformó la Guardia Nacional en un ejército mo-derno y contrató grandes ejércitos privados de informantes, matones y pinkerton (vigilantes civiles armados).

Ante las exigencias de quienes todo lo producían, la respues-ta de los potentados fue el garrote, el encarcelamiento y el asesinato. Cada huelga era una verdadera batalla donde la policía, el ejército y los pinkerton garantizaban por la fuerza el ingreso de los rompe huelgas, desempleados contratados para impedir el paro de la producción; y no era extraño que los enfrentamientos terminaran con obreros baleados.

En Chicago se presentaba una situación excepcional, dado el salvajismo de los industriales, banqueros y comerciantes que, además de mantener en las condiciones infrahumanas a sus obreros, usaban el departamento de policía como una fuerza privada a su servicio.

Era normal que los policías interrumpieran las reuniones obreras a garrotazo limpio; allanaran las sedes sindicales y decomisaran lo que les viniera en gana; encarcelaran a los dirigentes y, muy frecuentemente, usaran también sus revól-veres contra la masa desarmada.

Los patrones y los medios de comunicación a su servicio, ha-bían convencido a los policías que detrás de cada huelguista había un comunista, un subversivo y un agente extranjero que pugnaba por destruir la sociedad. Se ayudaban además con el soborno permanente, de tal suerte que la mayoría de policías recibían además de la paga del municipio, una bonificación por sus servicios a favor de los capitalistas.

Acosados por el hambre y la miseria, perseguidos por las fuerzas del orden, silenciadas sus aspiraciones por la fuerza brutal del Estado al servicio de los dueños del capital, los obreros se vieron obligados a cambiar sus formas de lucha y sus métodos de acción. Algunos se armaron y comenzaron a surgir las milicias obreras, las arengas y pancartas fueron cambiadas por los rifles Springfield; pero sobre todo, se iba haciendo cada día más consciente, la necesidad de una ac-ción general de todos los trabajadores que enfrentara, no a un patrón individual quien podía vencerlos separadamente utili-zando el Estado a su servicio, sino enfrentando precisamente al Estado para obligarlo, por acción de la ley, a maniatar a los patrones individuales.

En 1884 la Confederación de Gremios Organizados y Trade-uniones (sindicatos) había convocado a un día nacional de acción el Primero de Mayo de 1886, para imponer la jornada de 8 horas.

Inicialmente la propuesta fue rechazada por las organizacio-nes anarquistas considerando que tal medida no resolvía la situación de los esclavos del salario. Sin embargo, ante la gran acogida que tuvo la propuesta entre las masas, se vieron obli-gadas a adoptarla, llegando a ser sus dirigentes, los mayores impulsores de la idea.

En 1885 una hoja, que corrió de mano en mano en las fábricas y barrios proletarios, llamaba a sumarse al movimiento por las ocho horas el Primero de Mayo con las siguientes frases:

“Un día de rebelión, no de descanso! Un día no ordenado por los voceros jactanciosos de las instituciones que tienen enca-denado al mundo del trabajador. Un día en que el trabajador hace sus propias leyes y tiene el poder de ejecutarlas! Todo sin el consentimiento ni aprobación de los que oprimen y gobier-nan. Un día en que con tremenda fuerza la unidad del ejército de los trabajadores se moviliza contra los que hoy dominan el destino de los pueblos... Un día de protesta contra la opresión y la tiranía, contra la ignorancia y la guerra... Un día en que comenzar a disfrutar ‘ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, ocho horas para lo que nos dé la gana’”.

Así las cosas, varios meses antes del Primero de Mayo de 1886 se había iniciado un gigantesco movimiento por las ocho ho-ras de trabajo. En cada hoja volante o periódico obrero de la época se encontraba el llamado a la lucha por esa reivindi-cación. De un extremo al otro del país, cual reguero de pól-vora, se había extendido el movimiento; Estados Unidos era sacudido en sus cimientos por la clase obrera que se ponía de pie, como un solo hombre, para exigir la jornada normal de 8 horas de trabajo.

Se presentaban disturbios repetidamente y era común ver los vagones de patrulleros llenos de policías armados que corrían a “sofocar” la llama de la lucha que prendía por doquier. “En marzo y abril -dice Henry David en su trabajo “El caso de Haymarket”- subió la tensión, como un termómetro al sol, al informarse en los periódicos de Chicago sobre los miles de trabajadores que diariamente declaraban que se adherían a la huelga...”

Para la última semana de abril se calculaba que 62.000 tra-bajadores de Chicago se habían comprometido a realizar el paro el Primero de Mayo, otros 25.000 exigían la jornada de ocho horas sin comprometerse con el paro y 20.000 ya ha-bían logrado esa conquista.

Ante los preparativos de la huelga, los patrones movilizaron a la Guardia Nacional, aumentaron las fuerzas policiales y fun-daron un cuerpo especial de represión. Los sindicatos reali-zaron dos grandes asambleas: la primera, la de los Caballeros del Trabajo, el 17 de abril, en el local “Calvary Armony” a la cual asistieron cerca de 21 mil trabajadores, la tercera parte de ellos se vio obligada a escuchar afuera, pues en el teatro no cabía un alma; la segunda, el domingo 25 de abril en la que Albert Parsons y August Spies hablaron ante 25 mil obreros.

Los periódicos al servicio del capital llamaban diariamente a “adornar cada poste de luz con el esqueleto de un comunista” y concentraron su ataque contra Parsons y Spies como los mayores responsables del movimiento en favor de las ocho horas.

El Chicago Mail, en el editorial del 1º de Mayo decía: “Hay dos rufianes peligrosos sueltos en esta ciudad; dos cobardes escurridizos que se proponen armar bronca. Uno se llama Parsons; el otro se llama Spies... Obsérvenlos hoy. No les qui-ten el ojo de encima. Háganlos personalmente responsables de cualquier problema que ocurra. Denles un castigo ejem-plar si ocurren problemas.”

Albert Parsons, nacido en Norteamérica, alguna vez propues-to para la presidencia de la república, era un orador elocuen-te que reunía en sus fervorosos discursos las aspiraciones de los desposeídos; dirigía el periódico bimestral Alarm (La Alarma) que contaba con más de tres mil lectores; incansable activista además, se había convertido en uno de los más que-ridos dirigentes no solo de los Caballeros del Trabajo, sino también del Sindicato Obrero Central del cual era fundador y, en fin, de todos los que buscaran organizarse y de quienes quisieran conocer las ideas de la posibilidad de un mundo sin esclavos.

Lucy, su esposa, era una mujer apasionada, de quien José Martí diría que de su corazón caían como puñales los dolores de la gente obrera; solía después de Parsons romper en arrebatado discurso que con tanta elocuencia llameante, no se pintó jamás el tormento de las clases abatidas; rayos los ojos, metralla las palabras, cerrados los puños, y luego, hablando de las penas de una madre pobre, tonos dulcísimos e hilos de lágrimas.

August Spies, venía de Alemania, era director del Arbeiter Zeitung, un diario que había mantenido en alto la bandera de la anarquía durante siete años; era también un magnífico orador que hacía estremecer a sus oyentes con sus discursos; la palabra precisa, el verso a flor de piel, el odio contra los tormentos de la explotación capitalista y el sueño hermoso del paraíso que habrían de construir los obreros con sus pro-pias manos, transformaban la masa cansada en un verdadero ejército en pie de guerra.

Contrariamente a lo que la burguesía creía, el Primero de Mayo no estalló la guerra, sus hombres acuartelados y sus francotiradores apostados en las terrazas se quedaron con la sed de sangre obrera.

Era un día hermoso, la primavera, amiga de los pobres, des-pedía con su luz y con los cálidos rayos del sol una inmensa confianza; los obreros salían de sus casas sin el miedo del frío y hasta los niños corrían por las calles como si fuera un día de fiesta. Más de un millón de proletarios en todo el país se habían unido a la jornada exigiendo las ocho horas de trabajo; unos 340 mil se movilizaron en gigantescas manifestaciones y cerca de 200 mil pararon las labores. ¡Nada se mueve sin el brazo poderoso del obrero!, había dicho alguien, pero era la primera vez que los proletarios en Estados Unidos lo veían.

En Chicago alrededor de 80 mil obreros se lanzaron a la calle; era un día radiante sin el estridente rugir de las máquinas, ni el humo de las chimeneas de las fábricas; aquella masa infor-me de obreros anónimos sentía un raro júbilo mirando hacia atrás y a los costados la enorme concurrencia que por pri-mera vez se unía como uno sólo hombre hermanada por su condición y sus aspiraciones: alemanes, polacos, bohemios, rusos, italianos, irlandeses, norteamericanos; negros, blancos y mestizos, católicos, protestantes y judíos; anarquistas, so-cialistas, republicanos, demócratas y comunistas; todos for-mando una voluntad indestructible para implantar la jornada de ocho horas de trabajo en todas partes.

Los discursos se sucedían uno a otro; hablaron en inglés, bo-hemio, alemán y polaco. Parsons fue el penúltimo en hablar y de sus palabras se extendió como un bálsamo en aquella mu-chedumbre, la idea del poder invencible de la unidad obrera.

Spies cerró el acto. Su fogoso discurso sublimó la lucha de los trabajadores y los llevó a acariciar muy de cerca el sueño de un mundo en que los productores, los obreros, disfrutaran de todo cuanto produjeran.

El Primero de Mayo culminó como un día de fiesta, donde los obreros, sin diferencias de raza, de nacionalidad, de idioma, de credo o de convicciones políticas, se unían en un abrazo fraterno para implantar la jornada de ocho horas y soñar con la abolición de la explotación asalariada. Allí se selló su uni-dad internacional como una sola clase, con idénticos intere-ses y objetivos.

El 3 de Mayo Trágico en Mc Cormick

A los tres días de la histórica jornada, todavía la huelga era sostenida por miles de obreros, el camino negro, que así se llamaba en la época el que conducía a la segadora Mc. Cor-mik, se encontraba atestado de hombres airados que, calle arriba, proferían insultos contra los rompe huelga: allí estaba la fábrica insolente que empleaba, para vencer a los obreros que luchaban contra el hambre y el frío, a las mismas víctimas desesperadas del hambre; rompe huelgas habían sido contra-tados para quebrantar el movimiento, obreros también todos ellos que por el salario de un día ayudaban a oprimir a sus hermanos.

Apretujados sobre las rocas, los obreros escucharon a los ora-dores hasta que sonó la campana de salida y las chimeneas dejaron de arrojar su humo espeso. Impetuosos, aquellos hombres ofendidos se armaron con piedras e hicieron trizas todos los cristales de la fábrica.

De pronto, surgidos de la nada, aparecieron los carros de pa-trulla de la policía escupiendo el fuego de la muerte, concen-trados todos, para cobrar con sangre la afrenta ocasionada al capital el día primero. Los guardianes del orden de los pode-rosos vaciaron sus revólveres una y otra vez contra la masa que respondió a los proyectiles con guijarros. Seis muertos y más de un centenar de heridos dejó la desigual batalla.

El dolor por los hermanos muertos hizo crecer el odio en-tre los proletarios humillados; Spies, testigo presencial de la masacre, escribió al día siguiente en el Arbeiter Zeitung: “La sangre se ha vertido... la milicia no ha estado entrenándose en vano... En la pobre choza, mujeres y niños cubiertos de re-tazos lloran por marido y padre. En el palacio hacen brindis, con copas llenas de vino costoso, por la felicidad de los ban-didos sangrientos del orden público. Séquense las lágrimas, pobres y condenados: anímense esclavos y tumben el sistema de latrocinio”.

En las salas de reunión de los proletarios, se debatía apasio-nadamente cómo responder. Una parte importante de los obreros, impulsada por los anarquistas quería desatar la insurrección y llamaba a las armas. Finalmente, después de una reñida discusión, los jefes más influyentes lograron convencer a los luchadores de que en lugar de un mitin armado, celebra-ran gigantescas manifestaciones, que trocaran los condados Springfield­ y la dinamita por el mayor número de asistentes. Se acordó entonces realizar varias manifestaciones, una de ellos debía concentrarse en la plaza del heno o Haymarket al día siguiente.

La bomba de Haymarket

El 5 de mayo fue un día de lluvia. En la mañana la policía atacó una manifestación de tres mil huelguistas, pero ni ella ni la lluvia lograron disolver ninguna de las innumerables reuniones de protesta. Al atardecer miles de proletarios lle-garon a la plaza Haymarket.

Spies y Parsons hablaron primero, la lluvia y el frío azotaban a los asistentes, amenazaba una fuerte tormenta y la mani-festación se fue disolviendo. Hablaba Sam Fieldem, cuando 180 policías concentrados no lejos de allí venían calle abajo en formación militar, amenazando con sus garrotes. La gente empezó a dispersarse rápidamente. El capitán Ward, al man-do, fue directamente hacia Fieldem y le ordenó disolver el mitin en el acto. “¿Qué hemos hecho en contra de la paz?”, le replicó Fieldem.

Sordos, ciegos y embrutecidos, los policías arremetieron contra los manifestantes que ya se dispersaban, eran ya más de la diez de la noche y la oscuridad no permitía distinguir con claridad más allá de unos cuantos metros. Un relámpa-go rompió la oscuridad y una poderosa explosión desató una terrible confusión. Una bomba de gran poder había estallado entre las filas de los uniformados.

Los fogonazos de los revólveres policiales disipaban por se-gundos la oscuridad. Frenéticos, los policías disparaban en todas direcciones, pisoteaban y golpeaban sin concierto al-guno; los manifestantes huían tropezaban y caían, algunos fueron heridos. El balance final según la prensa fue: un policía muerto en el lugar, siete hombres que murieron poco después y cientos de heridos.

La prensa se ensañó contra el obrero: “¡Ahora es Sangre!, de-cía un titular, Una bomba arrojada contra la policía inaugura el trabajo de la muerte”. “La multitud parecía enloquecida por un deseo frenético de sangre y de sostener su terreno, dispa-rando descarga tras descarga contra los agentes...”, torcía la verdad el New York Tribune.

Se desata la Ola de Terror

¡A la horca las cabezas y los pensamientos! Era el clamor unánime de los magnates del capital, en sus medios de prensa. El Chicago Tribune con su ya conocido odio declaraba: “La justicia pública exige que los asesinos europeos August Spies, Michael Schwab (otro dirigente de la Asociación del Pueblo Trabajador) y a Samuel Fieldem se les detenga, se les juzgue y se les ahorque. La justicia pública exige que el asesino A. R. Parsons, de quien se dice deshonra este país por haber nacido en él, sea capturado juzgado y ahorcado por asesinato”.

La policía azuzada no solo por los dueños del capital sino además por la prensa, por la cátedra y el púlpito desató una verdadera ola de terror: las cárceles fueron atestadas con de-tenidos extranjeros, las casas humildes fueron allanadas, las instalaciones de los periódicos obreros fueron brutalmente destruidas y detenidos sus responsables, las sedes sindicales y demás locales de las organizaciones obreras fueron invadidos echando sus puertas al piso.

“A los sospechosos se los golpeaba y se les sometía al ‘tercer grado’ -narra el profesor Harvey Wish- la policía torturaba a individuos totalmente ignorantes de lo que significaba anar-quismo o socialismo. Algunas veces también se les obligaba a actuar como testigos para el Estado. ‘Primero invadan, y después busquen la ley’, decía Julius S. Grinnell, fiscal de Chi-cago designado para el caso”.

En los días siguientes se arrestó a toda la junta directiva de los Caballeros del Trabajo, del distrito de Milwaukee, y se les acusó de sedición y conspiración. Cuatro dirigentes de los Caballeros del Trabajo de Pittsburg fueron también encar-celados y acusados de conspiración, mientras que en Nueva York toda la junta directiva del distrito 75 de la misma or-ganización fue arrestada, acusada también de conspiración por haber dirigido la huelga de la Tercera Avenida Elevada.

“Jueces corrompidos y la policía, que es esclava de los mono-polios están ahora arrestando a los ciudadanos en números incalculables”, denunciaba John Swinton.

Parsons, Spies, Fieldem, Schwab, George Engel, Adolph Fis-cher, Louis Lingg y Oscar Neebe, fueron acusados formal-mente de conspiración en el asesinato de Mathis J. Degan, el policía muerto en Haymarket. De ellos, únicamente Spies, Parsons y Fieldem habían estado en el lugar, incluso Parsons, ya se había retirado de la plaza en el momento de la explosión de la bomba.

Parsons, escapó hacia Winsconsin pero días después se pre-sentó a la corte; convencido que el juicio era una farsa, dijo: “vuestras honorabilidades, he venido para que se me procese junto a todos mis inocentes compañeros”.

Un Juicio Contra la Esclavitud Asalariada

El juicio fue una farsa antiobrera con el cual la burguesía nor-teamericana quería castigar, en la cabeza de sus dirigentes, la osadía de imponer con la fuerza de su unidad la jornada normal de ocho horas de trabajo. Éste había sido un colo-sal atrevimiento que no dejaría pasar sin castigo y ejecutó su venganza con desvergonzada sevicia.

La farsa se inició el 21 de junio de 1886, ante el juez Joseph E. Gary, un sirviente irrestricto de los potentados. El jurado fue compuesto por comerciantes, industriales y empleados al servicio de esos mismos comerciantes e industriales. Los testigos y las pruebas fueron fabricados, “los testimonios se lograban de hombres ignorantes y aterrorizados, a quien la policía había amenazado con torturarlos si se rehusaban a jurar por lo que ellos les ordenaban...” denunció posterior-mente el gobernador de Illinois, John P. Altged.

En una escandalosa orgía, la burguesía trató de aplastar en aquellos dirigentes toda la causa obrera. Su veredicto estaba dictado de antemano y sólo necesitaba la formalidad.

Y he ahí, que aquellos condenados se irguieron poderosos para condenar y sentenciar la sociedad que hacía de ellos es-carmiento, convirtiendo aquella asquerosa farsa en un juicio a la moderna esclavitud.

Uno tras otro defendieron con dignidad sus convicciones, de-clarándose culpables, no de la muerte del policía en Haymar-ket, sino de ayudar a levantarse a los millones de pisoteados, sus hermanos, que con su miseria y padecimientos llenaban los bolsillos de los capitalistas.

Neebe, el único a quien la condena de muerte le fue conmu-tada por quince años de prisión, exigió que a él también se le condenara a muerte, declarando que no era menos culpable que sus compañeros ya que todos eran inocentes: “Vi que a los panaderos de esta ciudad se les trataba como a perros. Y ayudé a organizarlos. ¿Es eso un crimen? Ahora trabajan 10 horas al día en vez de las 14 o 16 que trabajaban antes. ¿Es otro crimen? Pues cometí otro mayor. Una madrugada obser-vé que los trabajadores cerveceros de Chicago comenzaban sus tareas a las cuatro de la mañana. Regresaban a sus casas hacia las siete u ocho de la noche. Nunca veían a sus familias y sus hijos a la luz del día. Fui a trabajar por organizarlos. Pero, vuestras honorabilidades, aún cometí otro crimen: vi a los empleados de comercio y a otros empleados de la ciudad que trabajaban hasta las diez y once de la noche. Emití una convocatoria, y hoy están trabajando solamente hasta las siete de la noche y no trabajan los domingos. ¡Estos son mis grandes crímenes!”

Parsons, desafiante y apasionado demostró que no habían sido los obreros, sino las fuerzas militares al servicio de los ricos quienes utilizaban las balas para acallar los reclamos de los pobres. Afirmó además que la bomba de Haymarket, ha-bía sido lanzada por un agente pagado por los industriales, en su intento por quebrantar el movimiento en favor de la jor-nada de ocho horas de trabajo. “Yo soy socialista. Soy uno de los que piensan que el salario esclaviza, que es injusto... Pero no aceptaría dejar de ser esclavo del salario para convertir-me en patrón y dueño de esclavos yo mismo... Estos son mis crímenes!... nosotros somos víctimas de la conspiración más negra y más sucia que jamás se haya tramado...”

Las palabras de Spies, dirigidas al juez Gary, retumban toda-vía, cual sentencia de muerte a todo el orden capitalista: “Si usted cree que ahorcándonos puede eliminar el movimiento obrero, el movimiento del cual millones de pisoteados, millo-nes que trabajan duramente y pasan necesidades y miserias esperan la salvación, si esa es su opinión... ¡entonces ahór-quenos! Así aplastará una chispa, pero allá y acullá, detrás de usted y frente a usted y a sus costados, en todas partes, se encienden llamas. Es un fuego subterráneo. Y usted no podrá apagarlo.

“Y ahora, éstas son mis ideas. Constituyen parte de mí mismo. No puedo despojarme de ellas, y si pudiese, no lo haría. Y si Usted cree que puede destruir esas ideas que están ganan-do más y más terreno cada día, mandándonos a la horca, si una vez más usted dicta pena de muerte a la gente por haber osado decir la verdad; entonces ¡orgullosa y desafiantemente pagaré ese tan caro precio! ¡Llame a su verdugo!...”

El 9 de octubre se dictó la sentencia de muerte. Pero Nortea-mérica era nuevamente sacudida, esta vez por una oleada de opinión en contra del juicio-farsa. Ya no era posible ocultar por más tiempo que aquello era una venganza de los capita-listas, y millones de personas, incluso de las clases poseedo-ras exigían la libertad de los acusados.

Lucy Parsons, fue en cierto sentido la artífice de todo aquel movimiento; con sus dos pequeños hijos desafiando miles de obstáculos, se lanzó a una batalla con la firme convicción de “Salvar las vidas de siete hombres inocentes, a uno de ellos de los cuales amo más que a la vida misma”.

Realizó una gira por todo el país durante casi un año, se diri-gió a más de 200 mil personas de 17 estados, viajaba de día y hablaba de noche, escribió centenares de cartas tanto a orga-nizaciones obreras como a personalidades en distintos países contagiando de su fervor a tanta gente, que nadie podía sen-tirse indiferente.

Todas las organizaciones obreras de Estados Unidos y miles más en Europa se dirigían al Estado americano para impedir aquel crimen. Centenares de manifestaciones en Rusia, Ale-mania, Francia, Italia, España, Holanda e Inglaterra exigieron la libertad de los acusados. Incluso la Cámara de Diputados de Francia envió un despacho solicitando clemencia y justicia al gobernador Oglesby.

Hasta Nina Van Zandt, una rica y bella jovencita, se gastó una fortuna para casarse con Spies, con la esperanza de que su gesto conmoviera al jurado y no condenara a la muerte a ese desconocido, que la había atrapado con su pasión por la no-ble causa que seguía defendiendo, aún a las puertas mismas de la muerte.

La orden de ejecución ya estaba firmada para el 11 de no-viembre de 1887 y sólo un día antes de esta fecha, el gober-nador Oglesby conmutó las penas de muerte de Fieldem y Schwab por condenas a prisión perpetua. Ese mismo día la celda de Luois Lingg fue sacudida por una súbita explosión que le destrozó la garganta muriendo horas después. Dijeron que se había suicidado pero siempre quedó la sospecha de que había sido un asesinato.

La muerte llegó con la mañana del 11 de noviembre de 1887, los cuatro condenados vestidos con túnicas blancas se veían cual gigantes frente a los verdugos y a los asistentes al maca-bro espectáculo.

“Llegará el día en que nuestro silencio será más elocuente que las voces que ustedes estrangulan hoy”, alcanzó a decir Spies, antes de que el nudo corredizo silenciara su voz.

“Este es el momento más feliz de mi vida” dijo Fischer. 
“¡Viva la anarquía!”, gritó Engel.

“¿Se me permitirá hablar, ¡oh! hombres de los Estados uni-dos?, retumbó la voz de Parsons en la sala, ¡Déjeme hablar, alguacil Matson! ¡Que se escuche la voz del pueblo!”

Dos días demoró el desfile interminable de amigos, de gen-tes sencillas, de obreros que iban a despedir a sus camaradas asesinados. Las casas humildes fueron adornadas con cintas rojas en señal de duelo. Chicago asombrado vio pasar más de cien mil personas acompañando aquel funeral convertido en una acusación terrible contra el orden de los ricos. El Arbeiter Zeitung, esa noche esperaba a aquel gentío con la frase: “He-mos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos al fin el mundo ordenado conforme a la justicia...”

Siete años más tarde, una revisión del proceso, hizo pública la inocencia, tanto de los asesinados en la horca, como de los encarcelados, a quienes de inmediato se liberó.

El Significado Histórico del Primero de Mayo 

Un año después de la ejecución, la Federación Americana del Trabajo resolvió que a partir del 1º de Mayo de 1890 se realizaría un día de huelga para manifestar por las reivindicaciones y aspiraciones de la clase obrera, así como para rendir homenaje a los mártires de Chicago.

Entre el 14 y el 20 de julio de 1889, se celebró el Congreso Obrero de París, Primer Congreso de la II Internacional, el cual adoptó como suyo el 1º de Mayo y llamó a la clase obre-ra de todos los países, a manifestarse el 1º de Mayo de 1890 para: “exigir a los poderes públicos la reducción legal de la jornada de trabajo a ocho horas y la aplicación de las otras resoluciones del Congreso”. Y llamó a todos los trabajadores de la tierra para que consagraran el 1º de Mayo de cada año como el día internacional de la clase obrera.

Y, efectivamente, desde 1890 la clase obrera en todos los rin-cones de la tierra, el 1º de Mayo levanta sus banderas, pasa revista a sus filas y se prepara para culminar la obra anuncia-da por los mártires de Chicago: abolir la propiedad privada y las clases. El 1º de Mayo fue así consagrado como el ¡Día Internacional de la Clase Obrera!

Un día de unidad, solidaridad y lucha internacional de la clase que no tiene nada que perder excepto sus cadenas.

Un día en que los obreros de todas las convicciones, credos, nacionalidades, razas y sexos logran atravesar los continen-tes, entrelazar sus manos y levantar sus puños lanzando sus gritos de batalla, cerrando filas bajo la bandera del interna-cionalismo proletario.

Un día que simboliza la lucha por declarar que el pulso del mundo se debe marcar y se marcará por el pulso del prole-tariado, quien ha entrado a la historia como el verdadero se-pulturero de la reacción mundial y por tanto, como la única clase que emancipándose, emancipará a toda la humanidad, poniendo fin a toda forma de opresión y explotación sobre la tierra.

El Primero de Mayo en Colombia

La clase obrera en Colombia nace a finales del siglo diecinue-ve, y el 1º de Mayo, como día internacional suyo, empezó a conmemorarse en la primera década del siglo veinte, cuando ya había logrado algún desarrollo en su conciencia y en su nivel de organización.

Sus condiciones de existencia no eran muy diferentes del res-to de la clase obrera de los demás países en su nacimiento, sólo que en las condiciones de un país oprimido en calidad de semicolonia: jornadas extenuantes de 14 y 16 horas de tra-bajo, salarios miserables, sin ninguna protección legal y sin derecho a organizarse o reclamar.

Obligada a luchar por mejorar sus condiciones, sus organiza-ciones nacen inspiradas por la experiencia del movimiento obrero internacional, en particular, por las ideas socialistas de Marx y Engels que ya habían conquistado al proletariado de Europa y Norteamérica por su justeza, pero también dis-torsionadas por las ideas liberales radicales.

Hasta 1909 el 1º de Mayo en Colombia se conmemoraba en reuniones cerradas organizadas por obreros y artesanos en diferentes ciudades del país, donde se rendía homenaje a los mártires de Chicago y se trataba de despejar el horizonte de la clase obrera, de comprender su papel en la sociedad.

El 13 de marzo de 1909, es tal vez la primera vez que la clase obrera en Colombia apareció con relativa independencia en la lucha de clases; y se presentó en las manifestaciones que condenaban la entrega del canal de Panamá al imperialismo yanqui por parte de la dictadura de Rafael Reyes.

Invadió la Asamblea Nacional y se desbocó por las calles y plazas de la capital, ganándose en los hechos su existencia como clase, su derecho a expresarse públicamente y a orga-nizarse con independencia. Su actuación le proporcionó un enorme impulso; ese año, según Ignacio Torres Giraldo, en su “Síntesis de Historia Política de Colombia”:

“Se realizan asambleas locales y regionales de trabajado-res, y se presentan reclamos colectivos que llegan inclusive a combativas huelgas, como sucede precisamente en 1910 con el gran movimiento de braceros portuarios, obreros de construcción y transportadores fluviales y ferroviarios que abarcó la extensa región de la Costa Atlántica desde Calamar hasta Barranquilla y Puerto Colombia.”

Desde ese año, el 1º de Mayo se convirtió en un día de lucha, donde los trabajadores realizaban manifestaciones exigiendo sus reivindicaciones y ya existía una idea más clara de la ne-cesidad de organizarse como Partido Político para conquistar el poder político.

Ante la creciente influencia de las ideas socialistas entre los proletarios, impulsadas además por el triunfo de la clase obre-ra en Rusia en 1917, los patrones y la iglesia tratan de apartarla de su senda y dedican grandes esfuerzos a ello, difundiendo propaganda anticomunista y realizando misas y fiestas de re-creación para la fecha.

Iván Darío Osorio, en Historia del Sindicalismo Antioqueño 1900-1986, dice que para el 1º de mayo de 1919, el “sindicato” del patronato de Medellín (una organización dirigida por la jerarquía católica) “distribuyó 13.000 hojas a todos los obre-ros y obreras de la ciudad, en que se mostraba el peligro de aquella fiesta. Dirigió cartas a los industriales para pedirles que no cerraran las fábricas el 1º de mayo e igualmente se les invitó para que asistieran al Colegio de San Ignacio a una reunión presidida por el R.P. Gabriel Lizardi. S.J., Director de la Acción Social Católica.”

Ese día, en momentos en que los curas daban misa, se cele-braba una manifestación obrera que culminó en un acto ce-rrado en el Teatro El Bosque, en el cual se aprobó el “Acta de unión, emancipación y organización del Partido Obrero” en esa ciudad.

Ese mismo año, según Torres Giraldo, 48 organizaciones nacionales y regionales, todas bajo la influencia de grupos y dirigentes socialistas, que tenían como tarea movilizar a las masas ese día, conmemoraron el 1º de Mayo. Jornada de ocho horas y descanso dominical, aumento de salarios y mejores condiciones de trabajo, fueron las banderas en todas las ma-nifestaciones.

Este ascenso del movimiento obrero de masas, logra impor-tantes conquistas en materia salarial y ya la consigna por la jornada de 8 horas de trabajo y el descanso dominical remu-nerado se generalizaba. El empuje del movimiento en 1919 consigue la expedición de una ley de huelgas.

El Primero de Mayo de 1924 en una imponente manifestación en Bogotá se realiza el Primer Congreso Obrero de Colombia, el cual coincidió con una Conferencia Nacional Socialista y un Congreso Nacional Estudiantil. Hasta allí el movimiento obrero era uno solo, el movimiento sindical, como el movi-miento político de la clase obrera marchaban de la mano.

Por la lucha intensa de los trabajadores, ese año empieza a aparecer más clara la legislación laboral sobre trabajo infantil. Y a partir de allí el Primero de Mayo en Colombia conquistó su carácter de Día Internacional de la Clase Obrera.

En 1925 las manifestaciones fueron majestuosas y combati-vas, donde las masas obreras celebraron la caída del ministro del trabajo, ocasionada por una formidable huelga de los telegrafistas con el apoyo de toda la clase obrera. En la gigantesca manifestación de Medellín es proclamada María Cano como la “Flor del Trabajo”, una gran agitadora socialista, en quien las masas veían una heroína y en sus discursos ardorosos, lla-mas que incendiaban la tupida sombra del régimen económi-co y social.

En 1926 ya se reclama abiertamente la jornada de 8 horas de trabajo. Éste fue uno de los puntos principales de la histórica Huelga del Ferrocarril del Pacífico, la cual se convirtió en un movimiento de carácter nacional, que contó con la partici-pación solidaria de todo el proletariado del Valle y Caldas, contabilizándose más de diez mil obreros en paro. La huelga conquistó la jornada de ocho horas para los proletarios ferro-viarios y obligó a que meses más tarde se decretara el descan-so dominical obligatorio y remunerado.

Los años posteriores fueron la reafirmación de las conquistas obreras, entre ellas su propia organización política indepen-diente, pese a las terribles persecuciones, al encarcelamiento de los dirigentes, al abaleamiento e incluso la masacre de los huelguistas, como sucedió con los obreros de Barrancaber-meja en 1927 y los proletarios de las plantaciones bananeras en Magdalena en 1928.

En 1934, ante una nueva y poderosa oleada huelguística, el gobierno de Olaya Herrera se vio obligado a implantar por decreto la jornada normal de ocho horas de trabajo, entre otras, un convenio internacional que la burguesía colombiana había contraído desde hacía mucho tiempo.

En 1936 se realizó la llamada “histórica manifestación del 1º de Mayo en Bogotá”, donde en un hecho sin precedentes, los dirigentes de la clase obrera la movilizan para apoyar al tirano de turno, Alfonso López Pumarejo, con el pretexto de opo-nerse a la reacción y en defensa de la democracia burguesa.

Allí se enterró la independencia conquistada y jamás el Pri-mero de Mayo volvió a ser lo mismo, porque desde esa época, el oportunismo colombiano obligó al movimiento obrero a marchar bajo las banderas de la burguesía y en apoyo al im-perialismo ruso o europeo.

En 1940 es el propio presidente Santos (de los dueños del diario burgués El Tiempo) quien lee el discurso oficial de la manifestación; hecho que da cuenta del grado de postración a que el oportunismo había conducido a la clase obrera. Así se expresó el dictador ante los manifestantes: “Enfrentar las clases capitalistas y obreras puede tener alguna explicación en los países en donde unas y otras han alcanzado tanto de-sarrollo entre ellas que se plantea el problema imperial de do-minación. Pero entre nosotros, en un país que no solo es joven, sino que en ciertos aspectos sale apenas de la infancia, y que tiene ante sí un porvenir con todas sus promesas infinitas, la lucha de clases solamente representaría dentro de su máxima expresión realidades de anarquía y ruina para todos”.

Es decir, no la lucha de clases, sino la conciliación y la con-certación entre ellas y la defensa del país o de la “producción nacional”. Tal parece que los discursos en boga ahora, fueron aprendidos por los oportunistas de los demagogos tiranos de los años treinta del siglo pasado.

Desde mediados de la década del sesenta y hasta finales de los setenta, la clase obrera logra rescatar el 1º de Mayo como su día internacional. Obreros revolucionarios influenciados por el Partido Comunista de Colombia (marxista leninista) y la Gran Revolución Cultural Proletaria en China, le dan un poderoso impulso a la lucha por la independencia de clase y nuevamente conquistan el carácter internacionalista y revo-lucionario de la jornada.

El Primero de Mayo vuelve a ser de majestuosas manifesta-ciones condenando la esclavitud asalariada y levantando la bandera del internacionalismo­ proletario; un auge del movi-miento revolucionario de las masas impone como himno ofi-cial de las manifestaciones La Internacional. Los combativos sectores del Sindicalismo Independiente logran neutralizar la influencia perniciosa de las centrales patronales, Unión de Trabajadores de Colombia -UTC- y Confederación de Tra-bajadores de Colombia -CTC-, así como del reformismo re-presentado en la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia -CSTC- dirigida por el falso (y prosocialimperialis-ta ruso) Partido Comunista Colombiano.

Luego vino la crisis del movimiento obrero, ocasionada por la derrota del proletariado en Rusia, a finales de los cincuen-ta, y en China, en 1976, lo cual dejó al proletariado perplejo; sus organizaciones destruidas y sus aspiraciones frustradas; el sueño de un mundo sin esclavos, parecía haberse desvanecido y el escenario fue ocupado por la socialdemocracia europea, que pretendió cambiar el carácter internacional de la lucha de la clase obrera, por el estrecho antiimperialismo yanqui y la defensa de la burguesía nacional; pretendió sepultar la idea de la muerte inevitable del capitalismo para sustituirla por la baratija de un capitalismo más humano, por la falacia de un “socialismo democrático”, sin abolir la propiedad privada ni las clases sociales.

El 1º de Mayo, fue entonces convertido en un carnaval nacio-nalista y burgués, donde no se cantaba el himno de la clase obrera sino el asqueroso himno nacional de la burguesía; la bandera proletaria, que simboliza la alianza fraterna de los obreros y los campesinos, fue arriada para colocar en su lugar el tricolor nacional burgués. Los obreros marchaban nueva-mente, bajo la bandera de la clase enemiga.

Repuesto de los duros golpes y reveses, analizada críticamen-te la experiencia, el movimiento obrero mundial, vuelve a la lucha mejor armado y se propone el rescate del Primero de Mayo como el Día Internacional de la Clase Obrera. En 1984, la Conferencia Internacional de Organizaciones y Partidos Comunistas Revolucionarios, que dio vida al Movimiento Revolucionario Internacionalista (ya fenecido), en su mensa-je de la fecha, hace un “llamado a los obreros, a los pueblos oprimidos y a los comunistas auténticos de todos los países a cerrar filas bajo la bandera roja del proletariado y a acelerar la lucha por la revolución proletaria mundial contra el impe-rialismo, el social-imperialismo y toda forma de reacción”.

“¡Primero de Mayo, día de unidad, solidaridad y lucha inter-nacionales para la clase obrera que no tiene nada que perder más que sus cadenas y tiene en cambio un mundo que ganar!

¡Primero de Mayo, día en que los obreros y trabajadores de todas las nacionalidades, razas y sexos logran atravesar los continentes y entrelazar sus manos, día en que juntos levantan sus puños cerrados y lanzan sus gritos de batalla, cerrando filas bajo la bandera del internacionalismo proletario!...

¡Primero de Mayo, día que simboliza el Poder rojo encarnado en los brazos del proletariado, que bajo la guía del movimiento comunista internacional, emancipará a la toda la humanidad y pondrá fin a toda forma de opresión y explotación, avanzando al comunismo!

Es por estas razones, por las que los enemigos abiertos y dis-frazados del proletariado internacional recurren a todos los medios contrarrevolucionarios de que son capaces con el fin de manchar y empañar este significado histórico del Primero de Mayo, para desorientar al proletariado y minimizar el pa-pel que el Primero de Mayo puede jugar en la lucha por la re-volución proletaria mundial o para volverlo obsoleto. Esto ha sido cierto en el pasado y seguirá siendo cierto en el futuro.”

Este llamado militante y urgente apenas fue acogido por un reducido número de obreros en Colombia, quienes se propusieron rescatar el carácter internacionalista y revolucionario del Primero de Mayo. En 1990 eran sus voces todavía apenas lánguidos susurros, apabullados por las voces de los enemigos de la clase obrera.

Poco a poco y año tras año, el número de obreros que se de-ciden a marchar bajo las banderas del internacionalismo re-volucionario aumenta y ya en varias ciudades, se ha logrado rescatar el contenido Internacionalista y Revolucionario del Primero de Mayo, y, en muchas, ya se entona nuevamente, La Internacional como el himno oficial de las manifestaciones.

Hoy, el proletariado se apresta a marchar nuevamente el Pri-mero de Mayo en un mundo maduro para la revolución, en una sociedad sacudida por las guerras de agresión imperia-lista, en una ola creciente de indignación y odio contra toda forma de opresión y explotación.

En Colombia, la clase obrera marcha hacia un enfrentamiento con sus centenarios enemigos, la burguesía, los terratenientes y sus socios imperialistas, y este Primero de Mayo, debe ser-vir para reafirmar su decisión de lucha, para templar sus filas, en la perspectiva de la revolución socialista.

La posibilidad de triunfo del proletariado es inevitable, y aunque parezca que el imperialismo y las clases dominantes son todopoderosas e invencibles, no pasa de ser una aparien-cia, pues la revolución está ya caminando y es inevitable su victoria.

Quienes sí son invencibles y poderosas son las masas popula-res, porque sus intereses coinciden con el desarrollo objetivo hacia la revolución y esto es independiente de la voluntad de los hombres; porque será inevitable el fin del imperialismo y el advenimiento del socialismo, el arribo de la humanidad al comunismo.

El desarrollo de la clase obrera en pos de su propio Partido Político, junto con el ascenso revolucionario de su lucha, está cambiando la situación y nuevos destacamentos de obreros revolucionarios, se aprestan a recoger las banderas que la burguesía pretendió enterrar con el asesinato de los márti-res de Chicago. El fuego subterráneo del cual hablaba Spies, crepita ahora sobre la superficie y el ejército mundial de los proletarios, se apresta a cumplir su misión de acabar con la propiedad privada y las clases sociales e instaurar el paraíso bello de la humanidad sobre la tierra.

MÁRTIRES DE CHICAGO HABLAN LOS SENTENCIADOS

El 20 de agosto de 1886, ante el Tribunal en pleno, fue leído el veredicto del Jurado: condenados a muerte Spies, Schwab, Lingg, Engel, Fielden, Parsons, Fischer y a 15 años de trabajos forzados, Oscar W. Neebe.

Se les concedió el uso de la palabra a los sentenciados. Sus discursos se conservan y algunos fragmentos de ellos se re-producen aquí, en el orden en que fueron pronunciados. Hiela la sangre leerlos. Se trata de hombres que sabían de antemano que serían condenados a la pena capital por un crimen que no habían cometido. Sus palabras, inspiradas y proféticas, tienen un patetismo que los años pasados desde entonces no logran borrar.

La actuación de estos hombres es un fiel reflejo de la fuerza del movimiento obrero, de sus deseos de liberación y de la convicción de que este sistema debe morir para dar paso al reino del trabajo y la libertad.

DISCURSO DE AUGUST SPIES

(Director del “Arbeiter Zeitung”, 31 años. Nacido en Alemania Central)
“Al dirigirme a este Tribunal lo hago como representante de una clase social enfrente de los de otra clase enemiga, y em-pezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos en ocasión semejante: “Mi defen-sa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia”.

Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de que el ministerio público no ha presentado prueba alguna de que yo conozca al que arrojó la bomba, ni siquiera de que en tal asunto haya tenido yo la menor intervención. Sólo el testimonio del procurador del Estado y el de Bonfield, y las contradictorias declaraciones de Thompson y de Gill-mer, testigos pagados por la Policía, pueden hacerme aparecer como criminal.

Y si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi res-ponsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su eje-cución no son más que un crimen maquiavélicamente conce-bido y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas y religiosas.

Se han cometido muchos crímenes jurídicos aun obrando de buena fe los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. En esta ocasión, ni esa ex-cusa existe. Por sí mismos, los representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los testimonios, y han elegido un Jurado viciado en su origen. Ante este Tribunal, ante el públi-co, yo acuso al procurador del Estado, y a Bonfield, de conspiración infame para asesinarnos.

La tarde del mitin de Haymarket encontré a un tal Legner. Este joven me acompañó, no dejándome hasta el momento en que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que me atribu-ye Thompson. Sabe que no bajé de la tribuna para encender la bomba. ¿Por qué los honorables representantes del Estado rechazan a este testigo que nada tiene de socialista? Sencilla-mente porque probaría el perjurio de Thompson y la falsedad de Gillmer. Y el nombre de Legner estaba en la lista de los tes-tigos presentados por el ministerio público. No fue, sin embar-go, citado a declarar, y la razón es obvia. Se le ofrecieron 500 dólares para que abandonara la ciudad, y rechazó indignado el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner, nadie sa-bía de él ¡el honorable, el honorabilísimo fiscal Grinnell, me contestaba que él mismo lo había buscado sin conseguir en-contrarlo! Tres semanas después supe que aquel joven había sido llevado detenido por dos policías a Buffalo, Estado de Nueva York. ¡Juzgad quiénes son los asesinos!

Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido el causante de que se la arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí... Mas, decís, “habéis publicado artículos sobre la fabricación de dinamita”. Y bien, todos los periódicos los han publicado, entre ellos los titulados “Tribu-ne” y “Times”, de donde yo los trasladé, en algunas ocasiones, al “Arbeiter Zeitung” ¿Por qué no traéis al estrado a los editores de aquellos periódicos?

Me acusáis también de no ser ciudadano de este país. Re-sido aquí hace tanto tiempo como Grinnell, y soy tan buen ciudadano como él cuando menos, aunque no quisiera ser comparado con tal personaje. Grinnell ha apelado innecesa-riamente al patriotismo del Jurado y yo voy a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡El patriotismo es el último refugio de los infames!

¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos?

Hemos explicado al pueblo sus condiciones y las relaciones sociales; le hemos hecho ver los fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la causa de todas las iniquidades, iniquidades tan monstruosas que claman al cie-lo. Nosotros hemos dicho, además, que el sistema del salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho sistema preparaba el camino y favo-recía la fundación de un sistema cooperativo universal, que tal es el socialismo. Que tal o cual teoría, tal o cual diseño de mejoramiento futuro, no eran materia de elección, sino de necesidad histórica, y que para nosotros la tendencia del pro-greso era la de una sociedad de soberanos en la que la liber-tad y la igualdad económica de todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden natural.

Grinnell ha dicho repetidas veces que es el anarquismo lo que se trata de sojuzgar. Pues bien, la teoría anarquista pertenece a la filosofía especulativa. Nada se habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En ese mitin sólo se trató de la reducción de horas de trabajo. Pero insistid: “Es el anarquismo al que se juzga”. Si así es, por vuestro honor que me agrada: yo me sentencio, porque soy anarquista. Yo creo como Burke, como Paine, como Jefferson, como Emerson y Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de castas y de clases, el estado donde una clase vive a expensas del trabajo de otra clase -a lo cual llamáis orden- yo creo, digo, que esta bárbara forma de organización social, con sus ro-bos y asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria o a la hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sen-tenciarme, honorable Jurado, pero que al menos se sepa que aquí, en Illinois, ocho hombres fueron condenados por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el triunfo final de la Libertad y de la Justicia!

Grinnell ha repetido varias veces que éste es un país adelan-tado. ¡El veredicto corrobora tal aserto!

Este veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, los esclavos del salario; si esperáis salvaros y lo creéis, ¡ahor-cadnos!... Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá, y debajo, y al lado, y en todas partes surge la Revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina.

Vosotros no podéis entender esto. No creéis en las artes diabó-licas, como nuestros antecesores, pero creéis en las conspira-ciones. Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patrones que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los te-rratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los miserables y escuálidos labradores... Supri-míos vosotros mismos, porque excitáis el espíritu revolucio-nario.

Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de aniquilar esas ideas, que ganan más y más terreno cada día, mandándonos a la hor-ca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la verdad -y os desafiamos a que demostréis que he-mos mentido alguna vez-, yo os digo que si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La ver-dad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Juan Huss, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!”.

El discurso de Spies, interrumpido sin cesar por el juez, duró más de 2 horas. Hablaba como un iluminado, y las interrup-ciones parecían hacerlo más enérgico y elocuente.

DISCURSO DE MICHAEL SCHWAB

(Nacido en Baviera, Alemania. Tipógrafo. Tenía 33 años en el momento del juicio)

“Hablaré poco, y seguramente no despegaría mis labios si mi silencio no pudiera interpretarse como un cobarde asenti-miento a la comedia que acaba de desarrollarse.

Habláis de una gigantesca conspiración. Un movimiento so-cial no es una conspiración, y nosotros todo lo hemos hecho a la luz del día. No hay secreto alguno en nuestra propaganda. Anunciamos de palabra y por escrito una próxima revolu-ción, un cambio en el sistema de producción de todos los paí-ses industriales del mundo, y ese cambio viene, ese cambio no puede menos que llegar...

Si nosotros calláramos, hablarían hasta las piedras. Todos los días se cometen asesinatos; los niños son sacrificados in-humanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar y los hombres mueren lentamente, consumidos por sus rudas fae-nas, y no he visto jamás que las leyes castiguen estos críme-nes...

Como obrero que soy, he vivido entre los míos; he dormido en sus tugurios y en sus cuevas; he visto prostituirse la virtud a fuerza de privaciones y de miseria, y morir de hambre a hombres robustos por falta de trabajo. Pero esto lo había co-nocido en Europa y abrigaba la ilusión de que en la llamada tierra de la libertad, aquí en América, no presenciaría estos tristes cuadros. Sin embargo, he tenido ocasión de conven-cerme de lo contrario. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos hay más miseria que en las naciones del viejo mundo. Miles de obreros viven en Chicago en habita-ciones inmundas, sin ventilación ni espacio suficientes; dos y tres familias viven amontonadas en un solo cuarto y comen piltrafas de carne y algunos restos de verdura. Las enfermedades se ceban en los hombres, en las mujeres y en los niños, sobre todo en los infelices e inocentes niños. ¿Y no es esto ho-rrible en una ciudad que se reputa civilizada?

De ahí, pues, que haya aquí más socialistas nacionales que extranjeros, aunque la prensa capitalista afirme lo contrario con objeto de acusar a los últimos de traer la perturbación y el desorden desde fuera.

El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada y organizada por asociaciones de productores que suplan a las demandas del consumo. Bajo tal sistema todos los seres humanos habrán de disponer de medios suficientes para realizar un trabajo útil, y es indudable que nadie dejará de trabajar.

Tal es lo que el socialismo se propone. Hay quien dice que esto no es americano. Entonces, ¿será americano dejar al pueblo en la ignorancia, será americano explotar y robar al pobre, será americano fomentar la miseria y el crimen? ¿Qué han hecho los partidos políticos tradicionales por el pueblo? Pro-meter mucho y no hacer nada, excepto corromperlo compran-do votos en los días de elecciones. Es natural después de todo, que en un país donde la mujer tiene que vender su honor para vivir, el hombre se vea obligado a vender su conciencia...

“El anarquismo está muerto”, ha dicho el fiscal. El anarquis-mo hasta hoy sólo existe como doctrina, y Mr. Grinnell no tie-ne poder para matar ninguna doctrina. El anarquismo es hoy una aspiración, pero una aspiración que se realizará algún día... La anarquía es un orden sin gobierno. Es un error em-plear la palabra anarquía como sinónimo de violencia, pues son cosas opuestas. En el presente estado social, la violencia se emplea a cada momento, y por eso nosotros propagamos la violencia también, pero solamente contra la violencia, como un medio necesario de defensa”.

DISCURSO DE OSCAR NEEBE

(Nacido en Filadelfia, de padres alemanes, no era obrero, sino vendedor de levaduras en una empresa propiedad de su fami-lia. Desde su adolescencia trabajó a favor de los deshereda-dos y organizó varios importantes sindicatos por oficio. Fue condenado a 15 años de prisión)

“Durante los últimos días he podido aprender lo que es la ley, pues antes no lo sabía. Yo ignoraba que pudiera estar convic-to de un crimen por conocer a Spies, Fielden y Parsons...

Con anterioridad al 4 de mayo yo había cometido ya otros de-litos. Mi trabajo como vendedor de levaduras me había pues-to en contacto con los panaderos. Vi que los panaderos de esta ciudad eran tratados como perros... Y entonces me dije: ´A es-tos hombres hay que organizarlos; en la organización está la fuerza´. Y ayudé a organizarlos. Fue un gran delito. Aquellos hombres ahora, en vez de estar trabajando catorce y dieci-séis horas, trabajan diez horas al día... Y aún más: cometí un delito peor... Una mañana, cuando iba de un lado a otro con mis trastos, vi que los obreros de las fábricas de cerveza de la ciudad de Chicago entraban a trabajar a las cuatro de la mañana. Llegaban a su casa a las siete u ocho de la noche. No veían nunca a su familia; no veían nunca a sus hijos a la luz del día... Puse manos a la obra y los organicé.

En la mañana del 5 de mayo supe que habían sido detenidos Spies y Schwab, y entonces fue también cuando tuve la pri-mera noticia de la celebración del mitin de Haymarket du-rante la tarde anterior. Después que terminé mis faenas fui a las oficinas del ´Arbeiter Zeitung´, en donde me encontraba cuando fue allanado el periódico...

Veinticinco policías allanaron mi casa el mismo día y encon-traron un revólver y una bandera roja, de un pie cuadrado, con la que jugaba frecuentemente mi hijo.

Yo no creo que sólo los anarquistas y socialistas tengan armas en su casa... Habéis probado que organicé asociaciones obre-ras, que he trabajado por la reducción de horas, que he hecho cuanto he podido por volver a publicar el ´Arbeiter Zeitung´: he ahí mis delitos. Pues bien: me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos, y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recoge-rán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán, en caso contrario, entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es lo que tengo que decir. Yo os suplico: ¡Dejadme participar de la suerte de mis compañeros! ¡Ahorcadme con ellos!”.

DISCURSO DE ADOLF FISCHER

(Nacido en Bremen, Alemania. Periodista. Tenía 30 años)

“No hablaré mucho; solamente tengo que protestar contra la pena de muerte que me imponéis, porque no he cometido cri-men ninguno. He sido tratado aquí como asesino y sólo se me ha probado que soy anarquista. Pero si yo he de ser ahorcado por profesar mis ideas, por mi amor a la libertad, a la igual-dad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la redención de la especie humana, entonces yo lo digo muy alto: disponed de mi vida.

Aunque soy uno de los que prepararon el mitin de Haymarket, nada tengo que ver con el asunto de la bomba. Yo no niego que he concurrido a tal mitin, pero tal mitin... (Se le acer-ca, entonces, el defensor, Mr. Solomon, aconsejándole que no continúe en tal tono, que no es conveniente, etcétera.) ... Sois muy bondadoso, Mr. Solomon. Sé muy bien lo que estoy di-ciendo: Ahora bien, el mitin de Haymarket no fue convocado para cometer ningún crimen; fue, por el contrario, convocado para protestar contra los atropellos y asesinatos de la Policía en la fábrica McCormik.

Pocas horas antes del mitin en Haymarket habíamos tenido una reunión para tomar la iniciativa y convocar a esa mani-festación popular. Se me comisionó para que me hiciera cargo de buscar oradores y redactar los volantes. Cumplí este encargo invitando a Spies a que hablara en el mitin y mandando a imprimir veinticinco mil volantes. En el original aparecían las palabras “¡Trabajadores, acudid armados!”: Yo tenía mis motivos para escribirlas, porque no quería que, como en otras ocasiones, los trabajadores fueran ametrallados impunemen-te, indefensos. Cuando Spies vio dicho original, se negó a to-mar parte en el mitin si no se suprimían aquellas palabras. Yo accedí a sus deseos, y Spies habló en Haymarket. Esto es todo lo que tengo que ver en el asunto del mitin...

Yo no he cometido en mi vida ningún crimen. Pero aquí hay un individuo que está en camino de llegar a ser un criminal y un asesino, y ese individuo es Mr. Grinnell, que ha comprado testigos falsos a fin de poder sentenciarnos a muerte. Yo le denuncio aquí públicamente. Si creéis que con este bárbaro veredicto aniquiláis nuestras ideas, estáis en un error, por-que éstas son inmortales. Este veredicto es un golpe de muerte dado a la libertad de imprenta, a la libertad de pensamiento, a la libertad de palabra, en este país. El pueblo tomará nota de ello. Es cuanto tengo que decir”.

DISCURSO DE LOUIS LINGG

(Era el único acusado efectivamente dispuesto a utilizar mé-todos terroristas, experto, además, en fabricar bombas. Car-pintero. Tenía 22 años. Había nacido en Alemania)

“Me acusáis de despreciar la ley y el orden. ¿Y qué significan la ley y el orden? Sus representantes son los policías, y entre éstos hay muchos ladrones. Aquí se sienta el capitán Schaack. El me ha confesado que mi sombrero y mis libros habían des-aparecido de su oficina, sustraídos por los policías. ¡He ahí vuestros defensores del derecho de propiedad!

Yo repito que soy enemigo del orden actual y repito también que lo combatiré con todas mis fuerzas mientras respire. De-claro otra vez franca y abiertamente que soy partidario de los medios de fuerza. He dicho al capitán Schaack, y lo sostengo, que si vosotros empleáis contra nosotros vuestros fusiles y ca-ñones, nosotros emplearemos contra vosotros la dinamita. Os reís probablemente porque estáis pensando: “Ya no arrojará más bombas”. Pues permitidme que os asegure que muero fe-liz, porque estoy seguro que los centenares de obreros a quie-nes he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido ahorcados, ellos harán estallar la bomba. En esta espe-ranza os digo: ¡Os desprecio; desprecio vuestro orden, vues-tras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad! ¡Ahorcadme!”.

DISCURSO DE GEORGE ENGEL

(Alemán de nacimiento, había emigrado a los EEUU en 1873, estableciéndose primero en Nueva York y Filadelfia. Tipógra-fo y periodista. Tenía 50 años al ser condenado a la horca en Chicago)

“Es la primera vez que comparezco ante un Tribunal ameri-cano, y en él se me acusa de asesinato. ¿Y por qué razón estoy aquí? ¿Por qué razón se me acusa de asesino? Por la misma que tuve que abandonar Alemania, por la pobreza, por la mi-seria de la clase trabajadora.

Aquí también, en esta ´libre república´, en el país más rico del mundo, hay muchos obreros que no tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres humanos buscando algo con que alimentarse en los montones de basura de las calles.

Cuando en 1878 vine a esta ciudad, creí hallar más fácil-mente medios de vida aquí que en Filadelfia, donde me había sido imposible vivir por más tiempo. Pero mi desilusión fue completa. Empecé a comprender que para el obrero no hay diferencia entre Nueva York, Filadelfia o Chicago, así como no la hay entre Alemania y esta república tan ponderada. Un compañero de taller me hizo comprender científicamente la causa de que en este rico país no pueda vivir decentemen-te el proletariado. Compré libros para ilustrarme más, y yo, que había sido político de buena fe, abominé de la política y de las elecciones y también comprendí que todos los partidos estaban degradados... Entonces entré en la Asociación Inter-nacional de Trabajadores. Los miembros de esta asociación están convencidos de que sólo por la fuerza podrán eman-ciparse los trabajadores, de acuerdo con lo que la Historia enseña. En ella podemos aprender que la fuerza libertó a los primeros colonizadores de este país, que sólo por la fuerza fue abolida la esclavitud, y así como fue ahorcado el primero que en este país agitó la opinión contra la esclavitud, vamos a ser ahorcados nosotros.

¿En qué consiste mi crimen?

En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social en que sea imposible el hecho de que mientras unos amontonan millones utilizando las máquinas, otros caen en la degradación y en la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la Naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar...

En la noche en que fue arrojada la primera bomba en este país, yo me hallaba en mi casa. Yo no sabía ni una palabra de la conspiración que pretende haber descubierto el ministerio público.

Es cierto que tengo relaciones con mis compañeros de pro-ceso, pero a algunos sólo los conozco por haberlos visto en reuniones de trabajadores. No niego tampoco que haya yo hablado en varios mítines, afirmando que si cada trabajador llevase una bomba en el bolsillo, pronto sería derribado el sistema capitalista imperante. Esa es mi opinión y mi deseo.

Yo no combato individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da el privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes son sus amigos. Todo lo demás yo lo desprecio; desprecio el poder de un Gobierno inicuo, sus policías y sus espías. Nada más tengo que decir”.

DISCURSO DE SAMUEL FIELDEN

(Pastor metodista y obrero textil. Tenía 39 años. Había nacido en Inglaterra)

“Habiendo observado que hay algo injusto en nuestro siste-ma social, asistí a varias reuniones gremiales y comparé lo que decían los obreros con mis propias observaciones. Mas no conocía el remedio para los males sociales. Pero discu-tiendo y analizando las cosas en boga actualmente, hubo quien me dijo que el socialismo significaba la igualdad de condiciones, y ésta fue la enseñanza. Comprendí en seguida aquella verdad, y desde entonces fui socialista. Aprendí cada vez más y más; reconocí la medicina para combatir los males sociales, y como me juzgaba con derecho para propagarla, la propagué. La Constitución de los Estados Unidos, cuando dice ´el derecho a la libre emisión del pensamiento no puede ser negado´ da a cada ciudadano, reconoce a cada individuo, el derecho a expresar sus pensamientos. Yo he invocado los principios del socialismo y de la economía social y por ésta, y sólo por ésta razón me hallo aquí y soy condenado a muerte...

Se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incen-diario porque he afirmado que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal ¡Andad! Id a las casas de los pobres, y los veréis amontonados en el menor espacio posible, respirando una atmósfera infernal de enfer-medad y muerte...

La cuestión social es una cuestión tanto europea como ame-ricana. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos el obrero arrastra una vida miserable, la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen prematuramente aniquilados por las penosas tareas a las que tienen que dedi-carse, y una gran parte de los vuestros se empobrece también diariamente. ¿En dónde está la diferencia de país a país?

Habéis traído aquí a los corresponsales de la prensa burguesa para probar mi lenguaje revolucionario, y yo os he demostra-do que a todas nuestras reuniones han podido acudir nues-tros adversarios... y, en resumen, os digo que esos periodistas son hombres que no dependen de sí mismos, que no son libres, que obran a instigación ajena, y lo mismo pueden acusarnos de un crimen que proclamarnos el más virtuoso de todos los hombres. Un ciudadano de Washington que aquí vino a com-batirnos en 1880 nos ha escrito repetidas veces ofreciéndonos declarar que nuestras reuniones no tenían por objeto excitar al pueblo a la rapiña, como decís vosotros, sino simplemen-te a la discusión de las cuestiones económicas. Veinte testi-gos más estaban dispuestos a confirmar lo mismo. Esto era en el supuesto de que se nos acusase en aquel sentido. Pero vimos aquí que de lo que se nos acusaba realmente era de ´anarquistas´, y por eso no vinieron aquellos testigos, porque no eran necesarios...

Si me juzgáis convicto de haber propagado el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad...

Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo, como yo entiendo que los he invocado en favor de la Huma-nidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio...

Yo amo a mis hermanos, los trabajadores, como a mí mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX co-mete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la Humanidad, pero puesto que para nosotros no puede ilu-minar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un solo minuto la llega-da del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones”.

DISCURSO DE ALBERT PARSONS

(De 38 años, excandidato a la Presidencia de los EEUU, había nacido en el Sur, en Alabama, y peleado en la guerra de sece-sión. Luego abandonó fortuna y familia -que, de paso, lo ha-bía repudiado por casarse con una mexicana de origen indí-gena- para dedicarse a la propagación de las ideas socialistas)

“Me preguntáis qué fundamentos hay para concederme una nueva prueba de mi inocencia. Yo os contesto y os digo que vuestro veredicto es el veredicto de la pasión, engendrado por la pasión y realizado, en fin, por la pasión de la ciudad de Chicago. Por este motivo, yo reclamo la suspensión de la sentencia y una nueva prueba inmediata. ¿Y qué es la pasión? Esla suspensión de la razón, de los elementos de discernimien-to, de reflexión y de justicia necesarios para llegar al conoci-miento de la verdad. No podéis negar que vuestra sentencia es el resultado del odio de la prensa burguesa, de los monopoli-zadores del capital, de los explotadores del trabajo...

Hay en los Estados Unidos, según el censo de 1880, dieciséis millones doscientos mil jornaleros. Estos son los que por su industria crean toda la riqueza de este país. El jornalero es aquél que vive de un salario y no tiene otros medios de sub-sistencia que la venta de su trabajo hora tras hora, día tras día, año tras año. Su trabajo es toda su propiedad; no posee más que su fuerza y sus manos. De aquellos dieciséis millones de jornaleros, sólo nueve millones son hombres; los demás, mujeres y niños...

Ahora bien, señores; yo, como trabajador, he expuesto los que creía justos clamores de la clase obrera, he defendido su de-recho a la libertad y a disponer del trabajo y de los frutos de su trabajo...

Este proceso se ha iniciado y se ha seguido contra nosotros, inspirado por los capitalistas, por los que creen que el pueblo no tiene más qué un derecho y un deber, el de la obediencia.

¿Creéis, señores, que cuando nuestros cadáveres hayan sido arrojados a la fosa se habrá acabado todo? ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos bárbaramente? ¡Ah, no! Sobre vuestro veredicto quedará el del pueblo americano y el del mundo entero, para demostraros vuestra injusticia y las injusticias sociales que nos llevan al cadalso...

Yo estaba libre y lejos de Chicago cuando vi que se había fija-do la fecha de la vista de este proceso.

Juzgándome inocente y sintiéndome asimismo que mi deber era estar al lado de mis compañeros y afrontar con ellos, si era preciso, la sentencia; que mi deber era también defen-der desde aquí los derechos de los trabajadores y la causa de la libertad y combatir la opresión, regresé sin vacilar a esta ciudad. Me dirigí a la casa de mi amiga miss Ames, en la calle Morgan. Hice venir a mi esposa y conversé con ella algún tiempo. Mandé aviso al capitán Black, señalándole que estaba aquí pronto a presentarme y constituirme preso. Me contestó que estaba dispuesto a recibirme. Vine y le encontré a la puerta de este edificio, subimos juntos y comparecí ante este Tribunal. Sólo tengo que añadir: aún en este momento no tengo de qué arrepentirme”.


Diseño y publicación:
Revolución Obrera Unión Obrera Comunista (mlm) Colombia - Mayo de 2024 Permitida su reproducción total

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